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El pasaje de esa vida santa que se propone sacar a luz el presente relato tiene comienzo una mañana de verano en que Juan de Dios había salido, como de costumbre, a recorrer las calles implorando piadosa ayuda. Cerca ya del callado, desierto y cálido mediodía, sintió, pues, acercarse por el Zacatín, a cuya entrada estaba apostado, un caballo que con recortado paso hería las piedras del suelo. El bienaventurado mendigo le salió al encuentro y, tomándolo por la brida, suplicó al jinete con su habitual letanía: «Socorred, señor, a los pobres de Jesucristo. Una limosna para…» Mas el caballero, dando un tirón a la brida, levantó el rebenque y descargó un golpe sobre la cabeza rapada del pordiosero: «Señor, por el amor de Dios, ¡una limosna!», repitió Juan, caído a los pies de la encrespada bestia. Con el arrebato de la ira, el caballero se había empinado en los estribos, dobló el cuerpo e, inclinado hacia adelante, golpeó y golpeó al mendigo hasta dejarle cruzada la cara de sangrientos surcos. Juan se cubría los ojos con las manos, defendía con los codos sienes y orejas, en espera de que la furia se apaciguase; pensaba, al ver la bota del jinete tensa en el estribo: Con mi imprudencia lo asusté; venía desprevenido. Pensaba: Ya, ya va a cesar de maltratarme… Y antes de que hubiera acabado de pensarlo, volvió a oír las herraduras del caballo, que se alejaban batiendo el empedrado calle arriba.

Recogió Juan de Dios sus alforjas, calzó una alpargata que se le había salido del talón y, secándose la frente con la manga, echó a andar despacio, al arrimo de las paredes, hacia el carril, en busca de agua limpia con que lavarse las heridas. Más allá de las últimas casas la acequia se juntaba al camino para luego alejarse, siempre a su vera, campo afuera. Ahí se detuvo Juan a tomar descanso, en el espacio que el carril abría a un vertedero de basuras; bajo el montón de estiércol, encendido en un chisporroteo de insectos, el agua se arrastraba, mansa, clarísima y fresca… Sentado en una piedra, el infeliz se distrajo un momento del dolor de sus magulladuras con observar los afanes de un muchacho que, obstinado contra la terquedad de un asno, sudaba por sacarlo del estercolero, en la atmósfera caliginosa del mediodía estival. «Ese triste animal -pensaba el mendigo ante la silenciosa pugna- ha de haber ido cayendo año tras año en manos cada vez más pobres y más duras, hasta que, del todo inútil, quedó abandonado ahí en el baldío, sin aparejo, sin ronzal; y ahí está ahora, olvidado de la muerte, la cabeza baja, secas las patas, hinchado el vientre, mientras las moscas, obstinadas y crueles sobre sus mataduras, chupan su vieja sangre. ¡Bien podéis vosotras, florecillas celestes crecidas junto al agua, bien podéis sonreíros con picardía de chicuelas, al alcance de su hocico inapetente! ¡Y tú, muchacho bárbaro, vano es que le tundas el espinazo: ya no hay nada que le haga andar!» Del fondo de estas reflexiones, su voz se levantó para persuadirle:

– ¿No estás viendo acaso que no puede ni moverse? ¿Por qué no le dejas en paz, muchacho?

– Ha de poder, ¡me!… -respondió su cólera, al tiempo que un nuevo garrotazo caía sobre los lomos de la escuálida alimaña.

Juan no le replicó nada. Lo vio separarse unos pasos, y agarrar un pedrusco, y lanzarlo contra las costillas del impasible asno.

– ¿Ves cómo no puede, criatura? -insistió ahora.

– Pero es que yo me lo quería llevar…

– ¿Para qué, hombre?

– Pues para llevármelo.

– Anda, criatura: déjalo ahí, y ven por caridad a darme un poco de ayuda.

Desprendiéndose con alivio de su empeño, por primera vez dirigió ahora el muchacho una mirada

El autor puso aquí, en la boca inocente, una blasfemia simple, directa, proferida con nuevo valor de interjección.

A su interlocutor, para encontrar en él aquella cara manchada de sangre y polvo.

– ¿Qué fue ello, buen hombre? -le preguntó con susto.

