– Ruy Pérez, señor, volvió a salir; no está en el castillo.
Se hundió el rey en un tan dilatado silencio que las pocas palabras cruzadas con el niño llegaron a sentirse como cosa indeciblemente remota, y éste, parado a la puerta, se tuvo por olvidado.
– ¡Señor! -susurró.
– Pues que venga entonces Rodrigo Álvarez -fue, por fin, la orden que lo despedía.
Cuando, tras alguna espera, volviera a abrirse la puerta sería para dar paso a un hombre cano, barbado y lleno de parsimonias.
– ¿Cómo se entiende, Rodrigo Álvarez -le dijo don Enrique, no bien lo tuvo ante sí-, cómo se entiende que el rey haya de pasar la vida solo, sin que nadie lo asista, a no ser esta pobre Estefanía, tan necesitada ella misma de atención?
– Bien lo sabéis, señor: vuestra aya es la única persona que toleráis al lado; nadie más se atreve a aportar por esta cámara, si no es llamado. Además, lo sabéis también, cada cual anda afanado en su quehacer, y ése es el mejor servicio que todos podemos hacer al rey, en los días que corren y tal como van las cosas.
– Siéntate aquí a mi lado, Rodrigo Álvarez, amigo. Ves que mi salud mejora; quiero que me pongas al tanto de todas las novedades.
El anciano se acarició la barba y, tras estudiada pausa, empezó a decir:
– No quisiera, en verdad, don Enrique, agobiar vuestro ocio de enfermo con tan ásperos cuidados. Pues si me lo demandarais, sólo malas nuevas podría daros. Mas ¿de qué os valdría conocerlas, señor, si ya nosotros acudimos al posible remedio?
– Habla, te digo.
Entonces el mayordomo, en un discurso de ensañada insistencia, lento, minucioso, preciso, comenzó a relatar los desmanes que, sin tregua, venían cometiendo los señores del reino contra los derechos de la Corona. Bosques destruidos, rebaños robados, villas expoliadas, rentas usurpadas, vasallos seducidos o vejados, siervos oprimidos -todo esto iba cobrando cuerpo y se amontonaba en la implacable abundancia de los detalles aducidos por el mayordomo, incansable y formal, como se amontonan al pie de su vieja fábrica los escombros de un bastión arruinado.
A duras penas seguía don Enrique la maraña de hechos que su servidor refería con abrumadora copia de circunstancias, nombres y fechas: tal intriga se había alcanzado a conocer por obra de la casualidad, tal otra felonía había sido delatada por un pechero, quejoso de malos tratos… Temblaba el rey, como quien se siente mirado y observado desde cien puntos diferentes, sin poder ver a los que acechan.
– ¡Basta! -dijo-. ¡Basta! -gritó, rechazando con las manos el montón de infamias. El mayordomo cortó en seco su informe, y permaneció mudo. Las manos del rey habían recogido en su hueco la frente pesada, las cejas doloridas-. Si Dios me da fuerzas, este verano habrá de ponerse orden en todo.
Dios quiso darles fuerzas. Pasado que fue el rigor de los fríos, don Enrique empezó a sentir mejoría: se hizo peinar la barba, pulir las uñas, y pronto inició sus salidas al campo en breves excursiones de caza. Más que en el vigor todavía resentido y vacilante del propio cuerpo, notaba su restablecimiento en las gentes de alrededor: así como los animales del bosque abandonaban sus cubiles en las quietas nieves, y aun se atreven a asomar los hocicos al poblado, pero huyen de nuevo para sus guaridas a la menor señal de alarma, así también, cuando el rey levantaba la vista empinado sobre su dolencia, escondíanse todos los ojos que con disimulo habían estado cercándolo; y eran ojos innumerables, eran todos los seres del bosque, eran todas las gentes del reino, era el mundo entero, que espiaba sus movimientos y estaba atento a las alternativas de su respiración…
Don Enrique fatigaba su magín buscando los medios con que restaurase la autoridad de la corona; mas la acción esforzada que a la postre intentaría para ello, y que pareció por un momento destinada a rectificar el torcido curso de sus asuntos, comenzaba a gestarse a espaldas suyas. Era en verdad algo que ya estaba ahí, soterrado, desde años; algo que había sido incubado en el seno de sus fiebres y de sus interminables vigilias; algo madurado, sabido, esperado. Y sin embargo, ahora, al erguirse y tomar bulto y ponerse en movimiento -como una culebra que hasta el instante en que se despereza su lenta seguridad hubiera podido confundirse con la rama seca de un árbol-, se revelaba fruto de condiciones todavía ignoradas por él mismo.
