Juan levantó del suelo la turbada vista. Había salido a respirar: apoyado en el quicio de la puerta, daba al aire fresco del patio sus mejillas palidísimas, fatigadas del vaho insidioso que, ahí dentro, lo impregnaba todo, sábanas, esterillos, vasos, ropas y manos. En ese instante, cuando, casi desvanecido, trataba de recobrarse, le vino a sacar de su oscuro estupor la invocación inesperada de este infeliz tullido que, presentándole los muñones todavía rojizos de unas recién amputadas manos, le decía con énfasis colérico, amargo, soberbio, desamparado:
– ¿Ves, Juan? Ya no te castigarán más.
Juan le miró, espantado:
– ¿Cómo has perdido tus manos, hombre?
– Las he perdido en el camino de mi soberbia. Y ahora, desdichado de mí, aquí vengo a implorar tu perdón.
Mientras hablaba así, Juan de Dios había estado escrutando la cara del llegado: una cara afilada, nerviosa, móvil, cuyos ojos ardientes se inundaron de lágrimas al tiempo de pronunciar su fina boca la última frase.
– No te conozco, hombre; nada tengo que perdonarte. Perdóname tú a mí, si te veo afligido y no acierto a consolar tu duelo. Pasa, hermano; entra a beber conmigo un trago de vino, y dame parte de tu cuita.
El hombre le siguió, baja la cabeza, hasta la cocina, donde se sentaron juntos a una mesilla de madera sobre cuya tabla había un jarro de vino.
– Tú habrás de llevarme el vaso a los labios, Juan de Dios, o tendré que beber como las bestias, pues aún no he aprendido a remediar mi invalidez.
Bebió el tullido, y cuando se hubo serenado su ánimo, contó la historia de su desventura, explicando cómo había venido a caer, por terrible designio de la Providencia, en la trampa que él mismo, con tan prolijo cuidado, dispusiera para otro.
«Mi nombre -comenzó a decir- es don Felipe Amor. Provengo de una antigua familia granadina que, por viejas discordias de este reino, pasó a tierra de cristianos y fue a radicarse en Lucena, donde yo soy nacido. ¡Nunca saliera de allí! ¡Nunca hubiera vuelto a este viejo solar de mis padres! Lo hice, impulsado por las dos alas de la ambición y de la soberbia. Soberbia, porque no me resignaba a la pérdida de fortuna que mala suerte o mala cabeza había infligido a mi casa, por más que lo restante bastase como bastaba para llevar una vida honrada y decorosa; ambición, porque estaba resuelto a reclamar de mis parientes granadinos los muchos bienes de que se habían apoderado tiempo atrás, cuando mi familia se vio forzada a abandonar la tierra. Fijo en mi idea, nada excusé que pudiera llevarme al fin perseguido. Y aun los vicios de mi educación: el haber sido criado como hijo de señores, cuyos deseos son antes servidos que adivinados; el menosprecio hacia mis semejantes; la desconsideración al prójimo y la sola consideración de mis propósitos, me ayudaron a salir adelante con mi empeño. Hoy sería rico y poderoso, y respetado como tal a despecho de insolencias, atropellos y crueldades, si la dureza de mi corazón no hubiera sido asaltada y rendida por aquella única parte de él que es vulnerable. Quiero decir que, en la carrera de mis logros, y habiendo ya conseguido rescatar los antiguos bienes de mi casa, todavía quise redondear mi fortuna con la de una heredera noble a quien venía cortejando el mayor de mis primos, y de cuyas prendas había tenido yo noticia de sus propios labios. No contento, pues, con haber privado a este pariente mío, don Fernando Amor, de una parte de su fortuna, resolví también privarlo de su dama; y ello se cumplió con tan buena, digo: con tan mala fortuna para mí, que el destino parecía complacerse en allanar y hacer floridos los caminos por donde, sin saberlo, caminaba a mi perdición: lo que Fernando no había podido alcanzar en años de galanteo, lo alcancé yo en días. No más de quince habían pasado desde que pude conocer por vez primera a mi doña Elvira, cuando ya nos habíamos prometido en secreto como esposos.
