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«Hubiera querido yo que me tragase la tierra al ver cómo su belleza expresaba el horror; sólo en-tonces comprendí que el repugnante obsequio no debería llegar nunca a poder suyo. Con los labios exangües, y un tono de severidad que nunca hubiera sospechado en su garganta, me dijo: -Sabed, don Felipe, que si esos proyectos se llegan a cumplir no seré jamás mujer vuestra. -Y luego, anhelante, añadió: -Corred, corred, por Dios, a impedir la infamia.

»Salí de la fiesta, salté sobre mi caballo y, a galope tendido, acudí al sitio donde había apostado a mis criados, ansioso ahora de que aún no hubiera llegado mi primo para poder darles contraorden. Pero cuando ya frenaba a la bestia, salieron a atajarme de la oscuridad, me agarraron, cubriéndome la cabeza con un paño, me sujetaron las muñecas, y en un instante habían caído mis manos, segadas por sus alfanjes. En medio de la turbación espantosa y del dolor, todavía pude distinguir el galope del caballo del emisario que llevaba a mi esposa, en caja de plata, no las manos de don Fernando, sino las mías propias, con el anillo de desposado al dedo.»

Hizo una larga pausa. Luego concluyó: -Ésta es, Juan de Dios, la historia de mi desventura. Durante muchos días he estado dando vueltas en la cabeza a los designios del destino, sin poderme explicar por qué tenían que caer las manos del esposo, en lugar de las manos alevosas y lúbricas del ofensor. Mi cerebro estaba obcecado por la desesperación; no me era posible comprender lo que hoy ya comprendo con entera claridad: que el verdadero criminal era yo, que lo he sido siempre, que lo he sido contra mí mismo, que he sido yo quien me he mandado cortar mis propias manos… Y ahora veo bien cuál es mi deber y la única vía de purificación que me resta: estoy obligado a hincarme ante Fernando, y suplicarle que me perdone… Sin embargo, ¡ay!…, ¡no puedo hacerlo! ¡Aún no puedo! Cien veces me he acercado a su puerta, y otras cien me he retirado de ella. Tendré que dar un rodeo, quizá muy largo, cuanto más largo mejor: tendré que hacerme perdonar primero de cuantos otros he ofendido o violentado. Por eso te pido perdón hoy a ti, Juan. ¿Recuerdas al caballero que -hace ya tiempo: un tiempo, sin duda, más largo en la cuenta de mis desgracias que en la del almanaque- te golpeó cuando le pediste limosna en el Zacatín? Es el mismo hombre que hoy se humilla a tus plantas.

– ¡Regocíjate, hermano, y da gracias a Dios, cuya terrible cirugía ha amputado tus miembros para salvarte la vida!

Esta fue la exhortación de Juan cuando hubo terminado de escuchar la historia asombrosa de don Felipe Amor.

– ¡Regocíjate!

Luego, le sostuvo el ánimo:

– ¿Qué es lo que te impide, ahora que tu corazón lo ha reconocido, seguir el camino justo? ¿Quién te desvía de él, di, hacia falsos y artificiosos vericuetos? ¿Qué voz insidiosa quiere disuadirte, entretenerte, ganar tiempo a tu perdición? ¡Cumple tu propósito sin demora! Piensas que vienes a pedirme perdón; ¿no será ayuda lo que de mí pretendes? Creo que sí. Pero ayuda, ni yo ni nadie podría dártela; te daré compañía. Compañía, sí te la daré. Vamos, hermano; vamos juntos a la puerta de don Fernando, y esperemos allí hasta que entre o salga: cuando lo veas, te adelantas y le pides perdón, sencillamente.

Así fueron a hacerlo. Todo un día debió pasar don Felipe Amor aguardando, mientras Juan de Dios mendigaba, ante la casa de su primo. Y cuando apareció por fin este caballero en la puerta, y echó a andar, distraído, calle abajo, le cortó el paso el sobresalto de un cuerpo arrodillado, unos muñones tendidos y unas palabras destempladas: «¡Detente, Fernando! ¿No me conoces?… Soy yo, sí; yo soy: Felipe Amor. ¡Yo, yo mismo! ¿Te enmudece el asombro? Soy yo; aquí me tienes, tullido y harapiento. Explicaciones, no hacen falta; lo sabes todo; y ahora, aquí me tienes, postrado a tus pies. Vengo a implorarte perdón por el mal que te quise hacer y me hice. Dame, pues, tus manos, Fernando, que las bese; déjame que, como un perro, lama sus palmas afortunadas!»

