– Cierto es que un buen rey debe amparar a todos los hombres; pero, señor sobrino, sabed que vuestra inclinación hacia la gente común ofende a quienes somos vuestros iguales. ¿En quién ponéis amistad, confianza? Avergüenza el decirlo: en judíos, en mercaderes, en conversos. ¿A quién dais los cargos de vuestra real casa? A gente que ayer todavía no era nadie, y ostenta hoy soberbia increíble; a gente cuya sola presencia enoja, ¡qué no, su engreimiento! Y ¿con quién comunicáis todas vuestras intenciones? ¿Con quién aconsejáis todos vuestros pasos? Por Dios, sobrino, que eso se hace harto duro de sufrir. Ni siquiera para concurrir a este nuestro requerimiento habéis podido prescindir de vuestro don Leví, que se enriquece de lo que os da y está gobernando con sus arcas el reino.
Hizo una pausa y, agarradas las manos a los brazos de su sillón, adelantó el pecho para resumir con voz trémula: "A fin de evitar que de todo ello os vengan mayores males y a costa del crédito propio se aumente el de vuestros poderosos enemigos, hemos resuelto los que bien os queremos serviros personalmente en los oficios de vuestra casa y reino. Entended, señor, que esto se hace por amor vuestro, y sin desmedro de una autoridad que hoy se ve mancillada por las indignas gentes de que os rodeáis."
Buscaron todos los presentes la mirada del rey, sin dar con ella. Don Pedro había estado escuchando, la cabeza baja y la faz oscurecida -esa expresión tan suya de la cólera que sube y sube en silencio, hasta el arrebato. La presencia de los infantes y grandes señores, conjurados en su contra para sustentar con cerrada taciturnidad las palabras de la reina de Aragón, le embarazaba tanto como le irritaba. Cuando -por las últimas palabras de su tía- se hubo percatado de cuál era la situación, echó una mirada rápida a su madre, que bajó la vista, y enseguida volvió a su actitud hosca. Ahora, ya sabía a dónde iba a parar todo aquello. Sin inmutarse, oyó cómo prendían en las antesalas a su tesorero y a todos sus acompañantes, y presenció el reparto que sus parientes hicieron entre sí de los empleos reales. Pero, llegada que le pareció la ocasión, se levantó de su asiento, se dirigió hacia fuera con estudiada parsimonia, bajó al patio sin que nadie osara cortarle el paso y, montando a caballo, escapó solo campo adelante.
Don Juan Alfonso que, a su vez, había tenido que cabalgar, ahora, huyendo, aunque sin otra esperanza que la de conservar una vida mísera y cansada, rió al recuerdo de aquella desenfadada celeridad que su amo puso entonces en burlar a los grandes del reino; y esta risa, extemporánea y excesiva, lo levantó por un instante de su actual abatimiento.
Sí, don Pedro había restablecido su autoridad con decisión pronta y fácil. Y una vez adoptadas las más urgentes resoluciones, acudió a descargar el fardo de su pesar en el regazo de su amiga. ¡Con cuánto amor no escucharía ella su voz en la oscuridad! Sin el soporte de su boca recia, sin el respaldo de sus ojos fieros, sin la corroboración de su mano brutal, no era ya la voz llena que imponía temor, sino voz que temblaba en una especie de desamparo al descender desde su habitual vibración a unas tonalidades opacas. Se quejaba, turbia y amarga:
– Todo, todo está reunido en contra mía; todo viene a agobiarme. Hasta mi propia madre se me vuelve y me carga de reproches. Como si ella no fuera culpable… ¿Cuál es la fuente de todos mis males, sino aquella su venganza contra la vieja doña Leonor? Entonces no supo contener sus rencores, y hoy que debo luchar contra la corriente desencadenada por ella misma, se atreve a menoscabarme. ¡Sólo en tu pecho puedo descansar, María!
– ¡Ay, mi querido! ¡Ay, frente de plata, rizos de oro! ¿Por qué tendréis que sufrir el peso de esa corona que os oprime? -respondió ella-. ¡Ay, mi Pedro: qué no daría yo por librarte de ese peso, que sólo fueses mío!
