Así fueron a hacerlo. Todo un día debió pasar don Felipe Amor aguardando, mientras Juan de Dios mendigaba, ante la casa de su primo. Y cuando apareció por fin este caballero en la puerta, y echó a andar, distraído, calle abajo, le cortó el paso el sobresalto de un cuerpo arrodillado, unos muñones tendidos y unas palabras destempladas: «¡Detente, Fernando! ¿No me conoces?… Soy yo, sí; yo soy: Felipe Amor. ¡Yo, yo mismo! ¿Te enmudece el asombro? Soy yo; aquí me tienes, tullido y harapiento. Explicaciones, no hacen falta; lo sabes todo; y ahora, aquí me tienes, postrado a tus pies. Vengo a implorarte perdón por el mal que te quise hacer y me hice. Dame, pues, tus manos, Fernando, que las bese; déjame que, como un perro, lama sus palmas afortunadas!»
– Temería si te las diera, que, como un perro, las habías de morder. ¡Aparta! -replicóle con voz temblona don Fernando. Al volver de su asombro, se había encontrado preso de la ira, agarrotado por ella. Se sacudió y, dando un empellón al cuerpo rendido que le cerraba el camino, lo derribó por tierra.
Ahora, escapaba, demudado el semblante; pero al separarse de su primo, divisó entre los relámpagos de la cólera la cabeza rapada de Juan de Dios que acudía corriendo en socorro del caído. Por dos veces todavía giró la cabeza; y, a punto ya de doblar la esquina, se detuvo, deshizo sus pasos, y volvió a arrimarse al grupo, a tiempo de enjugar con su pañuelo unas lágrimas que escaldaban la cara de Felipe.
– ¡Desdichado! -Le increpó-: ¿Acaso no pudiste haberme dejado en paz, tras de tantas amarguras? -Y luego, con inesperado acento de queja: -me quitaste, Felipe, cuanto tenía en el mundo; y ahora vienes a pedirme la única cosa que por la violencia no me hubieras podido sacar: mi perdón. Pues… ¡a la fuerza también te lo llevas! Por ti, nunca te lo hubiera concedido; pero este hombre, aquí, es la causa de que no te lo niegue: ¡perdonado seas!
Y dejando a su primo en la calle, arrastró por el brazo a Juan de Dios hasta el zaguán de su casa, le hizo trasponer la cancela y. encerrado a solas con él en una saleta, le asedió:
– ¿Quién eres tú, hombre, que siempre te voy tropezando en la senda de mis desventuras? ¿Qué nueva calamidad me vienes a anunciar hoy, motilón del diablo? ¿Qué han leído en el libro de mi destino esos ojos pitañosos y arteros, hechos a descifrar embelecos?
– Señor, por vez primera os veo. Y si algo conozco de vuestras desventuras, no ha sido ello por obra de artes secretas -respondióle Juan-. Ni entiendo de magias, ni soy portador de avisos. Yo, don Fernando, soy un pobre pecador que anda pidiendo limosna para sostener un hospital de…
– ¡Inútil astucia! ¡Acaso no han sido mis propios oídos quienes escucharon la confesión de esa boca hipócrita? ¿No eres tú acaso el insensato aquel que en cierta ocasión estaba gritando en las escalinatas de la Real Cancillería, y echaba sobre si' todos los crímenes del mundo? Todos: también el de hechicería, seguro estoy… Recuerdo bien que me detuve un instante; pero sólo un instante, porque otros cuidados me llevaban; sí, tenía prisa por conocer la resolución del pleito que me promoviera don Felipe. Mas, a la salida, cuando ya iba cargado con la pesadumbre de la sentencia contraria, y la saliva se me hacía amarga, allí estabas tú, vociferando como un loco. Hablabas -eso no se me olvida, no- del oro que se convierte en humo, dejando sucias las manos y el alma. ¿Por qué me miraste al decirlo? ¡Sabías! – ¿Cómo podía saber, señor? – ¡Sabías! Mi fortuna se había hecho humo, dejándome sucias las manos de halagos, de sobornos, sucia el alma de cuitas, de rencores, de venenos… ¿No sabías tampoco, di, cuando, casi un año más tarde, me saliste al encuentro en el puente nuevo, que yo cruzaba impaciente por llegar a casa de doña Elvira? Me pediste limosna; me decías que no era tiempo perdido el que se gasta en socorrer a los pobres; insistías. Mas yo no te escuché; tenía prisa esta vez también, una prisa desatinada por oír palabras que sellarían mi infortunio. Y cuando hube recibido el fallo de sus labios (y en modo tan discreto, ¡ay!, que realzaba el valor de mi pérdida, redondeando mi desgracia), volví a pasar el puente, ya con pies de plomo, y abandoné mi bolsillo en tus manos… Si nada sabías, ¿por qué, entonces, callaste besando las monedas?
