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– Cerca ya de los postres empezó el obispo a abordar la cuestión, y todos quedaron pendiente de sus labios. Ya conocéis su arte; es un gran sabio. Y yo, que andaba por allí con librea de la casa, lo miraba sin perder palabra: quien no lo haya oído no podrá imaginar tal maravilla…

– Pero, ¿qué decía? -le interrumpió uno.

– ¿Qué decía? ¡Ah! Yo no me cansaba de mirar su mano, moviéndose ante él como una torcaz que, posada al sol, se esponja y se alisa el plumaje. ¿Y su cara?, ¡qué dignidad! ¿Y aquellas sus palabras, que le salían de la boca espesas y seguidas como las ovejas del redil? Yo, amigos, no le quitaba ojo de encima. Y así, pude notar cuando nadie lo notaba todavía algo que le estaba ocurriendo. Otros no se dieron cuenta; yo, sí: el rebaño de palabras se le agolpó en los labios y, pasado el atascón, volvió a derramarse en desorden hacia fuera, mientras que la mano, con alarma de pájaro sorprendido, se quedaba parada un instante para agitarse luego, inquieta. Nadie se percató, y él pudo seguir su discurso; pero yo no le quitaba la vista; y vi cómo su frente enrojecida manaba gotas de sudor; gotas y más gotas que, empapándole las cejas, le chorreaban como un llanto.

Parecía que fuera a darle un mareo… Hasta que…, ¡zas!, volvió a cortársele el discurso, y esta vez sin disimulo posible; se puso en pie, y aquel rostro siempre bermejo palideció hasta quedar amoratado. Lo miran todos con asombro; y las palabras que ahora está pronunciando, levantado y con lentísima voz, son éstas: "En fin, mis señores: para que mi dignidad no cohíba vuestro juicio ni pese en vuestra decisión, os dejo por un rato en compañía de mis palabras, aunque libres de mi presencia." Y enseguida, empujando atrás la silla, que derribó al salir, escapó del comedor sin atender ruegos. Los criados obligados a seguirle tuvieron que correr -¡correr, sí!- tras Su Eminencia por la galería, hasta su cámara… Cuando, pasado un tiempo, regresó a la sala, ya compuesto, sosegado, pero todavía lívido, le fue imposible reanudar su discurso: los señores habían acabado entretanto con el vino, y el vino a su vez había acabado con los señores.

Maroto guardó silencio, complaciéndose en la impresión que su relato había producido, mientras que sus palabras eran rumiadas por los oyentes. Sólo aquel pinche cuya pregunta sobre la cena abriera la conversación volvió a inquirir ahora por qué Su Señoría había salido del comedor tan intempestivamente. Un coro de carcajadas acogió la perplejidad del muchachote.

– ¡Siempre se han de burlar de mí, por Dios! -profirió, corrido.

Se extinguieron las risas y, sobre ellas, comentó la voz grave del herrador:

– Pues no hay peligro en cambio de que tales accidentes ocurran en esta casa. En cuanto al señor prelado, parece que no escarmienta. Recordad aquella vez, va para tres años, que en plena misa solemne hubo de abandonar el altar, dando lugar a murmuraciones sobre el cumplimiento del ayuno… Pero, en fin, maestro -añadió dirigiéndose ahora al cocinero-, ¿es que nosotros vamos a ayunar sin obligación? Disponed ya lo que deba prepararse y servirse, poco o mucho, que es tarde y don Enrique estará a punto de regresar.

– ¿Lo que ha de servirse? ¿Y qué ha de servirse?… Ven acá, mozuelo -gritó el cocinero a otro muchacho que estaba en un rincón haciendo soga-, ven y declara a quien lo desee oír qué es lo que has conseguido hoy cuando el mayordomo te envió en busca de provisiones.

– Malas palabras es todo lo que traje para casa -contestó el mandadero-: ni carne, ni pan. Y aun quisieron arrojarme las pesas a la cabeza cuando pregunté si acaso la palabra del rey no vale ya una onza de vaca. Plata y no palabras quieren.

