Una vez más, el anciano volvió a extender la vista sobre la tierra indiferente, y luego, ya con lenta andadura, vadeó el río y se internó en un encinar, buscando descanso a sus fatigados huesos. Recostado contra un árbol, lloró entonces la muerte de don Pedro. El abrazo fratricida, que había tenido suspensos en la sala del castillo a los séquitos de ambos reyes, fue para él anticipo de la propia agonía; y ahora, llorando a su señor, se lloraba a sí mismo.
¡Veinte años, ay, en continua lucha! Veinte años, y recordaba los comienzos de este reinado desastroso mejor aún que su turbio final, acaecido la noche antes. ¡Veinte años! El fuerte rey don Alfonso había caído en medio de su poderío: sitiaba la plaza de Gibraltar, cuando la peste rindió la fortaleza de su cuerpo, derribando alevosamente a aquel gigante de brazo invicto. Y él, don Juan Alfonso, ayo del infante real, y ya gobernador del campo en los últimos días de la calentura del rey, tomaba providencias y disponía el traslado a Sevilla de sus restos mortales. ¡Bien que la inquietud le había rondado el alma con la oscura pertinacia de un tábano durante el ajetreo de las primeras disposiciones y a lo largo de las tristes jornadas, cuando la comitiva emprendió el camino a la Corte, a través de Andalucía, por entre olivares, acompañados siempre, día y noche, por el agrio chirrido de las chicharras! Del campo de Gibraltar a Sevilla, tuvo tiempo don Juan Alfonso de rumiar sus aprensiones y de instruir al regio pupilo en los peligros que sentía sobre su cargado corazón. Tras el féretro adornado con el pendón y seguido por el corcel del rey difunto, cabalgaba él junto al nuevo rey, don Pedro, y le daba sus consejos.
– Nada son, hijo y señor mío -le decía-, los trabajos de la guerra que ya han conocido tus cortos años, comparados con los que te esperan en el gobierno. Rey adulto, ha de mostrar debilidad para que alguien se atreva a desacatarlo; pero el rey mozo tiene que acreditar su vigor para que no se atrevan. Tanto más, si los que están en condiciones de hacerlo son poderosos, y de su propia sangre.
– ¿De los bastardos hablas, Juan Alfonso? -había replicado don Pedro-. Yo les haré sentir que soy el rey.
– Más te valiera hacerles notar que eres su hermano -observó el ayo con aire grave-. Y quiero que sepas cuáles fueron las palabras con que tu padre me encomendó…
– Pero ¿no soy el rey acaso?
– Lo eres. Mas, por el ímpetu de tu sangre has de calcular el de la suya.
– Sabré domarlo, te lo prometo.
– Energía no te falta, hijo; ya lo sé. Pero quizá faltan años a tu prudencia. De ese gran señor que ahí llevamos a enterrar has de aprenderla.
– ¿Fue prudencia entonces llenar el reino de hijos bastardos, alimentados y crecidos en la envidia hacia un hermano más joven, al que odiaban ya en el vientre de su madre?
– ¡Ay, don Pedro, que en los pechos de la tuya mamaste tú el odio hacia los hijos de doña Leonor!. ¡Ay, desventurado don Pedro, que la pasión no te deja medir las palabras ni las ocasiones!
– Pero, dime, ¿por qué hablas de prudencia?, ¿es que eso fue prudencia? Dímelo, así Dios me perdone…
Cabalgaron un trecho con las cabezas bajas, más por el peso de sus pensamientos que por el castigo del sol, que ya remontaba en el cielo. Pasado un buen rato, volvió el ayo a tomar la palabra:
– Quizá sea mucho atrevimiento mío el de amonestar a quien es ya mi rey. Pero lo hago, hijo, por obedecer al que ahora está muerto; y en mi boca van a resonar palabras de la suya, enmudecida. Te ruego que las escuches como de quien vienen, pues quiero repetirte la plática que conmigo tuvo nuestro buen rey don Alfonso antes de entregar su alma al de los cielos. Escúchame, pues, con respeto, y quiera Dios que estas admoniciones de tu padre se graben en tu pecho como se han grabado en mi memoria.
