Pero es también el asco del hijo que regresa cuando ya nadie lo espera ni desea su regreso; vuelve sobre sus pasos con la conciencia contumaz del asesino que ha dudado un instante y quiere cerciorarse de la consumación de su fechoría, para desatar la aprensión del último vínculo negando el contenido de sus recuerdos al confrontarlo con la realidad chata ofrecida a su vista; para enfrentarse con el padre y, puestas las manos sobre sus hombros, contemplarlo despacio, con pasmo, con un pasmo helado, y descubrir en él, bajo lo familiar, lo que hay de ajeno y distinto, aquello contra lo que gritaba desde siempre todo su ser; y seguir mirándolo todavía, y no cansarse de mirarlo, como el sediento bebe, y bebe, y siempre quiere beber más, y cuando ya está ahíto aborrece casi el agua que acude al reclamo de sus entrañas y lo enferma y lo colma y lo martiriza, y no alcanza a apagarla la sed.
Pero en este caso están trocados los papeles y es a él, al que regresa, a quien le toca el negar y rechazar; a él, el desconocedor, el menear la cabeza; a él, la mirada incrédula, burlona y, al mismo tiempo que reticente, compasiva, y al mismo tiempo que compasiva, cargada de odio.
Pues en todo hijo hay algo del expósito adoptado por gentes en cuya piedad entraba el ocultarle su condición; pero que, una vez, por un azar cualquiera, ha llegado a descubrirla. Cuando se ha apoderado del secreto, el hijo adoptivo comienza a alimentar, encerrado en una soledad que nadie conoce, agravios sin forma, a trabajar incansablemente, ansiosamente, con los materiales falaces de lo que sabe y lo que ignora; y como a pesar de todo su afán no logra configurar nada, y como para él cada cosa se presenta en contradicción insoluble consigo misma, el infeliz se agota y se consume sin remedio en la gran superchería. La superchería está ahí, habita en la casa, constituye el secreto de los padres y el secreto del hijo -pero es un secreto para aquéllos y otro distinto para éste: no un secreto compartido, sino recelado; un alacrán que todos alimentan y que a todos tortura.
Y si tampoco se han atrevido los Evangelistas a mostrar al mundo lo que verdaderamente quiso decir Jesús con tal historia, y lo han envuelto en un precepto de amor y de perdón, es tal vez por desconfianza hacia los hombres, por comprender -hombres también ellos- que no iban a tener la fuerza necesaria para elevarse por encima de todo y alcanzar a Dios siguiendo un camino más arriesgado que el del simple perdón.
Pues, en verdad, el hijo pródigo supera el asco de su propia sangre al entrever en un destello el abismo del amor que une a todos los seres, un amor sin palabras, sin cavilaciones, sin cuitas, de todo lo que vive en la naturaleza; ese amor a Dios cumplido a través de la comunidad indistinta de sus criaturas, y que en todas partes florece: en el trivial idilio de la solterona que vierte sobre el ave enjaulada y canora caudalosos raudales de una sentimentalidad de arropía; en el alma solitaria del pastor que, en la locura de los gritos sin respuesta, allá en la estepa, o en la sierra (oculto Dios entre las breñas, bajo el agua viva), hace bajo el agua viva), hace costumbre de la ignominia y convierte a sus reses en cómplices y mudos testigos de ella -a reses cuyas huellas pisa puntualmente, cuyos terrores son también los terrores de su alma, y en cuyas miradas recoge toda la inteligencia y toda la comprensión que el mundo tiene para él.
Ese amor se encuentra en todas partes; domina todas las repulsiones y vence todos los contrastes. No falta ni siquiera en el pecho del fratricida, para quien también está prometida salvación. Anida incluso en el horror sagrado del que consume la carne de seres que él había conocido y que le habían conocido a él, en cuyos ojos se había visto mirado, seres que acudieron a su llamada para plegarse todavía temblando de amor a la caricia de una mano que ya se disponía a descargar sobre ellos el peso de la muerte. Pues el misterio, en su simplicidad aterradora, muestra en la otra faz el amor de la víctima hacia las manos que le administran la muerte -amor espantoso que nunca imaginarán los que nunca han visto: La víctima, en su definitivo abandono, en soledad perfecta, ya en pie contra el muro de lo irremisible, vislumbra de pronto la cólera oculta, ciega, el rayo, lo sublime en esa mano que ultima el sacrificio; y entonces, ablandada, deshecha, pide besarla y recibir de ella la muerte como un sacramento.
Y así, Dios habita en las sangres que se repelen, en la una y en la otra; y a través de su hostilidad, en el paroxismo de su asco, es precisamente donde culmina el amor a Dios.
F. A.
(1942)