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Pero ella parecía haber perdido al verle toda su prisa, y estar desconcertada, buscando las palabras en el recogido seno de la falda. Cuando las hubo ordenado, puso término a la pausa:

– Perdóneme, padre, si olvidando sus años por mi desvelo, he cortado su descanso con mi llamada. Sea ésta mi disculpa: las horas de la noche se han dilatado y prolongado para retorcer mi conciencia en nudo tan cruel que su daño, superior a mi piedad, corrompía el bálsamo de oraciones con que, una vez y otra, pretendí suavizarlo, y quitaba el sentido a las santas frases que mis labios se esforzaban en pronunciar. No había lugar en mi pecho sino para el tormento de esta duda: si estará bien hecho lo que estoy haciendo, y si este caso del rey don Sebastián será conforme a la voluntad de Dios. Mil veces me he representado vuestras palabras, padre Miguel, y hasta me parecía oírlas de nuevo, con suave persuasión, junto a la almohada. Pero ¿qué ocurre ahora, padre mío, para que vuestro dictamen, que siempre gobernó mi conciencia, no alcance a apaciguarla? En todos los actos de mi vida me he acomodado siempre a vuestro consejo; y ni yo misma conozco mi alma como la conoce su antiguo director. ¿Por qué, en esta ocasión, al tiempo que desea con tanto alborozo seguir su piadosa guía, se siente insegura y atormentada, sin terminar de satisfacer con las razones que le recomiendan lo que tanto ansía? ¿De dónde viene mi gozo? ¿De dónde mi tribulación? ¿Por qué tiemblo de este modo ante lo que estoy anhelando?…

"Padre Migueclass="underline" perdóneme que con tanto apuro le haya hecho venir; la madrugada vuestra es para mí desvelo; vuestra prisa, demora mía. Como confesor os he llamado, en una agonía de mi alma… Ya, ya leo en esa sonrisa indulgente; bien sé cuánto ha hecho por asegurarme, por tranquilizar mi ánimo. Lo sé. Pero ¡hábleme, hábleme de don Sebastián! Dígame: ¿cómo puedo yo estar segura?, ¿cómo voy a saber? Vuestra merced es confesor suyo; tuvo la dicha de conocer el interior de sus pensamientos como conoce los míos propios, cuando todavía tenía él los años que yo tengo, y aún no había sido maltratado por el infortunio. Y luego, vuestra merced ha conversado con él hasta saciarse, le ha escuchado el relato de sus desventuras… No se impaciente, padre mío: cierto es que me ha trasladado ese relato y ha tenido la paciencia de responder a todas mis preguntas, por más que fueran nimias o necias. Pero comprenda; yo misma no he hablado con él sino algunos instantes, y no he podido escuchar de sus labios sino aquellas frases ceremoniosas, fría corteza de cuanto acerca de él sé por referencia vuestra. Y puesto que sólo eso he recibido de él… Piense, padre, que yo soy una princesa, y tengo derecho a saber, tengo derecho a estar segura. Quiero saber, sin duda alguna, que él es en verdad el rey don Sebastián. ¿Cómo puedo alcanzar tal certidumbre? ¡Ay, padre! Quisiera seguir todos sus pasos; y no ya los actuales, sino poder acompañarlo hacia atrás, en su aventura por Europa, hasta adueñarme de cada una de sus penalidades, y acompañarlo al cautiverio; más todavía: retroceder en su compañía al palacio de Lisboa, cuando, lleno de entusiasmo, preparaba la expedición que tan funesta había de serle… Pero estoy desvariando, padre mío: desde la cumbre fría de vuestra edad, esa sonrisa me lo dice. Sí, mis años todos no alcanzan a tan lejanos acontecimientos. Pero ¿no puede acaso remontarse la noticia a donde la memoria no llega y la eternidad entera no se agolpa en el soplo de un alma? El pasado que sus manos hicieron, podemos tocarlo al estrechar sus manos. Saber, estar segura es lo que yo pido. Si pudiera adentrarme en sus pensamientos. ¡Ay en el movimiento de su corazón ha de conocerse su ánimo real! Si él es, como parece y creo, no puede esconder ningún engaño, maldad ninguna; sólo nobleza puede haber en su pecho, y verdad en su boca…"

…Mientras congojas tales ahogaban a doña Ana, y cuando fray Miguel procuraba tranquilizar su agitado corazón, ya el hombre que era causa de ellas se precipitaba desde la cima soberbia de sus pretensiones a la oscuridad de un calabozo. Aquella misma noche habían ido a prenderle en su posada, con oficiales de justicia, bajo acusación de impostura, y se le tomaba la primera declaración indagatoria. Tras ella siguiéronse sin demora las diligencias de trámite, y cuatro días más tarde era ya reo de muerte por delito de traición. Aunque no pudo obtenerse de parte suya confesión alguna, consta por sentencia firme que quien osaba hacerse pasar por el rey don Sebastián era en verdad un pastelero de la villa de Madrigal, llamado allí Gabriel Espinosa.