– Señor: acostumbro besar lo que por amor de Dios me dan.
– Dime, hombre. Por favor, habla claro: ¿qué aviso me traes hoy?, ¿qué nueva desgracia me aguarda? Dímelo ya.
– ¿Cómo podría? Si mi presencia es un aviso, alguien guía el azar de mis pasos para fines que se me ocultan, y que mi boca no sabría declarar.
– Pues no he de separarme de ti, ¡óyeme!, hasta que no los conozca. Esta vez obedezco al llamado y tuerzo mi camino.
– ¡Alabado sea el Señor! Por vuestra propia lengua se están declarando esos fines -exclamó Juan, lleno de júbilo. Y rompiendo en lágrimas de piedad, abrazó al caballero.
Desconcertado, aterrado casi, quedóse don Fernando, oyendo sus propias frases sonar en el aire como una rara explosión, extrañas, ajenas. ¿Verdaderamente habían salido de su boca? En un impulso se le escaparían; lo había dicho sin pensar, sin calcular su alcance; y sólo fue capaz de medirlo después, en las alborozadas y graves palabras con que Juan de Dios lo recogiera. Ahí estaba, en el aire: era dicho… y ¿por qué no? -Todo lo había perdido, y en camino estaba de perder asimismo el alma; pues ¿acaso puede esperar perdón el que lo niega? Y él lo había negado un poco antes a uno que se lo imploraba de rodillas; más aún; había hecho rodar por los suelos al inválido que pedía besarle las manos, cuando en verdad era él quien estaba obligado a suplicar perdón de su hermano, pues él era quien, desencadenando su furor con la injuria que en carne de su esposa le hiciera, habíale cortado las manos, y lo había sumido en la peor miseria…
Corrió, pues, en busca de Felipe, y se reconciliaron.
– ¿No ves? -le decía luego, en la efusión de los corazones-. Han tenido que hundirse en lodo tu arrogancia y la mía, rotas la una contra la otra, para que nuestra sangre se junte y reconozca de veras su hermandad. Ahora que no somos sino el despojo de nosotros mismos, ahora nos reunimos y nos abrazamos; sólo ahora venimos a recordar que nuestro común apellido dice amor y no odio.
De esta manera fue como ambos caballeros, cuya vida había quedado trabada, mutilada e impedida en las agitaciones adversas de un común destino, resolvieron consagrarse juntos, siguiendo a Juan de Dios, al oficio de la caridad en que esperaban elevarse y salvarse. Se agregaron, pues, a la compañía del santo, y le acompañaron con abnegación en sus trabajos, hasta probar en su dureza el temple de los ánimos; en su bajeza, el renunciamiento de los corazones. Quienes desde la cuna habían sido servidos, sirvieron con pronta, mansa y solícita obediencia; quienes jamás hasta entonces habían tenido otro ejercicio que el de la caballería, música y amables juegos, se agotaron en enojosos, míseros quehaceres; quienes vistieron siempre ricos paños, hubieron de defenderse con harapos de la intemperie; quienes tenían el paladar hecho a los manjares finos y el olfato a perfumes de Oriente, tuvieron que tratar con las pústulas hediondas, la carne lacerada y pobre, los excrementos… Tras su ejemplo, muchos serían, por generaciones y generaciones, los que, desengañados del mundo, acudieran a aquella nueva orden hospitalaria; pero nadie, nunca, con fervor tan delicado como estos dos nobles granadinos que, olvidados de sí mismos, no hallaban empleo demasiado ruin para su anhelo de mortificación: y en ésta, de espaldas a un mundo que con tan insensato rigor se flagelaba, hallaron una alegría pura, secretísima a fuerza de patente y fácil.
Con todo, faltábales aún triunfar de una ocurrencia tan cruel que hubo de sacudirles hasta las más hondas raicillas del alma. Véase cómo este golpe descargó sobre sus cabezas. Fue el caso que, para castigo de violentos y perfección de piadosos, quiso el cielo enviar una plaga sobre los contumaces crímenes en que Granada hervía: su terror disolvió de repente el encono que exhortaciones y amenazas no habían logrado apaciguar en años; su ira tremebunda anonadaba las viles rencillas de enemigos irreconciliables; adelantábase la muerte a la muerte, disputando presas a la venganza; las premeditadas víctimas sucumbían antes a la peste que al acero, y ¡cuántas veces no irían a encontrarse allí, en la hacinada multitud de la fosa común, con sus defraudados enemigos!… Las puertas y ventanas estaban atrancadas, contenidos los alientos, en tregua de ambiciones y faenas. Y aquel puñado de hermanos hospitalarios que, unidos a Juan de Dios, habían hecho profesión de aliviar las flaquezas de los dolientes, debían descuidarlos ahora, muchas veces en la peor necesidad, para aplicar su misericordia al entierro de los muertos. Eran ya días y semanas sin reposo, sin respiro, sin esperanza.