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– Conseguir el reino es lo que ahora importa: no tenga yo que recordaros lo mismo que hace un instante me recordasteis vos a mí. Ved, pues, señor, qué debo hacer. Disponed, que ya os obedezco.

"¡Que ya os obedezco!", había dicho. "Ved qué debo hacer, que ya os obedezco." El caballero parecía perplejo; callaba. La paz absoluta de aquella sala, con su solería de grandes losetas blancas y negras, su cómoda y el crucifijo de marfil sobre ella, se le había entrado en el alma, y callaba… Pero al fin tuvo que acudir con la respuesta: Nada había que hacer por el momento, sino mantenerse a la espera de los acontecimientos. Arriesgado resultaría menudear las visitas, y además innecesario, dado que, "nuestro buen confesor" se encargaría, como hasta aquí, de mantener el contacto. ¿No era así, padre? -Así era. Fray Miguel asintió con una inclinación de cabeza.

– ¡Entonces!…

Y al percibir un algo entre irritado y desamparado en el acento con que doña Ana, simulando cerrar la entrevista, pedía en esa palabra instrucciones, acudió el fraile desde el rincón en que hasta ese punto se había mantenido, y explicó a la princesa en breves y persuasivas frases algo de lo proyectado: no más tarde que aquella misma noche eran aguardados cinco caballeros portugueses que venían, como los más principales de la nobleza de su país, a reconocer al rey. Una vez que le hubiesen prometido obediencia, ellos serían quienes preparasen el levantamiento del reino y la entronización de don Sebastián, de manera que el rey de España, don Felipe, viniera a encontrarse frente a los hechos consumados, no quedándole otro recurso que reconocer también a aquel cuyo camino hubiera podido estorbar en otro caso…

Y como doña Ana se admirase de esta sospecha, descreyendo en tanta maldad, concluyó el fraile:

– Señora: vuestros cortos años, la eminencia de vuestro nacimiento y la magnanimidad de vuestro corazón se conciertan para haceros ignorar la sólida resistencia de los intereses que, con intrincadísimo tejido, se oponen siempre a cuanta novedad amenace desconcertarlos, por mucho que la justicia pueda abonarla y recomendarla el bien público. No espere vuestra alteza que los derechos del rey don Sebastián han de abrirse paso con sólo declararse; antes bien, deberán seguir tortuosos senderos, caminos desviados, e introducirse por las sutilezas de la astucia para después romper con la fuerza. -Y tras una pausa y una ojeada rápida, furtiva, al rostro conturbado de la princesa, añadió-: La preocupación que ahora, con ser mezquina, nos embarga el ánimo y traba los movimientos es, Ana de mi corazón, ¡afrenta da el decirlo!, la escasez de recursos con que se cuenta para atender a inevitables gastos de la conjura: emisarios, noticias, espías, y algunas otras prevenciones y cautelas.

La dama, que había escuchado medio distraída, decretó, volviendo en sí con un suspiro:

– Hágase todo según vuestro mejor criterio, padre mío; no turbéis más mi alma, harto confusa ya con este grave asunto, y sólo fiada a la autoridad de mi confesor.

Y echando mano a una pequeña alforja de terciopelo azul, extrajo de ella un puñado de joyas, y se las tendió al pretendiente.

– Tomad, querido primo, tomad este oro, y sea muestra de mi fe en vuestro derecho, y de mi confianza en vuestra persona.

Todavía, se sacó un anillo del dedo y lo puso sobre el montoncito de eslabones, sellos y armas reales, cuyos relumbres hacían guiños diabólicos desde el hueco formado por las palmas juntas de las manos varoniles. Concentrados ahí todos sus espíritus vitales, todo el calor de sus venas, el hombre, demudado, creyó estar tocando por vez primera el metal de su realeza; pero, al placer indecible de sentirse rey, se mezclaba la sutil sospecha de alguna superchería que, en parte, lo frustraba.

Con todo, frente al encanto dudoso del poder cuyo símbolo recibía, se alzaba, impotente hasta quitarle el habla, la grande y pura verdad de la doncella que, en un arranque tierno, le hacía entrega de las joyas y, con las joyas, de su propio destino.

