– No otro, en verdad, hijo mío -confirmó, sentencioso, Juan de Dios. Y como Antón, con un destello de susto entre las lágrimas, quisiera penetrar la palabra del santo, le tranquilizó en seguida, puesta una mano en su cabeza: -No llores, criatura. Escucha: yo no podía irme ahora contigo y dejar a toda esa gente que espera a la puerta; pero te daré quienes te acompañen y velen mejor que yo a tu enferma.
Fue, pues, en busca de Felipe y Fernando Amor, y a ellos les encomendó cuidar de la apestada cuya vivienda les indicaría aquel muchacho. Sin demora, se pusieron en marcha los tres. Mal hubiera podido, en su apresuramiento y ansiedad, reconocer Antoñico al caballero soberbio desaparecido en plena fiesta de desposorios, bajo la apariencia miserable e inválida de uno de los humillados mozos que ahora seguían sus pasos hacia la morada de doña Elvira. En cuanto a don Felipe, jamás, ni entonces ni nunca, había reparado en el paje de su abandonada novia. Juntos iban sin conocerse ni sospecharse. En cambio, don Fernando, que por primera vez lo veía, experimentaba a su presencia alguna especie de inexplicable, confuso, angustioso, presentimiento… Ensimismados, taciturnos, atravesaron la ciudad solitaria. Sus pasos resonaban en las callejuelas, ante las cerradas ventanas; por las esquinas huían los perros; sólo agua y cielo y los pajarillos del aire parecían inocentes en Granada. Andaban ellos sin cambiar palabra; avanzaban y, conforme avanzaban, crecía la opresión de sus corazones. Casi que les estallan en el pecho cuando, llegados a una calle que le era a todo familiar, el guía se detuvo ante la temida puerta, y entró en el zaguán, y empujó la cancela y se metió en el patio. Miradas de espanto se cruzaron entre los dos hombres. Pero su vacilación no duró más de una centella: ninguno de ellos ñaqueó en la prueba. Escaleras arriba, siguiendo juntos hasta llegar a la alcoba por la que un tiempo habían batido de acuerdo sus corazones enemigos…
Inútil parece proseguir: lo que importa, queda dicho. Encontraron muerta ya a doña Elvira en la casa desierta. Al verla, cayeron de rodillas a ambos lados de su cuerpo y encomendaron su alma a Dios, mientras que, a los pies de la cama, se retorcía Antoñico en alaridos y sollozos. A don Fernando correspondió el triste privilegio de amortajarla con sus manos; entre tanto, colgados los inútiles brazos, contemplaba don Felipe el horrible estrago de la muerte. ¡Qué dolor!… Sobre el macilento pecho, una crucecita de oro relucía.
Pasó la peste, dejando a Granada en más desolación que arrepentimiento. Fue balde de agua volcado sobre una hoguera furiosa: lleno de escoceduras y llagas, se queja el fuego y ya dimite: cede, parece que va a sucumbir; pero es sólo para recobrarse luego con mayor ferocidad. Todo aquel encarnizamiento, apenas contenido por la plaga, debía explotar años más tarde en la sublevación de los moriscos, a cuyas resultas se remonta la postración en que todavía, hasta hoy, languidece el antiguo reino. Pero, con todo, algunos pocos escarmentados, desengañados o advertidos, acudieron por entonces en busca de nueva vida junto al maestro Juan de Dios, engrosando así aquella pequeña comunidad que, bajo su ejemplo, había luchado contra la plaga, vencido el terror y salvado el nombre de humanidad, sin que la peste misma se atreviera contra su heroísmo piadoso: pues ninguna de las abnegadas cabezas -como se refería con admiración, achacándolo a milagro- había sido marcada por su dedo. Y esta señal de bendición fue lo que más movió a la gente en favor de la santa compañía. Entre todos sus seguidores, Juan de Dios prefirió siempre en secreto a aquellos dos caballeros de quienes aquí se habla, don Felipe y don Fernando Amor, asistentes suyos en los más rudos trabajos; y cuando sintió acercársele la hora del tránsito, a ellos eligió para testigos únicos de su muerte: los llamó a su lado y les pidió su ayuda para levantarse del lecho, pues había perdido sus últimas fuerzas. Abrazado al cuello de Felipe, sostenido en los brazos de Fernando, irguió su cuerpo flaco; e hincándose de rodillas sobre la estera de esparto, apoyados en el jergón los codos, y entre las manos juntas un crucifijo, tal como se lo puede ver en el cuadro, estuvo orando hasta el final, mientras los dos hermanos lloraban en silencio, apartados a un rincón…
La fama del santo cundió pronto, a partir de Granada, por toda la Cristiandad, llegando también hasta el lugar de su nacimiento. Monte mayor el Nuevo, en Portugal. Allí recordaron entonces con testimonios varios que. El día de la venida al mundo de este bienaventurado Joao de Deus, entre otros prodigios, se había visto una gran claridad en el cielo, y las campanas de la iglesia repicaron sin que nadie las tañese.