– Bueno, sólo Dios lo es. Anda, ven, acude, acércate, moja en agua este trapo, y me limpias la cabeza.

Obedeció el chico. Bajó a la acequia, empapó en su corriente el paño que le tendía Juan, y volvió con él chorreando a humedecerle la frente. El herido apretaba los dientes; le escocía.

– Despacio, hijo; con tiento. Dime: a ti ¿cómo te llaman?

– Antón.

– Despacio, Antoñico.

En esto, al fondo del camino, entre una polvareda y como suspendido en el aire cálido, vieron aparecer un coche, que avanzaba y crecía en la soledad del campo. Ambos, hombre y niño, se quedaron fijos en su lejanía: con el campanilleo de las muías, todo se agrandaba y adquiría volumen ante ellos en la densa atmósfera, todo medraba hacia su tamaño natural. Llegó, por fin, el coche al punto donde estaban, y acordó la marcha en el recodo; pero, en vez de reanudarla con nueva aceleración, se detuvo un poco más allá. ¿Qué les gritaba ahora, erguido en lo alto de su asiento, el cochero? -Preguntábales por orden de su dueña si acaso les había ocurrido algún accidente.

El santo mendigo corrió entonces hasta el coche para pedir su limosna. «¡Por amor de Dios, señora!», imploró con la mano extendida. No cayeron en ella, sin embargo, las esperadas monedas; suavísimas palabras tintinearon en su oído: «¿Cómo te has hecho esa herida, hombre?», a cuyo son acudieron en seguida los ojos. Y hallaron, por cierto, de qué maravillarse: en el marco de la ventanilla se veía, adornada de perlas y granates, una cabeza cuya hermosura era reflejo fiel de un corazón amable.

– Nada fue, por Dios. Eso no vale ni mi propio cuidado, cuando menos la atención de la señora -respondióle el mendigo-. Este muchacho me ha lavado ya la herida -añadió señalando a Antón, que se mantenía rezagado a sus espaldas-, y ahora debo seguir procurando para el alivio de mis enfermos. ¿Querrá la señora socorrerlos?

– Quiero, sí. Más ¿de qué enfermos se trata y qué socorro necesitan? -volvió a interesarse la dama.

– ¡Ay, mi señora! Son enfermos que nadie piensa en cuidar, porque no tienen otros allegados que sus males y su pobreza. A éstos recojo y cuido yo en la casa donde quiero curar, junto con sus plagas, mi alma. Algunos señores que lo saben y pueden, me prestan diaria ayuda; y los que al pasar se mueven a mi súplica, dan para el resto.

– De los primeros deseo ser yo, amigo; no de la especie pasajera. Mándame cada día a ese mozuelo, y cada día mandaré algo con él a tus enfermos.

– El mozuelo no es mío, señora. Lo encontré aquí mismo vagabundeando; me ha hecho esa caridad que digo, y cuando vuestra señoría acertó a pasar cavilaba yo, precisamente, llevármelo conmigo; pero…

– En tal caso -atajó ella- he de ser yo quien lo tome en mi compañía, si es que a él le conviene ser mi paje; de ese modo, te lo podré enviar con el socorro diario, mientras él se nace hombre en mi casa.

– ¿Oíste muchacho? ¿Qué haces que no corres a besar la mano de la señora?

Besó Antoñico los dedos de la dama, tan finos que el peso de las sortijas parecía abrumarlos, y lleno de alegre presteza se encaramó junto al cochero, al tiempo que grababa en su mente las señas del hospital, muy recomendadas a su memoria por Juan de Dios. Un momento después, éste se había quedado solo: el coche se desvaneció en una nube de polvo; y cuando el santo tornó la vista a su alrededor, hasta el decrépito asno había desaparecido del estercolero.

Fue necesaria la presencia del muchacho que -todo alborozado y con ropa nueva- golpeó al otro día a su puerta llevándole en nombre de su ama una yunta de gallinas, para confirmarle que todo aquello no había sido un sueño, como otros que en ocasiones confundieron su magín. No; allí estaba Antoñico, importante y protector; y mañana volvería a venir, y seguiría viniendo una semana

Tras otra, un mes tras otro, con el testimonio, siempre renovado, de una noble y lejana existencia.

– Mira, Juan, ¿ves? Ya mis manos no volverán a castigarte.