Hizo una pausa y -como callara el joven- prosiguió:
– Has de saber que, viendo venir su muerte, nuestro señor don Alfonso me llamó a su lado y me encomendó la guía de tu juventud. Era difícil contener las lágrimas comprobando cuán poco le importaba al buen rey perder la vida por la vida misma, y cuánto por el desamparo en que te dejaba en medio de tantos peligros y de tantas asechanzas. Pero has de entenderlo: estas asechanzas eran en su ánimo las de la imprudencia juvenil antes que las de la hostilidad ajena. Si esa maldita peste no hubiera venido a cortar en pleno vigor su vida, y la hubiera dejado llegar a natural término, la corona habría recaído sobre tus sienes cuando ya tus hechos de armas y gobierno hubieran forjado tu fama y templado tu seso.¿Qué hubieras podido temer entonces de esos grandes señores? Los hijos de doña Leonor de Guzmán, enriquecidos y honrados por su padre, el rey don Alfonso, hubieran sido entonces los mejores y más fuertes vasallos de su hermano, el rey don Pedro, apaciguado por la vejez o tal vez extinguido por la muerte el recíproco rencor de las madres… Pero, habiéndolo dispuesto Dios de otra manera, tu padre me encomendó que siempre me mantenga a tu lado y te asista con mi consejo, fruto de los años y de la experiencia adquirida al lado suyo.
– Y ¿qué me manda hacer por tu boca el rey don Alfonso, mi padre?
– Te aconseja, rey don Pedro, ante todo, que doña Leonor de Guzmán no sea molestada, ni en su persona ni en sus bienes: todo lo que él le dio debe ser respetado en su poder. Y este consejo, si bien se lo mira, lo es de buen político, y no sólo de buen caballero. Pues el tiempo, desvaneciendo los recelos de que hoy ha de estar llena esa señora, desarmará sus prevenciones; o, cuando menos, se habrá evitado así que se coloque en actitud de resistencia frente a la Corte, y abra con ello una rebeldía para la que no habrían de faltarle asistencias -por lo pronto, como es de suponer, la de sus propios hijos.
– Quien los engendró tenía que conocerlos bien; y, conociéndolos, ha muerto con temor de su traición. ¿Qué más? ¡Prosigue, ayo!
– De esos tus hermanos me dijo el rey (que gloria haya): "Todos son magnánimos, y todos soberbios. Lo que puede llegarlos a unir un día a don Pedro no es el amor, sino el honor. Procura tú, Juan Alfonso, mi viejo amigo, compañero mío (y al decirme estas palabras me apretó, suplicante, la mano), procura tú llevar el reino hacia empresas grandes, como esta guerra contra infieles que ahora estamos haciendo, y que mi hijo pida la ayuda de sus hermanos -pues el pedir para Dios no desdora. Batallando juntos, compartiendo triunfos y peligros, hermanarán sus corazones." Y me dijo más. Díjome que correspondía a tu mayor grandeza tanto como a tus menos años el adelantar hacia ellos el ademán benévolo; que en los siempre desconcertados y suspicaces comienzos de un reinado, un gesto así puede ser del mejor augurio; que debes reparar, sobre todo, en la dulce condición de don Fadrique, y hacer de su amistad puente hacia el ánimo de tus otros hermanos, más duros y orgullosos: don Enrique, siempre tentado de ambición; don Tello, siempre en el disparadero de la cólera. Pues don Fadrique ni pone frenos de astucia a un corazón impaciente, ni tampoco se entrega a la fácil ira: gusta de canciones, festeja con amigos, y está siempre abierto a una palabra buena…
– Buenas son, y discretas, las palabras del rey mi padre, y he de atenerme a su consejo, que también es el tuyo, señor don Juan Alfonso -respondió don Pedro, pasado un rato.