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– ¡Hasta cuándo, Señor! -había exclamado Juan de Dios cierta mañana, alzando los ojos hacia el azul indiferente desde el espeso gentío que acarreaba hasta sus puertas la miseria. Una gran multitud reunía allí sus mil imploraciones, atraída en la necesidad por la fama de una dedicación qué, siendo infalible, había cobrado nombre de milagrosa. «¡Hasta cuándo, Señor!», fue su plegaria. Y al bajar los ojos y derramar de nuevo su mirada sobre aquellos desdichados que se disputaban la asistencia y el consuelo de una bendición del santo, distinguió entre la turba, pugnando por abrirse paso, extendidos los brazos y gritándole algo que la algarabía de los suplicantes no dejaba oír, a aquel muchacho, Antón, que después de haberse prestado a curarle una herida, fue portador durante algún tiempo de las limosnas enviadas por su dueña al hospital. ¿Cuándo hacía que dejara de venir con el regalo de sus mandatos y su risa ufana? ¿No había sido la última vez, aquella en que trajo un espléndido presente, ofrecido por ella en vísperas de su boda?; luego, había desaparecido. ¿Cuánto tiempo hacía de eso?… Y ¡cómo estaba cambiado su aspecto -no, no podía hacer mucho-, cómo estaba cambiado de entonces acá! También ahora llegaba a tender las manos; pero ya no con ofrendas, sino flaco, menesteroso y angustiado. Juan de Dios le tomó de ellas, le atrajo hacia adentro y escuchó sus cuitas. ¿Qué había sido de su vida? ¿Y qué quería, qué necesitaba? ¡Dijera por favor!

Pero el muchacho no tenía más que una sola frase. Clamaba, consternado: – ¡Mi señora, Juan! ¡Se me muere!

Bebió agua, sosegóse al fin un poco. Después contó de qué manera había penetrado el mal en la casa de sus amos y, tras de cebarse en algunos de los sirvientes, para igualar a pobres y ricos atacó también al anciano dueño, cuyas fuerzas tuvieron pronto término.

– Muerto mi señor, todos los criados huyen, despavoridos; por salvar la vida, largaron el lastre del agradecimiento… Y, ahora, Juan, ahora es ella, doña Elvira, mi dueña, quien está a la muerte… Mientras al padre le quedó aliento, se mantuvo en pie la hija; mas ahora… Y ¿qué puedo hacer yo, solo? ¡Socórreme, Juan! ¡Vamos, anda, ven conmigo!

– Pero aguarda un momento, escucha; dime ¿nadie de la familia ha quedado? ¿Y el esposo?

– ¿Qué esposo, Dios me valga? ¿Pero no sabes que ni siquiera llegó a desposarse mi doña Elvira? ¡Ay! No lo sabes, es cierto-. Pues habrás de saber que desde aquella fiesta de los desposorios ya no hubo día bueno en la casa… Vamos, Juan: por el camino te contaré.

– Cuenta, cuenta: ¿qué ocurrió?

– ¿Qué? Llegó la fiesta, y todo era maravilla. ¡Qué fiesta, Juan! Músicas, dulces, cohetes, refrescos, perfumes… Tú, Juan, de seguro no has visto nunca nada semejante.

– Gran casa la tuya, ¿no?

– ¡Grande! ¿Qué te podría decir?… A cada momento procuraba yo entrar de nuevo a la sala, llevando una garrafa, pasando una bandeja, retirando las copas sucias… Pero, ¡ay de mí!, ¿qué importa ahora todo eso? La fiesta se estropeó, y éstas son las fechas en que aún no hemos sabido a punto fijo el porqué. Murmuraciones, claro es que no han faltado. Pero lo único seguro es que el novio salió de improviso; quedó la novia demudada, y no valió ya el disimulo de su turbación para evitar cuchicheos. Proseguía, sí, la fiesta; pero desde entonces nada iba concertado; algo había sucedido. Hasta que, un rato después -no sabría yo decir cuánto: mucho me pareció a mí-, vinieron a entregar un cofrecillo de parte de don Felipe, el novio ausente, y lo pusieron en manos de doña Elvira… Ahí sí fue el disolverse la reunión; pues ella -aún la veo- lo apretó contra su pecho y, sin tan siquiera abrirlo, huyó hacia su cuarto. Interrumpiéronse las músicas y, un poco más tarde, el viejo señor (¡que gloria haya!) encargada a un pariente despedir a los convidados con el anuncio de que su hija estaba indispuesta… Ha habido – ¡imagínate!- muchas habladurías acerca del cobrecillo: de cierto, cosa alguna. Tan sólo que desde ese punto y hora no quedó ya sino silencio, suspiros y duelos en la casa; tristeza, cansancio. La joven, esforzándose por aparecer serena; el viejo, recorriendo las galerías, paseos arriba, paseos abajo, un día y otro, las manos siempre a la espalda, que parecía írsele a ir el sentido… Hasta que esta peste vino a cortar su vida y sus pesares… Y ahora ¡también ella! ¿Por qué, por qué ella, Juan, sin otro pecado que su hermosura?…

– No otro, en verdad, hijo mío -confirmó, sentencioso, Juan de Dios. Y como Antón, con un destello de susto entre las lágrimas, quisiera penetrar la palabra del santo, le tranquilizó en seguida, puesta una mano en su cabeza: -No llores, criatura. Escucha: yo no podía irme ahora contigo y dejar a toda esa gente que espera a la puerta; pero te daré quienes te acompañen y velen mejor que yo a tu enferma.

