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Y ya tenemos al Indio González Lobo en compañía de la enana doña Antoñita camino del Alcázar. A su lado siempre, atraviesa patios, cancelas, portales, guardias, corredores, antecámaras. Quedó atrás la Plaza de Armas, donde evolucionaba un escuadrón de caballería; quedó atrás la suave escalinata de mármol; quedó atrás la ancha galería, abierta a la derecha sobre un patio, y adornada a la izquierda la pared con el cuadro de una batalla famosa, que no se detuvo a mirar, pero del que le quedó en los ojos la apretada multitud de las compañías de un tercio que, desde una perspectiva bien dispuesta, se dirigía, escalonadas en retorcidas filas, hacia la alta, cerrada, defendida ciudadela… Y ahora la enorme puerta cuyas dos hojas de roble se abrieron ante ellos en llegando a lo alto de la escalera, había vuelto a cerrarse a sus espaldas. Las alfombras acallaban sus pasos, imponiéndoles circunspección, y los espejos adelantaban su vista hacia el interior de desoladas estancias sumidas en penumbra.

La mano de doña Antoñita trepó hasta la cerradura de una lustrosa puerta, y sus dedos blandos se adhirieron al reluciente metal de la empuñadura, haciéndola girar sin ruido. Entonces, de improviso, González Lobo se encontró ante el Rey.

«Su Majestad -nos dice- estaba sentado en un grandísimo sillón, sobre un estrado, y apoyaba los pies en un cojín de seda color tabaco, puesto encima de un escabel. A su lado, reposaba un perrillo blanco.» Describe -y es asombroso que en tan breve espacio pudiera apercibirse así de todo, y guardarlo en el recuerdo- desde sus piernas flacas y colgantes hasta el lacio, descolorido cabello. Nos informa de cómo el encaje de Malinas que adornaba su pecho estaba humedecido por las babas infatigables que fluían de sus labios; nos hace saber que eran de plata las hebillas de sus zapatos, que su ropa era de terciopelo negro. «El rico hábito de que Su Majestad estaba vestido -escribe González- despedía un fuerte hedor a orines; luego he sabido la incontinencia que le aquejaba.» Con igual simplicidad imperturbable sigue puntualizando a lo largo de tres folios todos los detalles que retuvo su increíble memoria acerca de la cámara, y del modo como estaba alhajada. Respecto de la visita misma, que debiera haber sido, precisamente, lo memorable para él, sólo consigna estas palabras, con las que, por cierto, pone término a su dilatado manuscrito: «Viendo en la puerta a un desconocido, se sobresaltó el canecillo, y Su Majestad pareció inquietarse. Pero al divisar luego la cabeza de su Enana, que se me adelantaba y me precedía, recuperó su actitud de sosiego. Doña Antoñita se le acercó al oído, y le habló algunas palabras. Su Majestad quiso mostrarme benevolencia, y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomársela saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando, y distrajo su Real atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad, y me retiré en respetuoso silencio.»

(1944)

El Inquisidor

¡Qué regocijo!, ¡qué alborozo! ¡Qué músicas y cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de virtudes y ciencia sumas, habiendo conocido al fin la luz de la verdad, prestaba su cabeza al agua del bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.

Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólo una cosa hubo de lamentar el antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de su corazón: que a su mujer, la difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse el bien de que participaban con él, en cambio, felizmente, Marta, su hija única, y los demás familiares de su casa, bautizados todos en el mismo acto con mucha solemnidad. Esa era su espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí, también!- la dudosa suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores, línea ilustre que él había reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones de hombres religiosos, doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no habían sabido reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja, derogada Ley.

Preguntábase el cristiano nuevo en méritos de qué se le había otorgado a su alma una gracia tan negada a ellos, y por qué designio de la Providencia, ahora, al cabo de casi los mil y quinientos años de un duro, empecinado y mortal orgullo, era él, aquí, en esta pequeña ciudad de la meseta castellana -él sólo, en toda su dilatada estirpe- quien, después de haber regido con ejemplaridad la venerable sinagoga, debía dar este paso escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba en la senda de salvación. Desde antes, desde bastante tiempo antes de declararse converso, había dedicado horas y horas, largas horas, horas incontables, a estudiar en términos de Teología el enigma de tal destino. No logró descifrarlo. Tuvo que rechazar muchas veces como pecado de soberbia la única solución plausible que le acudía a las mientes, y sus meditaciones le sirvieron tan sólo para persuadirlo de que tal gracia le imponía cargas y le planteaba exigencias proporcionadas a su singular magnitud; de modo que, por lo menos, debía justificarla a posterior¿ con sus actos. Claramente comprendía estar obligado para con la Santa Iglesia en mayor medida que cualquier otro cristiano. Dio por averiguado que su salvación tenía que ser fruto de un trabajo muy arduo en pro de la fe; y resolvió -como resultado feliz y repentino de sus cogitaciones- que no habría de considerarse cumplido hasta no merecer y alcanzar la dignidad apostólica allí mismo, en aquella misma ciudad donde había ostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de todas las almas.

