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Al repasar ahora las declaraciones obtenidas mediante el tormento -diligencia ésta que, en su día, por muchas razones, se creyó obligado a presenciar el propio obispo- acudió a su memoria con desagrado la mirada que Antonio María, colgado por los tobillos, con la cabeza a ras del suelo, le dirigió desde abajo. Bien sabía él lo que significaba aquella mirada: contenía una alusión al pasado, quería remitirse a los tiempos en que ambos, el procesado sometido a tortura y su juez, obispo y presidente del Santo Tribunal, eran aún judíos; recordarle aquella ocasión ya lejana en que el orfebre, entonces un mozo delgado, sonriente, se había acercado respetuosamente a su rabino pretendiendo la mano de Sara, la hermana menor de Rebeca, todavía en vida, y el rabino, después de pensarlo, no había hallado nada en contra de ese matrimonio, y había celebrado él mismo las bodas de Lucero con su cuñada Sara. Sí, eso pretendían recordarle aquellos ojos que brillaban a ras del suelo, en la oscuridad del sótano, obligándole a hurtar los suyos; esperaban ayuda de una vieja amistad y un parentesco en nada relacionados con el asunto de autos. Equivalía, pues, esa mirada a un guiño indecente, de complicidad, a un intento de soborno; y lo único que conseguía era proporcionar una nueva evidencia en su contra, pues ¿no se proponía acaso hablar y conmover en el prelado que tan penosamente se desvelaba por la pureza de la fe al judío pretérito de que tanto uno como otro habían ambos abjurado?

Bien sabía esa gente, o lo suponían -pensó ahora el obispo- cuál podía ser su lado flaco, y no dejaban de tantear, con sinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No había intentado, ya al comienzo -y ¡qué mejor prueba de su mala conciencia! ¡qué confesión más explícita de que no confiaban en la piadosa justicia de la Iglesia!-, no habían intentado blandearlo por la mediación de Marta, su hijita, una criatura inocente, puesta así en juego?… Al cabo de tantos meses, de nuevo suscitaba en él un movimiento de despecho el que así se hubieran atrevido a echar mano de lo más respetable: el candor de los pocos años. Disculpada por ellos, Marta había comparecido a interceder ante su padre en favor del Antonio María Lucero, recién preso entonces por sospechas. Ningún trabajo costó establecer que lo había hecho a requerimientos de su amiga de infancia y -torció su señoría el gesto- prima carnal, es cierto, por parte de madre, Juanita Lucero, aleccionada a su vez, sin duda, por los parientes judíos del padre, el converso Lucero, ahora sospechoso de judaizar. De rodillas, y con palabras quizás aprendidas, había suplicado la niña al obispo. Una tentación diabólica; pues, ¿no son, acaso, palabras del Cristo: El que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí?

En alto la pluma, y perdidos los ojos miopes en la penumbrosa pared de la sala, el prelado dejó escapar un suspiro de la caja de su pecho: no conseguía ceñirse a la tarea; no podía evitar que la imaginación se le huyera hacia aquella su hija única, su orgullo y su esperanza, esa muchachita frágil, callada, impetuosa, que ahora, en su alcoba, olvidada del mundo, hundida en el feliz abandono del sueño, descansaba, mientras velaba él arañando con la pluma el silencio de la noche. Era -se decía el obispo- el vástago postrero de aquella vieja estirpe a cuyo dignísimo nombre debió él hacer renuncia para entrar en el cuerpo místico de Cristo, y cuyos últimos rastros se borrarían definitivamente cuando, llegada la hora, y casada -si es que alguna vez había de casarse- con un cristiano viejo, quizás ¿por qué no? de sangre noble, criara ella, fiel y reservada, laboriosa y alegre, una prole nueva en el fondo de su casa… Con el anticipo de esta anhelada perspectiva en la imaginación, volvió el obispo a sentirse urgido por el afán de preservar a su hija de todo contacto que pudiera contaminarla, libre de acechanzas, aparte; y, recordando cómo habían querido valerse de su pureza de alma en provecho del procesado Lucero, la ira le subía a la garganta, no menos que si la penosa escena hubiera ocurrido ayer mismo. Arrodillada a sus plantas, veía a la niña decirle: «Padre: el pobre Antonio María no es culpable de nada; yo, padre -¡ella! ¡la inocente!-, yo, padre, sé muy bien que él es bueno. ¡Sálvalol» Sí, que lo salvara. Como si no fuera eso, eso precisamente, salvar a los descarriados, lo que se proponía la Inquisición… Aferrándola por la muñeca, averiguó en seguida el obispo cómo había sido maquinada toda la intriga, urdida toda la trama: señuelo fue, es claro, la afligida Juanica Lucero; y todos los parientes, sin duda, se habían juntado para fraguar la escena que, como un golpe de teatro, debería, tal era su propósito, torcer la conciencia del dignatario con el sutil soborno de las lágrimas infantiles. Pero está dicho que si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de ti. El obispo mandó a la niña, como primera providencia, y no para castigo sino más bien por cautela, que se recluyera en su cuarto hasta nueva orden, retirándose él mismo a cavilar sobre el significado y alcance de este hecho: su hija que comparece a presencia suya y, tras haberle besado el anillo y la mano, le implora a favor de un judaizante; y concluyó, con asombro, de allí a poco, que, pese a toda su diligencia, alguna falla debía tener que reprocharse en cuanto a la educación de Marta, pues que pudo haber llegado a tal extremo de imprudencia.