Así, uno de aquellos días en que, avanzada la primavera, había el rey salido a cazar, y cuando llegada la tarde, entre alegre y rendido por el esfuerzo de la jornada, emprendía con su séquito el regreso al castillo, ya habían empezado a tejerse en el fondo de éste, entre las chuscadas de servidores groseros que entretenían su ocio en torno al fogón, las primeras fibras de la estofa con que el acontecimiento debía tramarse. Bien ajeno a todo cabalgaba el rey; pero su cabalgar taciturno le acercaba paso a paso al único acto de fuerza que cumpliría en su reinado, y para cuya consumación necesitaría reunir el desdichado sus energías todas. Si queremos conocer ese hecho hasta en sus primeros orígenes tendremos que descender, pues, a las cocinas y avenirnos a escuchar allí la conversación llana, tosca y vulgar de la gente menuda. Su punto de arranque había sido el azar de una pregunta envuelta en el bostezo de un pinche: ¿Cuándo comenzaban a guisar la cena? – Eso -fue la respuesta del cocinero-, pregúntaselo al señor mayordomo, que es quien te lo podrá decir. Aunque si escuchas mi consejo, más te valdrá no gastar en averiguarlo arrestos, no sea que no haya luego con qué los repares. -Algunas risas pusieron mohíno al muchacho; pero, animado por ellas, su jefe prosiguió la chanza: – No reírse: él tiene hambre, y pregunta. Di, mozuelo, ¿tienes hambre?
– A nadie le importe si la tengo o no; eso es cuenta mía. Sólo que, como veo que ya se va haciendo noche y estará el rey al llegar…
– Pues ¡bueno! ¡Ahí va la gran noticia! Escucha: hoy no se guisa cena. ¿Qué dices a esto? ¿Qué te parece? ¿Nunca habías oído que todo un rey carezca hasta no tener qué llevarse a la boca? Pues alégrate, que en eso vamos imitando todos al Rey de los Cielos, más glorioso cuanto más pobre. Hoy todos ayunaremos con el rey de Castilla, y ésa será penitencia de nuestros pecados.
– ¿Qué burlas son éstas, señor don caldero? -reconvino desde la puerta la voz grave del herrador-. Por demás triste es el estado a que está llegando el rey, para que hagamos gracias a costa suya.
– Pero ¿creéis vos que me burlo? Le decía a este muchacho que se prepare a ayunar, pues ya tiene años para cumplir el precepto; y le instruyo además con el ejemplo de nuestro Salvador, para que no se le ocurra tener en menos al rey don Enrique viéndole reducido a tanta miseria. ¿De dónde salís vos? He dicho que no hay cena, y no la hay; veras son éstas, que no burlas. Si tanto os pesa, a vos y a otros, y aunque sólo sea para que este chico deje al fin de bostezar, ¿por qué no te acercas tú, Maroto, tú que eres allegado a esa santa casa, por qué no te acercas a las puertas de Su Señoría, a ver si los criados del señor Obispo quieren echarte en una escudilla las sobras del banquete que ayer ofreció su amo? Puedes pedir la limosna en nombre del tuyo: ¿por qué no habría de mendigar el rey de Castilla?
– ¡Buen obispo nos dé Dios! -exclamó el nombrado Maroto. Y luego de una estudiada pausa, comenzó a referir a sus camaradas los pormenores del festín a cuyo servicio había ayudado la víspera. Era mozo trotamundos, sabía hacerse escuchar. Con palabras y gestos, ponderó el lujo del banquete ofrecido a los señores del reino por el prelado, exagerando las pingües vituallas, la gula y el despilfarro. Enseguida -baja la voz y en tono sentencioso- hizo notar que todo aquel glotón desenfreno venía a preludiar el de los corazones: pues los potentados de Castilla se habían reunido a la mesa del obispo don Ildefonso, no tanto para henchir los bandullos hasta quedar ahítos, como para trinchar el reino, desmembrarlo y repartirse sus tajadas, expoliando al Doliente.