Выбрать главу

Tal estudio se encuentra por hacer; y sin su guía no parece aconsejable la publicación de semejante libro, que necesitaría también ir precedido de un cuadro geográfico-cronológico donde quedara trazado el itinerario del viaje -tarea ésta no liviana, si se considera cuánta es la confusión y el desorden con que en sus páginas se entreveran los datos, se alteran las fechas, se vuelve sobre lo andado, se mezcla lo visto con lo oído, lo remoto con lo presente, el acontecimiento con el juicio, y la opinión propia con la ajena.

De momento, quiero limitarme a anticipar esta noticia bibliográfica, llamando de nuevo la atención sobre el problema central que la obra plantea: a saber, cuál sea el verdadero propósito de un viaje cuyas motivaciones quedan muy oscuras, si no oscurecidas a caso hecho, y en qué relación puede hallarse aquel propósito con la ulterior redacción de la memoria. Confieso que, preocupado con ello, he barajado varias hipótesis, pronto desechadas, no obstante, como insatisfactorias. Después de darle muchas vueltas, me pareció demasiado fantástico y muy mal fundado el supuesto de que el Indio González Lobo ocultara una identidad por la que se sintiera llamado a algún alto destino, como descendiente, por ejemplo, de quién sabe qué estirpe nobilísima. En el fondo, esto no aclararía apenas nada. También se me ocurrió pensar si su obra no sería una mera invención literaria, calculada con todo esmero en su aparente desaliño para simbolizar el desigual e imprevisible curso de la vida humana, moralizando implícitamente sobre la vanidad de todos los afanes en que se consume la existencia. Durante algunas semanas me aferré con entusiasmo a esta interpretación, por la que el protagonista podía incluso ser un personaje imaginario; pero a fin de cuentas tuve que resignarme a desecharla: es seguro que la conciencia literaria de la época hubiera dado cauce muy distinto a semejante idea.

Mas no es ahora la ocasión de extenderse en cuestiones tales, sino tan sólo de reseñar el manuscrito y adelantar una apuntación ligera de su contenido.

Hay un pasaje, un largo, interminable pasaje, en que González Lobo aparece perdido en la maraña de la Corte. Describe con encarnizado rigor su recorrer el dédalo de pasillos y antesalas, donde la esperanza se pierde y se le ven las vueltas al tiempo; se ensaña en consignar cada una de sus gestiones, sin pasar por alto una sola pisada. Hojas y más hojas están llenas de enojosas referencias y detalles que nada importan, y que es difícil conjeturar a qué vienen. Hojas y más hojas, están llenas de párrafos por el estilo de éste: «Pasé adelante, esta vez sin tropiezo, gracias a ser bien conocido ya del jefe de la conserjería; pero al pie de la gran escalera que arranca del zaguán -se está refiriendo al Palacio del Consejo de Indias, donde tuvieron lugar muchas de sus gestiones-, encontré cambiada la guardia: tuve, pues, que explicar ahí todo mi asunto como en días anteriores, y aguardar que subiera un paje en averiguación de si me sería permitido el acceso. Mientras esperaba, me entretuve en mirar quiénes recorrían las escaleras, arriba y abajo: caballeros y clérigos, que se saludaban entre sí, que se separaban a conversar, o que avanzaban entre reverencias. No poco tiempo tardó en volver mi buen paje con el recado de que sería recibido por el quinto oficial de la Tercera Secretaría, competente para escuchar mi asunto. Subí tras de un ordenanza, y tomé asiento en la antesala del señor oficial. Era la misma antesala donde hube de aguardar el primer día, y me senté en el mismo banco donde ya entonces había esperado más de hora y media. Tampoco esta vez prometía ser breve la espera; corría el tiempo; vi abrirse y cerrarse la puerta veces infinitas, y varias de ellas salir y entrar al propio oficial quinto, que pasaba por mi lado sin dar señales de haberme visto, ceñudo y con la vista levantada. Acerquéme, en fin, cansado de aguardar, al ordenanza de la puerta para recordarle mi caso. El buen hombre me recomendó paciencia; pero, porque no la acabara de perder, quiso hacerme pasar de allí a poco, y me dejó en el despacho mismo del señor oficial, que no tardaría mucho en volver a su mesa. Mientras venía o no, estaba yo pensando si recordaría mi asunto, y si acaso no volvería a remitirme con él, como la vez pasada, a la Secretaría de otra Sección del Real Consejo. Había sobre la mesa un montón de legajos, y las paredes de la pieza estaban cubiertas de estanterías, llenas también de carpetas. En el testero de la sala, sobre el respaldo del sillón del señor oficial, se veía un grande y no muy buen retrato del difunto rey don Felipe IV. En una silla, junto a la mesa, otro montón de legajos esperaba su turno. Abierto, lleno de espesa tinta, el tintero de estaño aguardaba también al señor oficial quinto de Secretaría… Pero aquella mañana ya no me fue posible conversar con él, porque entró al fin muy alborotado en busca de un expediente, y me rogó con toda cortesía que tuviera a bien excusarle, que tenía que despachar con Su Señoría, y que no era libre de escucharme en aquel momento.»

