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Pero a los cazadores no les gustó que estuviésemos allí aparte hablando en voz baja de nuestros diversos asuntos personales y se nos unieron y en seguida había por todo aquel bar oval brillantes arengas sobre los venados de la localidad, sobre los montes que había que subir, sobre qué hacer, y cuando oyeron que habíamos venido hasta aquí, no a matar animales sino sólo a escalar montañas, nos consideraron unos excéntricos sin remedio y nos dejaron solos. Japhy y yo habíamos bebido un par de copas y nos sentíamos muy bien y volvimos al coche con Morley y reanudamos la marcha. Subimos y subimos y cada vez los árboles eran más altos y hacía más frío, hasta que por fin eran casi las dos de la madrugada y dijeron que todavía faltaba mucho para llegar a Bridgeport y al comienzo del sendero, así que lo mejor era que durmiéramos en aquel bosque metidos en nuestros sacos y termináramos la jornada.

– Nos levantaremos al amanecer y nos pondremos en marcha. Tenemos este pan moreno y este queso -dijo Japhy, sacando el pan moreno y el queso que había metido en la mochila en el último momento- y tendremos un buen desayuno y guardaremos el bulgur y las demás cosas para nuestro desayuno de mañana por la mañana a más de tres mil metros de altura.

De acuerdo. Sin dejar de hablar, Morley condujo el coche a un sitio alfombrado de pinocha bastante dura bajo un amplio parque natural de pinos y abetos, algunos de treinta metros de altura. Era un lugar tranquilo iluminado por las

estrellas con escarcha en el suelo y un silencio de muerte, si se exceptuaban los ocasionales y leves rumores en la maleza donde acaso algún conejo nos oía petrificado. Saqué mi saco de dormir y lo extendí y me quité los zapatos suspirando de felicidad; metí los pies con los calcetines puestos en el saco y miraba alegremente alrededor a los árboles enormes y pensaba: "¡Qué noche de sueño delicioso voy a tener, y qué bien meditaré en este intenso silencio de ninguna parte!"

– Oye, al parecer el señor Morley ha olvidado su saco de dormir -me gritó Japhy desde el coche.

– ¿Cómo? Bien, ¿y ahora qué?

Discutieron el asunto un rato mientras paseaban los haces de luz de sus linternas sobre la escarcha, y luego Japhy vino y me dijo:

– Tienes que salir de ahí, Smith; sólo tenemos dos sacos de dormir, así que los abriremos por la cremallera y los extenderemos para hacer una manta para los tres. ¡Maldita sea! Vaya frío que vamos a pasar.

– ¿Cómo? ¡El frío se nos meterá por debajo!

– Sí, pero Henry no puede dormir en el coche, se congelaría; no tiene calefacción.

– ¡Me cago en la puta! ¡Y yo que estaba dispuesto a disfrutar tanto de esto! -gemí saliendo del saco y poniéndome los zapatos y Japhy en seguida unió los dos sacos y los puso encima de los ponchos y ya se disponía a dormir y echamos a suertes y me tocó dormir en el centro y tenía frío y las estrellas eran carámbanos burlones.

Me tumbé y Morley soplaba como un maníaco hinchando su ridículo colchón neumático para tumbarse a mi lado, pero en cuanto lo hinchó y se tendió encima de él, empezó a agitarse y levantarse y suspirar y se volvía a un lado y a otro bajo las gélidas estrellas mientras Japhy roncaba, Japhy que no se enteraba de toda esta agitación. Por fin, Morley vio que no podía dormir y se levantó y fue al coche probablemente a decirse esas locuras que solía soltar sin parar y casi me había dormido cuando a los pocos minutos estaba de vuelta, congelado, y se metió bajo la manta, pero seguía dando vueltas y revueltas y soltando maldiciones de vez en cuando, también suspiraba y la cosa siguió así durante lo que me pareció una eternidad y luego vi que Aurora estaba empalideciendo el borde oriental de Amida y ya estábamos todos de pie. ¡Aquel loco de Morley!

Y eso fue sólo el comienzo de las desventuras de este curioso tipo (como en seguida se verá), este hombre curiosísimo que probablemente era el único montañero en la historia del mundo que olvidó su saco de dormir.

"¡Cielos! -pensé-. ¿Por qué no se le habrá olvidado el colchón neumático en lugar del saco?"

7

Desde el mismísimo momento en que nos reunimos con Morley, éste emitía sin parar repentinos grititos para estar a tono con nuestra aventura. Eran simples "¡Alaiu!" que intentaban sonar a tiroleses, y los soltaba en las situaciones más extrañas, como cuando todavía estaba con sus amigos chinos y alemanes, y cuando después entramos en el coche "¡Alaiu!", y luego, cuando nos bajamos y entramos en el bar, "¡Alaiu!".

Ahora, cuando Japhy se despertó y vio que había amanecido y se levantó y corrió a reunir leña y tiritaba ante un tímido fuego, Morley se despertó de su inquieto sueño, bostezó y soltó un "¡Alaiu!" que el eco multiplicó a lo lejos. Yo me levanté también, y todo lo que podíamos hacer para calentarnos era dar saltitos y mover rápidamente los brazos lo mismo que habíamos hecho el viejo vagabundo y yo en el furgón, en la costa meridional. Pero Japhy en seguida consiguió más leña y pronto chisporroteaba una espléndida hoguera y de espaldas a ella gritábamos y hablábamos.

Era una hermosa mañana. Los rayos del sol, de un rojo primigenio, aparecieron sobre las cumbres y atravesaban la espesura del bosque como si pasaran a través de los vitrales de una catedral, y la neblina subía al encuentro del sol y por todas partes llegaba hasta nosotros el rugido secreto de los torrentes que probablemente llevarían películas de hielo arrancadas de sus remansos. Un sitio extraordinario para pescar. En seguida estaba gritando "¡Alaiu!" yo mismo, pero cuando Japhy fue a coger más leña y no lo vimos durante un rato y Morley gritó "¡Alaiu!", Japhy respondió con un simple "¡Jau!" que, según dijo, era el modo en que los indios se llamaban en la montaña y resultaba mucho más bonito; así que empecé a gritar también "¡Jau!".

Luego subimos al coche y partimos. Comimos el pan y el queso. No había diferencia entre el Morley de esa mañana y el de la noche pasada, excepto que su voz, con aquel tono divertido y culto, sonaba quizá más de acuerdo con la frescura de aquella mañana, un sonido que recordaba al de los que se levantan muy pronto, ese deje un tanto ronco y anhelante, como el del que se lanza al nuevo día. El sol calentó en seguida. El pan negro estaba bueno, había sido preparado por la mujer de Sean Monahan; Sean que tenía una casa en Corte Madera, donde todos podíamos ir sin pagar ningún alquiler. El queso era un Cheddar curado. Pero no me gustó demasiado, y en cuanto estuvimos en pleno campo sin ver casas ni gente empecé a echar de menos un buen desayuno caliente y de pronto, después de haber cruzado un puentecillo sobre un torrente, vimos un pequeño albergue junto a la carretera bajo impresionantes enebros y salía humo por la chimenea y tenía un anuncio de neón en la puerta y un cartel en la ventana donde decía que servían tortitas y café.