Esos quince días vieron cambios muy profundos en el ánimo de nosotros tres: no hablaré de los sentimientos de ella, pues lo que en otras circunstancias hubiera sido para mí ocasión de justificado engreimiento, lo es ahora de dolor acérrimo; en cuanto a mí mismo, baste decir que una pretensión y boda premeditadas por ambicioso cálculo se trocaron a presencia de doña Elvira en pasión tan frenética como para sacrificar en un momento, si preciso fuera, cuantas riquezas había conquistado con penoso tesón en largos pleitos. Mi primo don Fernando por su parte, que ya -mal disimulado el encono bajo actitudes de caballero- se había visto despojado de bienes tenidos por suyos como herencia de su padre, no pudo sufrir que, sobre aquella vejación, cayese ahora esta otra, en verdad insoportable: la señora de sus amores, prefiriéndome en matrimonio. Y así, cuando yo le comuniqué la noticia cuyo efecto saboreaba anticipadamente, no dejé de vislumbrar su ardiente rencor en el gesto que puso al felicitarme por mi nueva fortuna. Se mostraba efusivo y contento; pero en la estrechez del abrazo pude divisar el relámpago cruel de su pupila. Ese rencor debía trastornarle el juicio, a él que ya de por sí era tan atravesado y torvo: loco de despecho, emprendió una acción indigna de las maneras gentiles que tanto se esforzaba por afectar, y en la que de un modo abierto vendría a mezclarse su afición a doña Elvira en su deseo de ofenderme. Ello fue que, saltando una ventana de su casa en ocasión que la dama se estaba probando un vestido de fiesta para la de nuestros desposorios, la abrazó por la espalda y, cruzándole el busto, estrujó sus pechos con las manos mientras que las criadas, atónitas, perdida el habla, no se atrevían siquiera a moverse. En seguida huyó por donde había venido.»No bien lo supe -que tales desazones no carecen nunca de mensajero-, me puse a cavilar cuál podría ser la reparación adecuada a la ofensa, y vine a concluir que ninguna lo sería tanto como, cortadas las atrevidas manos, hacer de ellas regalo a doña Elvira en nuestros desposorios. Sólo esta idea me satisfacía. Resuelto ya a ponerla en obra, averigüé la oportunidad y dispuse las cosas de la mejor manera. Supe que, por hurtarse a las celebraciones familiares, se proponía don Fernando retirarse el día de la fiesta a una finca que le ha quedado en la vega, más allá del pueblo de Maracena; y sobornando a uno de sus criados, aposté los míos en el camino, todo en orden para que mi venganza fuera cumplida. Esto era, digo, el día mismo de los desposorios; y, junto a los ejecutores del castigo, esperaba el emisario que había de traerle a mi esposa, en cofre de plata labrada, como recién cosechados frutos, las manos infames que se habían atrevido a su pudor.
«Comenzó, pues, la celebración y, durante su transcurso, me desvivía yo esperando la llegada del terrible obsequio. A nada podía atender; estaba lleno de ansiedad; y aun las palabras de mi esposa eran incapaces de forzar las puertas de mi oído, puesto en los ruidos de la calle. Preguntóme, en fin, doña Elvira que qué me pasaba para mostrar tal desasosiego, y yo, por calmar su inquietud sin desmentir la mía, demasiado visible, repuse que esperaba hacerle un presente digno de ella y de mí, y que me sentía impaciente por su tardanza.
»-Pues ¿no son suficientes acaso los regalos que ya me tenéis hechos? ¿Qué otra cosa queréis darme, y qué importa que llegue a tiempo o se retrase? -inquirió, alarmada sin duda por la oscuridad de mi respuesta.
»-Importa -repliqué-, pues sin ese presente no me consideraré a la altura de vuestros ojos, ni lo bastante honrado en esta fiesta. – ¡Imprudentes palabras, que no sé cómo no supe contener! Y todavía, lanzado ya: – ¿No habéis reparado -agregué- que falta a ella uno de mis parientes?
»Oyendo esto, palideció doña Elvira por el temor de lo que ignoraba; me tomó las manos y, entre suplicante y conminatoria, apremió: -Vamos, Felipe, decidme de qué se trata; decídmelo; sepa yo de qué se trata.
«Intenté reírme con evasivas; pero me cercó y estrechó en modo tan vehemente que, no pudiendo resistir más, cedí y le dije lo que tenía urdido y qué venganza había dispuesto para rehabilitar mi honra.