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– ¿Tú me dices eso? ¿Tú misma? ¿También tú? ¿No sabes acaso, mujer, que eres para mí lo único, lo único que este rey combatido posee en verdad, la única almohada de su cabeza, la única vela de su sueño, la única guarda de su alma, el único tesoro de sus arcas?… ¿Piensas acaso que tu alejamiento mitigaría el odio que se me tiene, la envidia con que se me roe, la violencia de unos hermanos que no olvidan su bastardía, miserables hasta hacer dudar que sean hijos de rey; la saña de una madre que no pudo gobernar a su esposo y quiere regir a su hijo; la ambición de unos vasallos que sólo aguardan la oportunidad de robar y mientras tiemblan en mi presencia maquinan traiciones y hacen señales a mis enemigos? Pues aunque todos esos males se extinguieran juntos renunciando a ti, no renunciaría. ¡De qué me habían de valer los bienes todos del mundo sin ti, María, que eres mi único bien verdadero! ¿Dejarte? Habrían de cercar tu casa mis perseguidores, y clavarme sus puñales aquí mismo, en esta misma cama, hasta empapar las sábanas con mi sangre, y antes de que yo te abandonara me abandonaría a mí la vida.

– ¡Qué alegría, mi Pedro, oírte esas palabras! Ven; ya nada te separará de mí. Así, así, juntos siempre, el uno en el otro… Nunca saldrás de este abrazo, no te soltaré nunca. ¡Nunca te dejaré que abraces a esa francesa maldita, Pedro mío!

Sin el agravio a la infanta doña Blanca, ¿por cuánto tiempo no se hubiera arrastrado todavía en Castilla esa guerra sorda contra don Pedro? La cólera del rey francés fue lo que, en definitiva, prestó vuelos a la rebeldía de los bastardos, dando hechura a su desconcertada enemistad, y perspectivas a su encono ciego.

Repudiada, vejada y ofendida, había tenido que volverse por fin doña Blanca a la corte de su padre. Cuando, tras de jornadas largas y muy penosas, hubo llegado a París, cruzó los puentes, entró al palacio y, sin dirigir a nadie la palabra ni contestar reverencias, compareció a la cámara donde la esperaba el rey. Se hincó de rodillas y le besó la mano. Al tener que soltarla, acabada la venia, quedóse parada, quieta, por primera vez baja la vista desde que había sido ultrajada: le aterraba el volver a encontrarse con aquella mirada azul que tan dulce le solía ser, y hallarla afligida; hallar aquellos tan alegres ojos según ahora creía adivinarlos: cerniéndose llenos de pesar sobre la frente, sobre los abrumados párpados de la hija. Pero cuando, al fin, se atrevió a afrontar el semblante paterno vio con espanto que esos sus ojos, sin la aflicción que esperaba y temía, se revolvían iracundos como salamandras convulsas sobre las llamas de la roja barba. Entonces sintió doña Blanca apretársele en la garganta ese nudo que durante todo el viaje la había estrangulado. Cuando, tras no poco esfuerzo, consiguió dominar la angustia, una voz enronquecida escapó de su pecho, repitiendo sin término una pregunta, sólo, oscura hasta lo incomprensible al comienzo, luego entrecortada de sollozos, por último estridente en los gritos.

Preguntaba: "¿Por qué, padre?, ¿por qué?"; no preguntaba otra cosa. El clamor subió hasta trocarse en alarido inhumano… Al cabo, rompió a llorar; se arañaba la cara, se tiraba del pelo.

Ante dolor tan grande el rey depuso su ira y abrió los brazos a la desconsolada para que inundara de lágrimas su cuello. Un tanto calmada, pero toda temblorosa, seguía doña Blanca profiriendo la pregunta de su desesperación. Hubiérase dicho que no tenía otra palabra: "¿Por qué?, ¿por qué? ¿Por qué, padre, me enviaste allá? ¿Por qué, di, me entregaste como se entrega una res? Aquí me tienes de vuelta; era tu hija; ahora soy tan sólo el testimonio de tu afrenta. A las barbas te han escupido, y mi presencia te lo recordará siempre… ¡Siempre!" Vano fue quererla persuadir de que sería vengada. Y a la promesa de nuevas bodas, rechazaba: "¡Nunca más horror semejante!", volviendo a llorar hieles.