Fue, pues, en busca de Felipe y Fernando Amor, y a ellos les encomendó cuidar de la apestada cuya vivienda les indicaría aquel muchacho. Sin demora, se pusieron en marcha los tres. Mal hubiera podido, en su apresuramiento y ansiedad, reconocer Antoñico al caballero soberbio desaparecido en plena fiesta de desposorios, bajo la apariencia miserable e inválida de uno de los humillados mozos que ahora seguían sus pasos hacia la morada de doña Elvira. En cuanto a don Felipe, jamás, ni entonces ni nunca, había reparado en el paje de su abandonada novia. Juntos iban sin conocerse ni sospecharse. En cambio, don Fernando, que por primera vez lo veía, experimentaba a su presencia alguna especie de inexplicable, confuso, angustioso, presentimiento… Ensimismados, taciturnos, atravesaron la ciudad solitaria. Sus pasos resonaban en las callejuelas, ante las cerradas ventanas; por las esquinas huían los perros; sólo agua y cielo y los pajarillos del aire parecían inocentes en Granada. Andaban ellos sin cambiar palabra; avanzaban y, conforme avanzaban, crecía la opresión de sus corazones. Casi que les estallan en el pecho cuando, llegados a una calle que le era a todo familiar, el guía se detuvo ante la temida puerta, y entró en el zaguán, y empujó la cancela y se metió en el patio. Miradas de espanto se cruzaron entre los dos hombres. Pero su vacilación no duró más de una centella: ninguno de ellos ñaqueó en la prueba. Escaleras arriba, siguiendo juntos hasta llegar a la alcoba por la que un tiempo habían batido de acuerdo sus corazones enemigos…

Inútil parece proseguir: lo que importa, queda dicho. Encontraron muerta ya a doña Elvira en la casa desierta. Al verla, cayeron de rodillas a ambos lados de su cuerpo y encomendaron su alma a Dios, mientras que, a los pies de la cama, se retorcía Antoñico en alaridos y sollozos. A don Fernando correspondió el triste privilegio de amortajarla con sus manos; entre tanto, colgados los inútiles brazos, contemplaba don Felipe el horrible estrago de la muerte. ¡Qué dolor!… Sobre el macilento pecho, una crucecita de oro relucía.

Pasó la peste, dejando a Granada en más desolación que arrepentimiento. Fue balde de agua volcado sobre una hoguera furiosa: lleno de escoceduras y llagas, se queja el fuego y ya dimite: cede, parece que va a sucumbir; pero es sólo para recobrarse luego con mayor ferocidad. Todo aquel encarnizamiento, apenas contenido por la plaga, debía explotar años más tarde en la sublevación de los moriscos, a cuyas resultas se remonta la postración en que todavía, hasta hoy, languidece el antiguo reino. Pero, con todo, algunos pocos escarmentados, desengañados o advertidos, acudieron por entonces en busca de nueva vida junto al maestro Juan de Dios, engrosando así aquella pequeña comunidad que, bajo su ejemplo, había luchado contra la plaga, vencido el terror y salvado el nombre de humanidad, sin que la peste misma se atreviera contra su heroísmo piadoso: pues ninguna de las abnegadas cabezas -como se refería con admiración, achacándolo a milagro- había sido marcada por su dedo. Y esta señal de bendición fue lo que más movió a la gente en favor de la santa compañía. Entre todos sus seguidores, Juan de Dios prefirió siempre en secreto a aquellos dos caballeros de quienes aquí se habla, don Felipe y don Fernando Amor, asistentes suyos en los más rudos trabajos; y cuando sintió acercársele la hora del tránsito, a ellos eligió para testigos únicos de su muerte: los llamó a su lado y les pidió su ayuda para levantarse del lecho, pues había perdido sus últimas fuerzas. Abrazado al cuello de Felipe, sostenido en los brazos de Fernando, irguió su cuerpo flaco; e hincándose de rodillas sobre la estera de esparto, apoyados en el jergón los codos, y entre las manos juntas un crucifijo, tal como se lo puede ver en el cuadro, estuvo orando hasta el final, mientras los dos hermanos lloraban en silencio, apartados a un rincón…