Llegó el plazo fijado para ejecución de la pena, y él, rechazando toda compañía, prefirió esperar a solas: quiso estar a solas consigo mismo. A solas pasó la noche. La noche pasó; sonó la hora; se oyeron pasos afuera, crujieron los escalones, chirrió un cerrojo, gimió la puerta, y el angosto calabozo se llenó de hombres; le ligaron las manos, lo bajaron al zaguán, lo montaron a lomos de una mula y, bien custodiado, comenzó a avanzar, como en vilo, por entre la multitud, despacio, tieso y oscilante en su cabalgadura, cual máscara solemne en las apresuras de un carnaval, precedido por el redoble del pregonero.

Entró luego la comitiva en la plaza mayor y, abriéndose paso entre el pueblo, se fue acercando al tablado, a la horca: todo discurría con la lentitud extrema de los sueños… Y ya el reo, arrastrando los pies, había subido los escalones del estrado, cuando un revuelo conmovió la plaza. ¿Qué era? ¿Qué sucedía? ¿Qué soplo de qué pulmón gigantesco había soplado sobre las cabezas de la muchedumbre? "¡Es la madre, que llega!", se oyó repetir. Como en volandas, habían traído de Madrigal a la madre del pastelero Gabrielillo Espinosa, que, escondida en el fondo de su casa, se obstinaba en ignorarlo todo. Pero un grupo de aldeanos, entre compasivos y brutales, fueron a sacarla de su madriguera para que presenciara las honras fúnebres de un rey; y la vieja, arrebujada en su manto de viuda, se había dejado llevar sin resistencia. Ahora se la veía aparecer, estúpida, en el hueco de una ventana, frente al patíbulo. "¡Es la madre!", explicaban por todas partes; y, tras el espeso rumor, otra vez silencio. El reo levantó la vista hacia la ventana, e hizo una extraña mueca: unos pensaron que de cínica burla; algunos que de dolor; mientras que otros creyeron interpretar en ella quién sabe qué oscuro mensaje… A lo último, una frase salió de sus labios; dijo como hablando consigo: "¡Pobre don Sebastián, en qué viniste a parar!"

El resto, fue todo muy rápido. Con el aliento contenido de quienes observan al halcón precipitarse sobre su presa y, prendido a ella, vacilar un momento en el espacio, así vio el pueblo cómo el verdugo se mecía en el aire prendido al reo. Mas cuando lo hubo soltado, y dejó ahí, colgando de la horca, aquel flojo muñeco de trapo, hubiérase dicho que la escena toda no había sido otra cosa que una mala broma de cómicos lugareños.

(1947)

El Hechizado

Después de haber pretendido inútilmente en la Corte, el Indio González Lobo -que llegara a España hacia finales de 1679 en la flota de galeones con cuya carga de oro se celebraron las bodas del rey- hubo de retirarse a vivir en la ciudad de Mérida, donde tenía casa una hermana de su padre. Nunca más salió ya de Mérida González Lobo. Acogido con regocijo por su tía doña Luisa Álvarez, que había quedado sola al enviudar poco antes, la sirvió en la administración de una pequeña hacienda, de la que, pasados los años, vendría a ser heredero. Ahí consumió, pues, el resto de su vida. Pasaba el tiempo entre las labranzas y sus devociones, y, por las noches, escribía. Escribió, junto a otros muchos papeles, una larga relación de su vida, donde, a la vuelta de mil prolijidades, cuenta cómo llegó a presencia del Hechizado. A este escrito se refiere la presente noticia.

No se trata del borrador de un memorial, ni cosa semejante: no parece destinado a fundar o apoyar petición ninguna. Diríase más bien que es un relato del desengaño de sus pretensiones. Lo compuso, sin duda, para distraer las veladas de una vejez toda vuelta hacia el pesado, confinada entre los muros del recuerdo, a una edad en que ya no podían despertar emoción, ni siquiera curiosidad, los ecos -que, por lo demás, llegarían a su oído muy amortiguados- de la guerra civil donde, muerto el desventurado Carlos, se estaba disputando por entonces su corona.