– Temería si te las diera, que, como un perro, las habías de morder. ¡Aparta! -replicóle con voz temblona don Fernando. Al volver de su asombro, se había encontrado preso de la ira, agarrotado por ella. Se sacudió y, dando un empellón al cuerpo rendido que le cerraba el camino, lo derribó por tierra.

Ahora, escapaba, demudado el semblante; pero al separarse de su primo, divisó entre los relámpagos de la cólera la cabeza rapada de Juan de Dios que acudía corriendo en socorro del caído. Por dos veces todavía giró la cabeza; y, a punto ya de doblar la esquina, se detuvo, deshizo sus pasos, y volvió a arrimarse al grupo, a tiempo de enjugar con su pañuelo unas lágrimas que escaldaban la cara de Felipe.

– ¡Desdichado! -Le increpó-: ¿Acaso no pudiste haberme dejado en paz, tras de tantas amarguras? -Y luego, con inesperado acento de queja: -me quitaste, Felipe, cuanto tenía en el mundo; y ahora vienes a pedirme la única cosa que por la violencia no me hubieras podido sacar: mi perdón. Pues… ¡a la fuerza también te lo llevas! Por ti, nunca te lo hubiera concedido; pero este hombre, aquí, es la causa de que no te lo niegue: ¡perdonado seas!

Y dejando a su primo en la calle, arrastró por el brazo a Juan de Dios hasta el zaguán de su casa, le hizo trasponer la cancela y. encerrado a solas con él en una saleta, le asedió:

– ¿Quién eres tú, hombre, que siempre te voy tropezando en la senda de mis desventuras? ¿Qué nueva calamidad me vienes a anunciar hoy, motilón del diablo? ¿Qué han leído en el libro de mi destino esos ojos pitañosos y arteros, hechos a descifrar embelecos?

– Señor, por vez primera os veo. Y si algo conozco de vuestras desventuras, no ha sido ello por obra de artes secretas -respondióle Juan-. Ni entiendo de magias, ni soy portador de avisos. Yo, don Fernando, soy un pobre pecador que anda pidiendo limosna para sostener un hospital de…

– ¡Inútil astucia! ¡Acaso no han sido mis propios oídos quienes escucharon la confesión de esa boca hipócrita? ¿No eres tú acaso el insensato aquel que en cierta ocasión estaba gritando en las escalinatas de la Real Cancillería, y echaba sobre si' todos los crímenes del mundo? Todos: también el de hechicería, seguro estoy… Recuerdo bien que me detuve un instante; pero sólo un instante, porque otros cuidados me llevaban; sí, tenía prisa por conocer la resolución del pleito que me promoviera don Felipe. Mas, a la salida, cuando ya iba cargado con la pesadumbre de la sentencia contraria, y la saliva se me hacía amarga, allí estabas tú, vociferando como un loco. Hablabas -eso no se me olvida, no- del oro que se convierte en humo, dejando sucias las manos y el alma. ¿Por qué me miraste al decirlo? ¡Sabías! – ¿Cómo podía saber, señor? – ¡Sabías! Mi fortuna se había hecho humo, dejándome sucias las manos de halagos, de sobornos, sucia el alma de cuitas, de rencores, de venenos… ¿No sabías tampoco, di, cuando, casi un año más tarde, me saliste al encuentro en el puente nuevo, que yo cruzaba impaciente por llegar a casa de doña Elvira? Me pediste limosna; me decías que no era tiempo perdido el que se gasta en socorrer a los pobres; insistías. Mas yo no te escuché; tenía prisa esta vez también, una prisa desatinada por oír palabras que sellarían mi infortunio. Y cuando hube recibido el fallo de sus labios (y en modo tan discreto, ¡ay!, que realzaba el valor de mi pérdida, redondeando mi desgracia), volví a pasar el puente, ya con pies de plomo, y abandoné mi bolsillo en tus manos… Si nada sabías, ¿por qué, entonces, callaste besando las monedas?

– Señor: acostumbro besar lo que por amor de Dios me dan.

– Dime, hombre. Por favor, habla claro: ¿qué aviso me traes hoy?, ¿qué nueva desgracia me aguarda? Dímelo ya.

– ¿Cómo podría? Si mi presencia es un aviso, alguien guía el azar de mis pasos para fines que se me ocultan, y que mi boca no sabría declarar.

– Pues no he de separarme de ti, ¡óyeme!, hasta que no los conozca. Esta vez obedezco al llamado y tuerzo mi camino.