(1947)
El Doliente
"Ya vuelve Ruy Pérez", dijeron en un susurro los labios resecos del rey; y sus párpados cayeron de nuevo sobre las dilatadas pupilas. Horadando el espeso rumor de la aceña, le había llegado a los oídos desde el bosquecillo el son de una trompa de caza, insinuado apenas, luego ahogado en el agua. Aguardaba ahora el chapoteo de los caballos sobre el fango; enseguida, el ruido de sus cascos amortiguado por las hojas secas de la calzada; y, en fin, sus pisadas batiendo con tintineo metálico sobre las piedras del patio.
Inmóvil, retrepada la cabeza, brazos y piernas extendidos, el rey esperaba con paciencia infinita. Allá, el trajín de las cuadras, el chirriar de goznes y cerrojos, el confuso, irritado barullo de una disputa; y, por último, cada vez más cercanos en la escalera, los pasos de su montero. No bien lo tuvo ante sí, preguntóle don Enrique:
– ¿Me dirás, Ruy Pérez, qué le ha pasado a mi yegua alazana, que viene renqueando?
Sin darle respuesta, cerró calmosamente el montero la puerta de la cámara, y alzó ante el lecho de su señor una garza hermosa que había cobrado. Dejó caer luego el trofeo en una banqueta, y contestó:
– ¡Nada fue, señor! Se clavó una espina en la mano izquierda; ya el albéitar la está curando. Mas ¡qué pronto conoció mi señor que era su yegua!
– ¡Ah, Ruy Pérez, maldito! El día entero cabalgar y cabalgar. ¿Para qué?
Una débil llama de furor incorporó al rey en su catre: izado sobre un seco brazo cuyo codo se hincaba en el jergón, arqueó el torso e irguió la frente. Pero enseguida tuvo que desistir del esfuerzo: la cabeza se le desplomó de nuevo en el cabezal.
Entonces rebulló en su rincón el ama Estefanía González, que en toda la tarde no se había movido, y acudió a embozar a don Enrique. Sus manos ágiles arreglaron los pliegues de la frazada, el pelo húmedo en la frente ardorosa del enfermo. Este le mandó una sonrisa lastimera: "¡Viejecilla loca, madre Estefanía!" Y se quedó sosegado, mientras se retiraba a su sitio sin pronunciar palabra. Le bastaba al rey la presencia, la mera y muda presencia del ama Estefanía, cuyos pechos nutrieron su flaca infancia, para sentirse sostenido. Era algo como una renovación de las raíces de la vida, como el reflujo de aquellas oleadas calientes que, veintiún años atrás, enviaba a su cuerpecillo de recién nacido, con el golpe de la leche, el cuerpo recio de la mujerona. ¡Ay! ¿Quién, por aquel entonces, hubiera podido imaginarse lo que sobrevendría corridos breves años? Nunca se pudo averiguar en la Corte el maleficio; pero el caso es que, a un tiempo mismo, con diferencia de días, una calentura maligna calcinaba los huesos del rey niño, arruinando para siempre su salud, y la nodriza sufría un envejecimiento prematuro: la que era fresca y graciosa perdió de pronto la lozanía y el seso; consumiéronse los miembros, y comenzó a desvariar… Dicen que, al verla en tal miseria, su otro hijo -el verdadero, el hijo de la carne, aquel Enrique González que había crecido en los patios del castillo protegido de los extremos de la befa por el ceño del rey, siempre dispuesto a cubrir con su autoridad la indefensión de su hermano de leche-; dicen que este desdichado Enriquillo González se dio a reír con un raro júbilo cuando vio a su madre caída en la demencia, como si quisiera dar a entender que la recuperaba y se reunía con ella en esas tinieblas, después de haberse sentido descastado, privado de su natural alimento, relegado y preterido en beneficio del infante real. El infante, en cambio, había llorado en su cama, tapada la cabeza con el cobertor, durante horas enteras, en la congoja de sentirse abandonado por su aya, que se iba de sí cuando más falta le hacía… Pero hubo de resignarse, y pronto halló consuelo. Cierto que, enajenada, ya no era la misma, que ya no era apenas sombra de lo que había sido: ni gobernaba la casa, ni la animaba con sus decires como antes; pero siguiera estaba ahí, permanecía junto al doliente, quieta y silenciosa, haciéndole compañía. Y sólo cuando, alguna vez, prorrumpía en gritos inhumanos, era menester sacarla de la cámara y llevarla a encerrar en una torre. Pero esto acontecía muy de tarde en tarde, cada vez con menos frecuencia, y hasta parecía que ya por último el mal quisiera abandonarla…