Incansablemente, diluye su historia el Indio González en pormenores semejantes, sin perdonar día ni hora, hasta el extremo de que, con frecuencia, repite por dos, tres, y aun más veces, en casi iguales términos, el relato de gestiones idénticas, de manera tal que sólo en la fecha se distinguen; y cuando el lector cree haber llegado al cabo de una jornada penosísima, ve abrirse ante su fatiga otra análoga, que deberá recorrer también paso a paso, y sin más resultado que alcanzar la siguiente. Bien hubiera podido el autor excusar el trabajo, y dispensar de él a sus lectores, con sólo haber consignado, si tanto importaba a su intención, el número de vistas que tuvo que rendir a tal o cual oficina, y en qué fechas. ¿Por qué no lo hizo así? ¿Le procuraba acaso algún raro placer el desarrollo del manuscrito bajo su pluma con un informe crecimiento de tumor, sentir cómo aumentaba su volumen amenazando cubrir con la longitud del relato la medida del tiempo efectivo a que se extiende? ¿Qué necesidad teníamos, si no, de saber que eran cuarenta y seis los escalones de la escalera del palacio del Santo Oficio, y cuántas ventanas se alineaban en cada una de sus fachadas?

Quien está cumpliendo con probidad la tarea que se impuso a sí propio: recorrer entero el manuscrito, de arriba abajo, línea por línea y sin omitir un punto, experimenta no ya un alivio, sino emoción verdadera, cuando, sobre la marcha, su curso inicia un giro que nada parecía anunciar y que promete perspectivas nuevas a una atención ya casi rendida al tedio. «Al otro día, domingo, me fui a confesar con el doctor Curtius», ha leído sin transición ninguna. La frase salta desde la lectura maquinal, como un relumbre en la apagada, gris arena… Pero si el tierno temblor que irradia esa palabra, confesión, alentó un momento la esperanza de que el relato se abriera en vibraciones íntimas, es sólo para comprobar cómo, al contrario, la costra de sus retorcidas premiosidades se autoriza ahora con el secreto del sacramento. Pródigo siempre en detalles, el autor sigue guardando silencio sobre lo principal. Hemos cambiado de escenario, pero no de actitud. Vemos avanzar la figura menuda de González Lobo, que sube, despacio, por el centro de la amplísima escalinata, hacia el pórtico de la iglesia; la vemos detenerse un momento, a su costado, para sacar una moneda de su escarcela y socorrer a un mendigo. Más aún: se nos hace saber con exactitud ociosa que se trata de un viejo paralítico y ciego, cuyos miembros se muestran agarrotados en duros vendajes sin forma. Y todavía añade González una larga digresión, lamentándose de no poseer medios bastantes para aliviar la miseria de los demás pobres instalados, como una orla de podredumbre, a lo largo de las gradas…