Cayó el fraile en un fatigado silencio tras de esta exhortación. Esperaba. Entonces, esa faz que hasta aquel momento había permanecido hundida en el hueco de las manos, se despegó de ellas y comenzó a remontar con pausado vigor. Ahora la mirada planeaba, altanera, por encima de la tonsura brillante, de los mechones canos, del craso cogote del clérigo: fray Miguel se había dejado caer entre tanto sobre una silla, y había quedado ahí desmadejado cual fantoche de feria tras de la función.
– ¡Vamos, pues! -oyó que le ordenaba la voz áspera del rey, negándole descanso.
Al oírla saltó del asiento y, con una ojeada suspicaz, después de breve vacilación, enderezó hacia la puerta sus pasos menudos y ligeros. Las pisadas del caballero siguieron por la galería a las suyas nerviosas, como sigue el cazador al perro.
Llegados a presencia de doña Ana, el fraile se hizo a un lado y el caballero avanzó hasta el centro de la sala, para inclinarse con una reverencia. La princesa aguardaba en pie. Desde el borde de sus hábitos, a ras del suelo, se erguía, inmóvil, su delgada figura: sólo sus manos, concurridas a torturar un finísimo pañuelo, se mostraban en ella inquietas. Ascendió poco a poco la mirada del hombre hasta alcanzar por último el rostro de la dama: halló ahí unos labios delicados que, al apretarse, casi desaparecían en una línea sin color; se distrajo sobre unas facciones tiernas, todavía indecisas, descubrió unos ojos grandes, muy serios; y, al fin, encontró su mirada. Pero no pudo retenerla más de un instante; pues, con titubeo de los párpados, resbaló esa mirada por la cara del varón hasta su barba, se desprendió luego y, ya en el suelo, obstinóse en las polvorientas botas del visitante.
Fray Miguel de los Santos fue quien quebró el silencio.
– Señora -dijo-: he aquí, después de tanto tiempo, a vuestro primo el rey don Sebastián de Portugal, sobre cuya suerte hemos platicado tanto. Por esta visita oculta, llamada a tener tan públicas y solemnes consecuencias, esa suerte viene a enlazar con la vuestra. Pues, señor -añadió, dirigiéndose ahora al caballero-, vuestra majestad sabe bien cuáles son las disposiciones de doña Ana de Austria hacia nuestra justa causa: no otras, sino aquellas que podían esperarse de tan alta princesa, hija del capitán ilustre cuyas hazañas han engrandecido generosamente al mismo rey que os heredó en vida.
– No toméis a descortesía mi silencio, noble dama; atribuidlo más bien a suspensión de mi ánimo ante vuestra vista. Pues cuando este buen fray Miguel, discurriendo por razón de Estado, pidió mi conformidad para concertar nuestros esponsales, no podía imaginar yo belleza tan extremada como prenda de una alianza política. Disculpable sea, pues, mi alegre desconcierto ante vuestra presencia.
– Dejad, señor, semejante galantería; no os creáis obligado para conmigo a esos corteses halagos -respondió ella. Y tras una pausa, dio suavidad y aplomo a su voz para proseguir-: Apenas os veo por vez primera, señor don Sebastián, y ya me parece que nuestra amistad es antigua, hasta el punto de ignorar su propio origen (quizá, pienso, porque éste reside en nuestra sangre común, y es anterior a nosotros mismos). Tanto he oído referir vuestra desventurada aventura, tan familiar me es vuestro destino, que si algo puede sobrecogerme en presencia vuestra es el tener ante los ojos, en carne y hueso, a un personaje de leyenda.
La historia del rey don Sebastián era para mí una historia casi legendaria: antes de que yo naciera ya habíais reinado, y ya os daban por perdido. Cuando alguna de mis azafatas me refería algo de vos (algún detalle pequeñito, cualquier cosa ajena al acontecimiento terrible) yo le preguntaba admirada: "Pero, dime, ¿lo has conocido tú?, ¿tú lo has visto con tus propios ojos?… " Ahora son estos míos quienes pueden ver y están viendo a don Sebastián, y no como el héroe desdichado de Alcazarquivir, sino como un caballero que se acerca a mí usando de galantería, y que me pide ayuda. Esto es algo prodigioso, un portento verdadero: es casi como si, de pronto, se me apareciera el rey don Rodrigo, pidiéndome ayuda para reconquistar su reino…
– Penosa resulta para mí, gentil princesa, la comparación con el rey que perdió a España; penosa, pero justa: pues mi desgracia imitó, en efecto, la del último godo, si bien espero un destino menos inexorable, recuperándome de ella con la mano que vuestra alteza se digna tenderme.