Ordenóse, pues, de sacerdote, fue a la Corte, estuvo en Roma y, antes de pasados ocho años, ya su sabiduría, su prudencia, su esfuerzo incansable, le proporcionaron por fin la mitra de la diócesis desde cuya sede episcopal serviría a Dios hasta la muerte. Lleno estaba de escabrosísimos pasos -más, tal vez, de lo imaginable- el camino elegido; pero no sucumbió; hasta puede afirmarse que ni siquiera llegó a vacilar por un instante. El relato actual corresponde a uno de esos momentos de prueba. Vamos a encontrar al obispo, quizás, en el día más atroz de su vida. Ahí lo tenemos, trabajando, casi de madrugada. Ha cenado muy poco: un bocado apenas, sin levantar la vista de sus papeles. Y empujando luego el cubierto a la punta de la mesa, lejos del tintero y los legajos, ha vuelto a enfrascarse en la tarea. A la punta de la mesa, reunidos aparte, se ven ahora la blanca hogaza de cuyo canto falta un cuscurro, algunas ciruelas en un plato, restos en otro de carne fiambre, la jarrita del vino, un tarro de dulce sin abrir… Como era tarde, el señor obispo había despedido al paje, al secretario, a todos, y se había servido por sí mismo su colación. Le gustaba hacerlo así; muchas noches solía quedarse hasta muy tarde, sin molestar a ninguno. Pero hoy, difícilmente hubiera podido soportar la presencia de nadie; necesitaba concentrarse, sin que nadie lo perturbara, en el estudio del proceso. Mañana mismo se reunía bajo su presidencia el Santo Tribunal; esos desgraciados, abajo, aguardaban justicia, y no era él hombre capaz de rehuir o postergar el cumplimiento de sus deberes, ni de entregar el propio juicio a pareceres ajenos: siempre, siempre, había examinado al detalle cada pieza, aun mínima, de cada expediente, había compulsado trámites, actuaciones y pruebas, hasta formarse una firme convicción y decidir, inflexiblemente, con arreglo a ella. Ahora, en este caso, todo lo tenía reunido ahí, todo estaba minuciosamente ordenado y relatado ante sus ojos, folio tras folio, desde el comienzo mismo, con la denuncia sobre el converso Antonio Maria Lucero, hasta los borradores para la sentencia que mañana debía dictarse contra el grupo entero de judaizantes complicados en la causa. Ahí estaba el acta levantada con la detención de Lucero, sorprendido en el sueño y hecho preso en medio del consternado revuelo de su casa; las palabras que había dejado escapar en el azoramiento de la situación -palabras, por cierto, de significado bastante ambiguo- ahí constaban. Y luego, las sucesivas declaraciones, a lo largo de varios meses de interrogatorios, entrecortada alguna de ellas por los ayes y gemidos, gritos y súplicas del tormento, todo anotado y transcrito con escrupulosa puntualidad. En el curso del minucioso procedimiento, en las diligencias premiosas e innumerables que se siguieron, Lucero había negado con obstinación irritante; había negado, incluso, cuando le estaban retorciendo los miembros en el potro. Negaba entre imprecaciones; negaba entre imploraciones, entre lamentos; negaba siempre. Mas -otro, acaso, no lo habría notado; a él ¿cómo podía escapársele?- se daba buena cuenta el obispo de que esas invocaciones que el procesado había proferido en la confusión del ánimo, entre tinieblas, dolor y miedo, contenían a veces, sí, el santo nombre de Dios envuelto en aullidos y amenazas; pero ni una sola apelaban a Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen o los Santos, de quienes, en cambio, tan devoto se mostraba en circunstancias más tranquilas…