Resolvió entonces despedir al preceptor y maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé Pérez que con tanto cuidado había elegido siete años antes y del que, cuando menos, podía decirse ahora que había incurrido en lenidad, consintiendo a su pupila el tiempo libre para vanas conversaciones y una disposición de ánimo proclive a entretenerse en ellas con más intervención de los sentimientos que del buen juicio.

El obispo necesitó muchos días para aquilatar y no descartar por completo sus escrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en los cuidados de su diócesis, había dejado que se le metiera el mal en su propia casa, y se clavara en su carne una espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó de nuevo su conducta. ¿Había cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero que hizo cuando Nuestro Señor le quiso abrir los ojos a la verdad, y las puertas de su Iglesia, fue buscar para aquella triste criatura, huérfana por obra del propio nacimiento, no sólo amas y criadas de religión irreprochable, sino también un preceptor que garantizara su cristiana educación. Apartarla en lo posible de una parentela demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún varón exento de toda sospecha en punto a doctrina y conducta, tal había sido su designio. El antiguo rabino buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a un hombre sabio y sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de labradores, campesino que sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido en el pegujal sobre el que sus ascendientes vivieron doblados, había salido de la aldea y, por entonces, se desempeñaba, discreto y humilde -tras haber adquirido eminencia en letras sagradas-, como coadjutor de una parroquia que proporcionaba a sus regentes más trabajo que frutos. Conviene decir que nada satisfacía tanto en él al ilustre converso como aquella su simplicidad, el buen sentido y el llano aplomo labriego, conservados bajo la ropa talar como un núcleo indestructible de alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su intención, tres largas pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido sin alarde, razonador sin sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia. En labios del Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y luego, sus cariñosos ojos claros prometían para la párvula el trato bondadoso y la ternura de corazón que tan familiar era ya entre los niños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin, el Dr. Pérez la propuesta del ilustre converso después que ambos de consuno hubieron provisto al viejo párroco de otro coadjutor idóneo, y fue a instalarse en aquella casa donde con razón esperaba medrar en ciencia sin mengua de la caridad; y, en efecto, cuando su patrono recibió la investidura episcopal, a él, por influencia suya, le fue concedido el beneficio de una canonjía. Entre tanto, sólo plácemes suscitaba la educación religiosa de la niña, dócil a la dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía explicarse esto?, se preguntaba el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a revelar ahora lo ocurrido en tan cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no habría estado lo malo, precisamente, en aquello -se preguntaba- que él, quizás con error, con precipitación, estimara como la principal ventaja: en la seguridad confiada y satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de la fe? Y aun pareció confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible, casi diríase aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él le llamó a su presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad impenetrable, le había llamado; le había dicho: «Óigame, doctor Pérez; vea lo que acaba de ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija…» Y le contó la escena sumariamente. El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño; luego, con semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: «Cosas, señor, de un alma generosa»; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del obispo lo habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y, en seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él -para colmo de escándalo- le había dicho, se había atrevido a preguntarle: «Y su señoría… ¿no piensa escuchar la voz de la inocencia?» El obispo -tal fue su conmoción- prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara -¡sería demasiada audacia!-, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito, indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar, pensó: ¡bruto) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los peligros. Si por esta gente fuera -pensó- ya podía perderse la religión: veían crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo, sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales' paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le había llevado a él -y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis- al puesto de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su tío-abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería, habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que, desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma, dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia verdadera, con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en zalemas… Así también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en toda España, de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo podía explicarse por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en la que siempre habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de sus enemigos, en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lo había hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que conocía el campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se dejaba engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había sorprendido, los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a cruzar miradas de espanto -un espanto lleno, sin duda, de respeto, de admiración y reconocimiento, pero espanto al fin- por el rigor implacable que su prelado desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había expresado en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad depuradora de su Pastor?