Se hizo un silencio. Al cabo, reflexionó alguno:

– A esto teníamos que llegar cualquier día. Enfermo el rey, sin fuerzas para tirar de su alma, cuanto menos para tener en respeto a los malos vasallos que niegan lo que deben y todavía roban lo que no les pertenece, ¿qué otra cosa se podía esperar sino esta ignominia? ¡Pobre de mi señor, que en medio de su reino es un cautivo cargado de cadenas!. Ahí viene ya: cómo me duele que tenga de encontrarse con esto…

En efecto, fuera se estaba oyendo el tropel de los que llegaban y desmontaban en el patio. Subieron, pues, los cazadores al salón, y don Enrique mandó pedir la cena. Este fue el momento en que sus manos toparon con aquellas primeras fibras de la trama, y empezaron a enredarse en ella. Pasaba rato y rato, y la orden del rey no era cumplida. Por tres veces tuvo que reiterarla, displicente, impaciente, irritado, y cuando ya iba a tocar los límites del furor compareció a su presencia el cocinero, demudado, para notificarle: – Señor, no tenemos cena.

– Y ¿cómo así?, ¿qué ocurre? -gritó don Enrique-, ¿dónde está el mayordomo? ¡Que venga inmediatamente! -don Enrique estaba cansado y hambriento; el acento de su cólera tomaba por instantes inflexiones tristísimas, vetas de desolación. Y los hombres de su compañía, que andaban por allá desciñéndose las espuelas, acomodando sacos y zurrones y comentando la jornada, se volvieron al oírlo, prestaron atención y quedaron suspensos.

Ahora el cocinero pretendía explicar: había salido el mayordomo Rodrigo Álvarez con un pequeño destacamento a cobrar como pudiera algo de lo que era debido al rey, y juró al partir que no volvería si no era trayendo dineros… Hizo una pausa, tomó ánimos en la estupefación de don Enrique, y agregó: – Señor: el dinero ya se nos había acabado tiempo ha; hoy se nos acabó también el crédito.

Las miradas todas están puestas en el joven rey: una oleada caliente sube por sus mejillas pálidas hasta los ojos, que se distraen en el campo anochecido, a través de la ventana. Tras larga, penosa expectación, lo ven en fin quitarse la capa y entregarla al cocinero: – Mándala a empeñar, Juan.

Se inclinó el hombre tomando la prenda y dejó a los señores en silenciosa espera. – Toma, corre, ve a empeñar esto -ordenó a un mensajero, no bien hubo bajado a la cocina-; que el rey se desabrigó por fuera para que podamos abrigarnos por dentro. Ve y trueca lana por carne; y Dios quiera no deparárnosla demasiado dura, así tengamos la fiesta en paz.

El muchacho corrió a la ciudad, rodeó las empinadas calles a espaldas de la catedral, y puso la capa en manos de un judío, quien, desplegando la tela, miróla del haz y del revés, preguntó: – ¿Dónde la has hurtado? -y, por último, vuelto de espaldas, sacó de una gaveta una pieza de oro y se la entregó sin añadir palabra…

La cena fue sombría. Callaban todos al comienzo, devorando el guiso que, a prisa, a prisa, había aderezado el cocinero. Pero conforme la salsa, sazonada con romero y tomillo, y el áspero vino de la tierra entonaron los corazones sin disipar el humor sombrío, se comentó con rabiosa amargura el contraste entre la actual pobreza del rey y el fausto insolente de sus grandes vasallos. Los comentarios habían comenzado en voz baja, entre vecinos de mesa; mas pronto se extendieron y cruzaron por encima de la tabla como jarro que se derrama, y los susurros apagados por la ira se fueron elevando al tono vibrante de la indignación. Su luz prestaba, sobre todo, un brillo crudo a los detalles del festín que la víspera se había celebrado en el palacio del obispo don Ildefonso; se aducían con ofendida vehemencia muestras increíbles de disipación, alegría escandalosa y pagano despilfarro.

El rey comía absorto y en silencio. Pero, acabada la cena, se apartó con Ruy Pérez, su montero, y ambos resolvieron preparar un golpe de mano que redujera el poder de los crecidos señores. Para ultimar sin estorbo durante ella los pormenores del plan, se dispuso una nueva salida de caza, con sólo las gentes que el propio Ruy Pérez seleccionaría.

Y así, dos días más tarde partieron antes de rayar el alba los llamados a participar en la conjura, y cabalgaron cosa de legua y media. Mientras los sirvientes iban delante con los perros, atrás los señores, en tropel apretados alrededor del rey, discutían el cómo y cuándo… Concertado, pues, fijado y ajustado con detalle, descabalgaron en un bosquecillo y se agruparon a la sombra de un roble para tomar descanso antes que se emprendiera el ojeo. Ahora, ya que todo estaba dispuesto, se discurría con nervioso regocijo sobre las consecuencias del golpe, que había de restituir al rey un poder "roído por las ratas de la traición", castigando la soberbia y el abuso de los magnates.