Hubo, pues, que dejarla descansar a solas en su cuarto; y no antes de quince días, pasados en la penumbra y el duelo, se consiguió que diera razón de sí en confidencias a una dama de su edad y compañía. Ahí declaró el suplicio de las semanas interminables que -como ella decía- debió pasar entregada a manos de increíbles orates: aquella doña María, seco sarmiento, ardiente, crujiente, llena la lengua de invectivas; aquellas infantas tiesas y taciturnas; aquellas oscuras dueñas, murmurando por la letrina de sus bocas; aquellos hombres, enzarzados siempre en querellas inacabables, levantando la voz hasta los gritos, quitándose la palabra unos a otros, enceguecidos, obcecados, olvidados de todo, posesos de quimeras… Y así, entre gentes tales de la mañana a la noche, un día y otro, como un objeto más de disputa, sin que hubiera quien la mirase a los ojos ni le hablara al corazón… Al fin y a la postre -explicaba-, de quien menos había tenido que padecer fue de don Pedro, el brutal esposo que la abandonó sin contemplaciones. Pues ¿por qué hubiera debido esperar trato distinto de su parte? ¿Acaso era él quien la solicitó en matrimonio. Se la habían entregado, como se entrega una res: eso era todo. Aún había sido demasiado gentil para con ella…

Entre tanto, el rey francés enviaba emisarios a los bastardos de Castilla, y concertaba con ellos la perdición de don Pedro- sus mejores hombres de guerra irían a combatir junto a don Enrique para que éste, debelando a su hermano, ciñera la corona real. Y así se hizo. Mesnadas grandes y famosas pasaron el Pirineo en ayuda del conde de Trastamara, y decidieron a favor suyo la suerte de la guerra. No faltó, dentro y fuera del reino, quien tildase de fea traición la del conde don Enrique; otros, para justificarlo, recordaban la degollación de su madre doña Leonor de Guzmán, la muerte alevosa del maestre don Fadrique, su hermano. Y el propio usurpador, que apoyaba su despecho en el ajeno, supo cosechar y agavillar en pro de su causa multitud de rencores viejos cuando resolvió asumir el título de rey para estandarte de su rebelión. Era hombre capaz de componer un discurso: calculaba muy bien sus palabras; decía lo que se estaba esperando oír de sus labios y, en el momento oportuno, dejaba salir de ellos lo que nadie esperaba. Así, a punto de emprender la campaña decisiva, reunió a sus gentes y -habiéndoles descrito la coalición invencible de todos los ofendidos por acciones del rey don Pedro- recordó a cada uno sus particulares agravios, golpeó una tras otra en todas las heridas y, por último, exhibió la baza triunfal que le proporcionaba la ayuda de Francia. ¿No había sonado acaso la hora de levantar un nuevo reinado, pródigo en venturas y en mercedes? Atizó, pues, la ira, alimentó la esperanza, despertó el entusiasmo, suscitó ambiciones, cebó codicias, y -arrebatados- sus amigos y parientes le ensalzaron con la púrpura real.

Poco tardaría en teñirse de ella las manos para conseguir el poder: lo obtuvo de la violencia; y no faltó tampoco quien, por el camino, leyera en su diestra ese destino cruento. "Alcanzarás, sí, la mayor grandeza; mas a costa, señor, de que esta mano derrame tu propia sangre", le predijo, en efecto, una adivina, tres jornadas antes del combate que debía entregarle el trono. Fue en ocasión que, a la cabeza de su hueste, entraba para hacer noche en una aldea. Con sólo un pequeño séquito había llegado don Enrique a la plaza del pueblo, donde los villanos divertían su tarde de domingo alrededor de unos titiriteros que, de paso para las ferias, daban en el atrio de la iglesia el espectáculo de sus bailes sarracenos. La proximidad del caudillo interrumpió la fiesta: cesó el tambor, se extinguió la estridencia del cornetín en un sollozo agrio, escapó el mono, y una cabra amaestrada que -grotesca y asombrosa- giraba su balumba sobre una perinola, saltó con repugnante pesadez sobre el taburete, cayendo al suelo. Desde lo alto de su caballo afrontaba don Enrique, altanero, la asustada curiosidad de los villanos; y entonces, una morilla danzadera acudió a echarle la suerte. Como el caballero se dejara tomar la mano, prometióle ella un porvenir magnífico, después de que con aquella misma mano -le dijo- "derrames tu propia sangre". No quiso él pedir aclaración del ambiguo presagio. Pero tres días más tarde, resuelto a favor suyo el decisivo encuentro, lo vio cumplirse en inexorable manera.