– No, eso no; eso no. ¿Acaso crees que me pesa la corona? ¡He nacido rey! No; lo que me pesa y me llena de acíbar, y me revuelve hasta la náusea, es la miseria ésta de tener que luchar contra los míos. Todos quieren gobernarme; todos quieren quitarme la libertad, como si en lugar del rey fuese yo el último esclavo. Prefiero habérmelas con enemigos declarados. Mis hermanos se me han declarado enemigos, y como enemigo me encuentran: uno tras otro han de caer degollados, ¡te lo juro! Mas ¿por qué mi propia madre me quiere trabar las manos, ella, que tan expeditas las tuvo? ¿Por qué Juan Alfonso, tu pariente, quiere mandar en mi voluntad fingiendo que se le somete? ¿Por qué hasta la sombra de mi padre (¡Dios le haya perdonado!) quiere también restarme fuerzas, y hacerme aún más difícil la tarea que me ha legado con tantos bastardos poderosos y rebeldes?
– Mi tío Juan Alfonso, tú lo sabes, es el único sostén fiel que tenemos en la Corte, Pedro mío.
– Lo defiendes, y haces bien. Como él te defiende a ti, frente al odio de todos. ¡Bien hecho! Pero, dime: ¿por qué he de ser yo el único que no tiene parientes en quién apoyarse?
El nombre de hermano significa para mí enemigo; y ni siquiera en el de madre encuentro confianza.
– Ella procura lo que a su entender mejor te conviene como rey. Tiene para su hijo la ambición de grandeza. Y luego, has de considerarlo: una mujer que es reina, y que ha pasado su existencia oprimida por las exigencias del decoro real, no puede comprender siquiera lo nuestro, y tiene que aborrecerlo. Por amor hacia su hijo, me aborrece. Lo que pesa sobre mi corazón es saber que, en el fondo, soy yo la causa de tus desazones. Sí, no digas que no; lo sé. ¿Acaso no arranca todo esto de las bodas con doña Blanca? Pues esas bodas no se concertaron tanto por ayudar al reino como por odio hacia mí, un odio que, ya lo digo, es mal entendido interés por tus conveniencias y ciego amor de madre. Si ella pudiera escrutar mi corazón, encontraría aquí lo que ninguna doña Blanca es capaz de consagrar a su hijo. Pero ¡ay! que no me conoce…
– Te equivocas; eso no es todo, ni lo principal siquiera. Tampoco es verdad que estas desazones vengan de aquellas bodas.
– ¡Ah, sin doña Blanca todo hubiera sido diferente!… Dime, Pedro, ¿cómo es doña Blanca? Me aseguran que es casi una niña, y llena de mucha belleza. Dime, ¿es su belleza tanto como afirman?
– No hay quien se te compare, María, ni yo tengo ojos para mirar a otra.
– Ya lo sé, querido mío; pero contéstame. Las mujeres queremos siempre saber: dime cómo es doña Blanca. ¿Es alta?, ¿tiene el color como el nombre? Sus ojos, ¿cómo son: claros u oscuros?
– ¿Para qué hablar de ella, María? ¿Qué te importa eso?
– ¿No podrás acaso decirme cómo es esa señora, si alta o baja?, ¿si tiene negro el pelo?
– Rubio.
– Rubio, como el tuyo, ¿no? ¿Y las carnes, son también blancas, Pedro?
– No me enfades, mujer.
– Razón tienes, ¡perdona! Pero no te enojes; no quiero ver nubes en tu frente clara, que es el estuche de mis pensamientos. Yo bien sé, querido mío, que apenas te has de haber fijado en ella; pues, ¿a qué hombre le agradaría que le impongan la compañera de cama? Sólo esto sería ya bastante para hacerle abominar… ¿Y cómo pudiste entenderte?… Dicen que no habla nuestra lengua.
– Ahora, ya, debo de irme. ¡Adiós, María!
– Espera, espera un momento. Tengo una cosa que decirte. Escúchame, Pedro. He pensado que quizá tiene razón la reina doña María, y que la manera como entiende quererte es la justa. Es madre, y sabe: yo no tengo derecho a los amores de un rey, de un rey tan grande y tan glorioso como tú lo eres, Pedro mío. En pago de todo lo que tú me has dado, yo no podré darte nunca nada más que un amor sin exigencias. Y si por ese amor hubieras de sufrir desazones mayores de aquellas que la corona te acarrea, no tendría fin mi amargura. Yo no soy de sangre real, aunque mi linaje pueda compararse sin desdoro con el de muchas reinas. Por eso quiero decirte: piensa, Pedro, lo que mejor te conviene, y si resuelves que yo soy para ti un estorbo, apártate de mi lado sin vacilar. Tú me has dado la felicidad toda de mi vida, y no quiero ser, en cambio…