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Por fin, la figura del Indio se pierde en la oquedad del atrio. Ha levantado la pesada cortina; ha entrado en la nave, se ha inclinado hasta el suelo ante el altar mayor. Luego se acerca al confesionario. En su proximidad, aguarda, arrodillado, a que le llegue el turno. ¿Cuántas veces han pasado por entre las yemas de sus dedos las cuentas de su rosario, cuando, por último, una mano blanca y gorda le hace señas desde lo oscuro para que se acerque al Sagrado Tribunal? -González Lobo consigna ese gesto fugaz de la mano blanqueando en la sombra; ha retenido igualmente a lo largo de los años la impresión de ingrata dureza que causaron en su oído las inflexiones teutónicas del confesor y, pasado el tiempo, se complace en consignarla también. Pero eso es todo. «Le besé la mano, y me fui a oír la santa misa junto a una columna.»

Desconcierta -desconcierta e irrita un poco- ver cómo, tras una reserva tan cerrada, se extiende luego a ponderar la solemnidad de la misa: la pureza desgarradora de las voces juveniles que, desde el coro, contestaban, «como si, abiertos los cielos, cantasen ángeles la gloria del Resucitado», a los graves latines del altar. Eso, las frases y cantos litúrgicos, el brillo de la plata y del oro, la multitud de las luces, y las densas volutas de incienso ascendiendo por delante del retablo, entre columnatas torneadas y cubiertas de yedra, hacia las quebradas cupulillas, todo eso, no era entonces novedad mayor que hoy, ni ocasión de particular noticia. Con dificultad nos convenceríamos de que el autor no se ha detenido en ello para disimular la omisión de lo que personalmente le concierne, para llenar mediante ese recurso el hiato entre su confesión -donde sin duda alguna hubo de ingerirse un tema profano- y la vista que a la mañana siguiente hizo, invocando el nombre del doctor Curtius, a la Residencia de la Compañía de Jesús. «Tiré de la campanilla -dice, cuando nos ha llevado ante la puerta-, y la oí sonar más cerca y más fuerte de lo que esperaba.»

Es, de nuevo, la referencia escueta de un hecho nimio. Pero tras ella quiere adivinar el lector, enervado ya, una escena cargada de tensión: vuelve a representarse la figura, cetrina y enjuta, de González Lobo, que se acerca a la puerta de la Residencia con su habitual parsimonia, con su triste, lentísimo continente impasible; que, en llegando a ella, levanta despacio la mano hasta el pomo del llamador. Pero esa mano, fina, larga, pausada, lo agarra y tira de él con una contracción violenta, y vuelve a soltarlo en seguida. Ahora, mientras el pomo oscila ante sus ojos indiferentes, él observa que la campanilla estaba demasiado cerca y que ha sonado demasiado fuerte.

Pero, en verdad, no dice nada de esto. Dice: «Tiré de la campanilla, y la oí sonar más cerca y más fuerte de lo que esperaba. Apenas apagado su estrépito, pude escuchar los pasos del portero, que venía a abrirme, y que, enterado de mi nombre, me hizo pasar sin demora.» En compañía suya, entra el lector a una sala, donde aguardará González, parado junto a la mesa. No hay en la sala sino esa mesita, puesta en el centro, un par de sillas, y un mueble adosado a la pared, con un gran crucifijo encima. La espera es larga. Su resultado, éste: «No me fue dado ver al Inquisidor General en persona. Pero, en nombre suyo, fui remitido a casa de la baronesa de Berlips, la misma señora conocida del vulgo por el apodo de La Perdiz, quien, a mi llegada, tendría información cumplida de mi caso, según me aseguraron. Mas pronto pude comprobar -añade- que no sería cosa llana entrar a su presencia. El poder de los magnates se mide por el número de los pretendientes que tocan a sus puertas, y ahí, todo el patio de la casa era antesala.»