– Disculpad a mi imprudencia la ofensa no voluntaria envuelta en esa comparación. El deseo había adelantado en mi mente el suceso de vuestra restitución al trono y, olvidada de nuestros actuales trabajos, no calculé que pudiera heriros el recuerdo de aquel otro rey que sucumbió sin remedio en circunstancias análogas. Quería pintaros tan sólo cual era la gozosa maravilla de mi alma viendo reaparecer a un héroe que se daba por muerto ya desde antes de mi nacimiento. Pero ¿cómo podríais comprender eso desde vuestra vida, que es una sola y continua a pesar de todas sus diversas crisis, primero en su brillante curso, en el cautiverio luego, después en la peregrinación?… Tendríais que pensar que ésta última parte secreta y oscura llena todos los años de mi vida.
Se quedó callada por un instante. Luego repitió: – ¡Todos los años de mi vida! -La princesa movía la cabeza llena de asombro; sus manos, sosegadas ahora, se levantaron a la altura de la frente y pasaron por las sienes, despacio, las yemas de los dedos. Enseguida, como hablando consigo misma, murmuró-. ¡Qué de años, y qué de padecimientos, de zozobras, de angustias! ¿Habrá habido algún otro rey con semejante tesoro de experiencias? Y pensar que vuestra majestad, señor, que fue rey ya desde el vientre materno, rey antes que hombre, para luego conocer todas las desventuras de los hombres; pensar, señor, que hubierais podido llevar una existencia digna y tranquila, como la de nuestro don Felipe, a quien vuestra pérdida sirvió para aumento pacífico de su grandeza… Entonces, hubierais tenido sin duda, sí, mi respeto, mi amor de pariente, jamás esta participación cordial en vuestro destino, que me conmueve hasta el extremo de querer unirme a él en la desgracia.
– Con estar en presencia vuestra me parece que he llegado al fin de mis males. Dejemos, pues, señora, de recordarlos. Tiempo habrá de que repasemos juntos la dilatada y amarga odisea de mi vida, de que por lo demás, os tiene ya informada, según entiendo, fray Miguel de los Santos. Ahora es más bien ocasión de proveer los medios para que esos males tengan término y que recuperando mis legítimos derechos, vuelva a hallarme, rico de la experiencia que adquirí y pobre de la vida que gasté, allí donde estuvo a punto de privarme de ésta la falta de aquélla.
– Cierto, don Sebastián. Y ahora es vuestra discreción quien instruye a mi inadvertencia. Disculpad que, turbada y confusa con la felicidad de poderos ser útil, me olvide por un momento de lo principal y, pensando en los peligros que habéis pasado, pierda de vista aquellos otros en que estáis ahora, y los que nos quedan hasta coronar nuestra empresa.
– Por coronada puede darse, en verdad, contando con vuestra ayuda. La intervención de vuestra alteza promete ventura.
– Ninguna será tan grande para mí como la de servir a vuestra majestad; y si ahora me causa inquietudes su suerte, tanta mayor recompensa tendré luego en verlo restituido a su justo esplendor.
– También ha de perteneceros, señora, como obra de vuestra magnanimidad. Obra digna en verdad de la hija del caudillo que supo ganar batallas tan gloriosas a favor de un monarca más dado a las atenciones de la covachuela que a los peligros de la guerra, es esta de restituir en su trono a un rey despojado. Para el trono mismo, que no para gobernar una comunidad de monjas, nació la hija de don Juan de Austria; y si no fuese por la aprensión de ofrecer lo que todavía no tengo, querría desde luego pediros que seáis conmigo reina de Portugal.