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Las huestes del bastardo, ganada la batalla en los campos de Montiel, tenían en su poder el castillo, mientras que las de don Pedro acampaban al raso en la noche castellana, y ahí, entre sus tinieblas, a la espera del alba, se produjo el drama. Buenas voluntades, ansiosas de reconciliación, habían concertado a deshora una entrevista de los dos reyes… ¿Con qué espíritu acudirían a ella uno y otro? ¿Qué engaños prevenían, qué temores recelaban? Tal vez don Pedro, dócil en la adversidad a su viejo ayo, iba dispuesto a transigir para, salvando la corona, comprar tiempo al precio de concesiones; tal vez don Enrique, asustado de su fortuna, calculaba el modo de cohonestar su usurpación y disimular bajo los términos de un pacto la crudeza de su triunfo militar, mientras rodeado de sus mejores capitanes aguardaba en el salón al rey vencido. Pero cuando lo vio aparecer -joven, alto, erguido, arrogante- en la sola compañía de cuatro hombres, sintió que sus fuerzas desfallecían; un gran silencio acogió la presencia de don Pedro.

Llegado, pues, éste al centro de la sala, se detuvo allí, único bulto iluminado en aquella asamblea de sombras. Callaban todos en torno; y como se prolongara la vejación del silencio, vieron de pronto subirse a la cabeza del rey el vino de una espesa soberbia: rojo de ira, levantó la voz para preguntar quién de entre ellos era el traidor, el infame, el mal nacido, el bastardo conde de Trastamara. ¡En la palidez de la faz debiera haberlo conocido! Oyendo el improperio, don Enrique saltó de su asiento y acudió a realizar la imagen evocada: el puñal en alto, avanzó hacia el rey. Presos quedaron entonces ambos hermanos el uno del otro, en un abrazo de muerte.

Desde el umbral, interceptada a trechos su vista por los hombros de los capitanes que seguían sus alternativas, presenciaba don Juan Alfonso la lucha de que su propia vida pendía. Mientras duró, tuvo puestos sus cinco sentidos en el jadeante forcejeo; pero cuando -caídos ya, y revolcándose en el polvo los aferrados cuerpos- vio el anciano servidor que la mano de don Pedro se abría, y que soltaba su puñal, y que lo abandonaba en el suelo, volvió espaldas y emprendió la fuga. Gritos desconcertados oyó que lo perseguían por un rato. "¡A ése! ¡A ése!", clamaban desde lejos.

(1945)

Diálogo de los muertos

Elegía española

…gusanos royentes

que coman de dentro su carne podrida…

De La danza de la muerte.

Sin descanso, hora tras hora durante muchos días, había estado lloviendo sobre la tierra. Y ahora, el viento se llevaba a toda prisa los últimos jirones de nubes, dejando limpio el cielo, de un azul inverosímil, al mismo tiempo que arrancaba alaridos sordos, y todavía lágrimas, de los árboles sin hojas, negros, mutilados, crispados, desesperados, amenazantes.

No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra… Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales -entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos.

Y los muertos, bajo la mudez angustiosa y como definitiva del mundo, entablaron un diálogo soterrado, sin comienzo ni final, ni acentos ni pausas; o quizá, mejor, tejieron una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda como ruido de pasos sobre las hojas caídas en un sendero, sucias de barro y de invierno.

– Esta mano -dijo uno-, este puñado de huesos que se quiere hundir en la caja vacía de mi pecho, ¿perteneció a un amigo o a un enemigo? Siempre ahí, oprimiendo mi esternón con cruel ensañamiento de guitarrista, ¿no podré saber cuál fue su gesto de aquella hora para conmigo? La incertidumbre de aquel brazo que se ha hecho eterno traslada a la eternidad la angustia de mi vida, dándole fórmula definitiva y simple.

Y otro:

– Ya todo acabó; ya todos somos unos. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino.

– Impío, burlón destino, si de todo hace tabla rasa y hueso mondo para hermanar en estratos de nuestro suelo a los enemigos, hasta el punto de no poderse distinguir ya el abrazo de la agresión. Y no sólo a los que nos hemos odiado por amor y nos hemos amado por odio, sino también a gentes que vinieron de otras tierras a profanar la nuestra con su codicia logrera, para caer sobre espinos y abrojos cuya fiereza no sospechaban.

– Así es, sin embargo; todos iguales. Y todos igual a nada. Es la grande y redonda verdad, a la que se llega por todos los caminos del mundo.

– En esa mascarada de la muerte, ¿quién es quién, y quién conoce a quién?

– Para siempre, sumidos en este no conocer.

– Bajo las pisadas de los caballos, bajo la reja de los arados, bajo las nieves, y los soles, y los vientos.

– Convertidos ya en suelo patrio, en jugo nutricio de Historia, en dolor y orgullo de los que aún viven y de los que vivirán después.

– Pero ¿sigue la vida? ¿Otros siguen viviendo? ¿No quedó todo detenido de repente un día para nunca más?

– Seguirán su curso los ríos, de nuevo limpios después de haber arrastrado pesados, lentos despojos (¡tanto y tanto han visto los ojos de sus puentes!). Seguirán su curso las estaciones del año en segura rotación: florecerá el campo, y luego volverá a ponerse adusto; vendrán soles blandos, indecisos, tras los soles violentos que arrancan de las breñas mariposas de luto y de fuego. Pero apenas puede concebirse que otros seres humanos sigan viviendo más allá de nuestra muerte, a nuestras espaldas, ni cabe imaginar siquiera esa vida. ¿Habían de ser ellos sangre caliente de nuestra sangre helada, y podrían comer los frutos regados con el jugo de nuestro corazón? ¡Seguir viviendo! Y luego ¡qué villana trivialidad, qué sabor insípido habrían de encontrarle ellos mismos a esa vida, cuando les reviniera a la boca el gusto amargo y glorioso de los días del sacrificio! No; no puede imaginarse tal vida.

– Ni en puridad existe. Pues parecen seres vivientes, y quizá creen serlo: pero no son sino sombras, dobladas de dolor, silenciosas, errabundas, vacías, aterrorizadas. Muchos tienen miembros de su cuerpo pudriendo ya entre nosotros; el alma, todos la tienen muerta. Son proyección nuestra, fantasma, nada. Si hablan, nada dicen; su voz es opaca, suena como el cristal de los vasos que un aire ha trizado; se advierte en ella el poso de lo que no llegó a decirse y ya no se dirá nunca. Si ríen, es con risa hueca de calavera, con risa de nervios y espanto. Y sus ojos nos buscan siempre, atraídos por los senos de la tierra; siguen a las hormigas, quieren distinguir las lombrices del fango, pretenden enviarnos mensajes con los animales que minan el suelo -y ya no saben mirar de frente, huyen la vista unos de otros. ¡Pobres vivientes! ¡Cuánta compasión merece su suerte! Creyeron haber escapado con vida, y la vida se había escapado de ellos.