De un salto, nos transporta el relato desde la Residencia jesuítica -tan silenciosa que un campanillazo puede caer en su vestíbulo como una piedra en un pozo- hasta un viejo palacio, en cuyo patio se aglomera, bullicioso, un hervidero de postulantes, afanados en el tráfico de influencias, solicitud de exenciones, compra de empleos, demanda de gracia o gestión de privilegios. «Me aposté en un codo de la galería y mientras duraba mi antesala, divertíame en considerar tanta variedad de aspectos y condiciones como allí concurrían, cuando un soldado, poniéndome la mano en el hombro, me preguntó de dónde era venido y a qué. Antes de que pudiera responderle nada, se me adelantó a pedir excusas por su curiosidad, pues que lo dilatado de la espera convidaba a entretener de alguna manera el tiempo, y el recuerdo de la patria es siempre materia de grata plática. Él, por su parte, me dijo ser natural de Flandes, y que prestaba servicio al presente en las guardias del Real Palacio, con la esperanza de obtener para más adelante un puesto de jardinero en sus dependencias; que esta esperanza se fundaba y sostenía en el valimiento de su mujer, que era enana del rey y que tenía dada ya más de una muestra de su tino para obtener pequeñas mercedes. Se me ocurrió entonces, mientras lo estaba oyendo, si acaso no sería aquél buen atajo para llegar más pronto al fin de mis deseos; y así, le manifesté cómo éstos no eran otros sino el de besar los pies a Su Majestad; pero que, forastero en la Corte y sin amigos, no hallaba medio de arribar a su Real persona. Mi ocurrencia -agrega- se acreditó feliz, pues, acercándoseme a la oreja, y después de haber ponderado largamente el extremo de su simpatía hacia mi desamparo y su deseo de servirme, vino a concluir que tal vez su mentada mujer -que lo era, según me tenía dicho, la enana doña Antoñita Núñez, de la Cámara del Rey- pudiera disponer el modo de introducirme a su alta presencia; y que sin duda querría hacerlo, supuesto que yo me la supiese congraciar y moviera su voluntad con el regalo del cintillo que se veía en mi dedo meñique.»

Las páginas que siguen a continuación son, a mi juicio, las de mayor interés literario que contiene el manuscrito. No tanto por su estilo, que mantiene invariablemente todos sus caracteres: una caída arcaizante, a veces precipitación chapucera, y siempre esa manera elusiva donde tan pronto cree uno edificar los circunloquios de la prosa oficialesca, tan pronto los sobreentendidos de quien escribe para propio solaz, sin consideración a posibles lectores; no tanto por el estilo, digo, como por la composición, en que González Lobo parece haberse esmerado. El reino se remansa aquí, pierde su habitual sequedad, y hasta parece retozar con destellos de insólito buen humor. Se complace González en describir el aspecto y maneras de doña Antoñita, sus palabras y silencios, a lo largo de la curiosa negociación.

Si estas páginas no excedieran ya los límites de lo prudente, reproduciría el pasaje íntegro. Pero la discreción me obliga a limitarme a una muestra de su temperamento. «En esto -escribe-, dejó el pañuelo y esperó, mirándome, a que lo alzara. Al bajarme para levantarlo vi reír sus ojillos a la altura de mi cabeza. Cogió el pañuelo que yo le entregaba, y lo estrujó entre los diminutos dedos de una mano adornada ya con mi cintillo. Diome las gracias, y sonó su risa como una chirimía; sus ojos se perdieron y, ahora, apagado su rebrillo, la enorme frente era dura y fría como piedra.»

Sin duda, estamos ante un renovado alarde de minuciosidad; pero ¿no se advierte ahí una inflexión divertida, que, en escritor tan apático, parece efecto de la alegría de quien, por fin, inesperadamente, ha descubierto la salida del laberinto donde andaba perdido y se dispone a franquearla sin apuro? Han desaparecido sus perplejidades, y acaso disfruta en detenerse en el mismo lugar de que antes tanto deseaba escaparse.

De aquí en adelante el relato pierde su acostumbrada pesadumbre y, como si replicase al ritmo de su corazón, se acelera sin descomponer el paso. Lleva sobre sí la carga del abrumador viaje, y en los incontables folios que encierran sus peripecias, desde aquella remota misa en las cumbres andinas hasta este momento en que va a comparecer ante Su Majestad Católica, parecen incluidas todas las experiencias de una vida.