Se dobló hasta el suelo, y salió.

Salió lleno de energía nueva, impulsado por la virtud incoercible de aquel talismán que le hacía rebosar de sí mismo. Fray Miguel de los Santos, anonadado, le vio crecerse ante sus ojos con aquella majestad impetuosa que tan conocida le era: aquella misma que, veinte años atrás, había sido perdición de su joven penitente, y cuyo brío aterrador nunca hubiera sospechado en el taciturno protegido que, ahora, con ella, se le revelaba como la verdad de su mentira. Sometiose, pues, sin réplica al tono imperioso de su voz, que exigía acatamiento. Al comprender que se le escapaba la rienda, y que estaba enredado sin remedio en la intriga que él mismo urdiera, no trató siquiera de resistir: se sometió a su arbitrio. Y cuando, llegada la noche, hubo de conducir hasta la posada donde aguardaba el nuevo rey a los caballeros portugueses que venían a traerle la corona de don Sebastián, le faltó presencia de ánimo para asistir al encuentro. Los introdujo a la pieza y permaneció escuchando tras de la entornada puerta. Los murmullos que, desde el otro lado, llegaban hasta sus oídos eran alimento a la ansiedad de su corazón, y régimen de su pulso… La respiración se le cortó al sentir cómo, al cabo de un rato, se henchía la voz regia sobre el turbio rumor de frases entendidas a medias, para exclamar con airada y apremiante calma:

– Miradme bien; miradme de pies a cabeza; escuchad mi acento; estudiadme tanto como conveniente os parezca, y decidme luego: ¿quién soy yo? Decidme: ¿soy yo acaso un falso rey, un impostor? Si estáis pensando eso, mis señores, gritádmelo a la cara ¡Pronto, sin vacilar: gritadlo! Abrid las ventanas; despertad a los vecinos; llamad al pueblo y señaladme con el dedo, acusando: "Este es un impostor que, privando del reino de Portugal al gran Felipe II, se quiere hacer pasar por nuestro rey; éste es un falsario que, lleno de loco atrevimiento, osa presentarse como el rey don Sebastián ante nosotros (amigos, compañeros suyos, que le veíamos a diario, que compartíamos su mesa, que le secundábamos en sus trabajos) pretendiendo imponer su audacia a nuestra estupefacción y forzarnos a reconocerle." ¡Pronto! ¡Hundidme en la infamia, si es que vuestro ánimo alberga la más leve duda! Pero ¡pronto!, decid, señores: ¿quién soy yo?

Reuniendo todas sus energías, fray Miguel de los Santos se precipitó en la cámara al oír las voces del rey, que, ahora, aguardaba, tomada la barba con la mano izquierda, y apoyado en la derecha el codo.

Los caballeros portugueses, sorprendidos e intimidados, cambiaban entre sí miradas irresolutas con una inquietud que la oscilante luz de las bujías exageraba en visajes, mientras que el fraile seguía, lleno de angustia, la muda deliberación de los semblantes. En nombre de todos, dio por último su respuesta el más autorizado.

– Señor, sois el rey -dijo.

– De labios de cada uno de vosotros quiero oírlo.

– El rey sois, señor -repitieron los demás.

– Entonces, amigos, ¿por qué no pronuncian mi nombre vuestros labios? ¿Lo han olvidado acaso?

– El rey don Sebastián, señor; reconozco en vos al rey don Sebastián -proclamó el que primero había hablado, hincando ante él la rodilla y tomándole la mano. Él se la dio a besar.

Tranquilizado, se atrevió ahora a intervenir el fraile; sugirió:

– Señor: estos caballeros desearán sin duda el placer de abrazar a vuestra majestad, en quien recuperan no sólo un rey: un amigo.

No había logrado aquella noche fray Miguel que el sueño sosegara sus pulsos cuando, en horas de la madrugada, recibió recado de doña Ana, que mandaba llamar a su confesor. Él acudió con alarmada premura.

– Aquí me tiene, señora, a su mandado. ¿Qué puede haber ocurrido, de la noche a la mañana, para reclamar mi visita antes que la de la aurora? -y mientras preguntaba así con sonrisa galana, urgían, inquietos, sus ojos una pronta respuesta.