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– ¡Vamos a entrar ahí, necesitamos un desayuno de adultos si vamos a estar escalando montes el día entero! Nadie se opuso a mi iniciativa y entramos y nos sentamos y una mujer amable nos atendió con esa alegre locuacidad de la gente que vive en sitios apartados.

– ¡Qué, chicos! De caza, ¿eh?

– No -respondió Japhy-. Sólo vamos a subir el Matterhorn.

– ¡El Matterhorn! Yo no lo haría aunque me pagaran mil dólares.

Entretanto fui al servicio que había en la parte trasera y me lavé con agua del grifo deliciosamente fría y me hormigueó la cara, luego bebí unos tragos y fue como si me entrara hielo líquido en el estómago y me senté allí realmente contento y bebí más. Unos perros de lanas ladraban a la dorada luz del sol que llegaba a través de las ramas de abetos y pinos de más de treinta metros de altura. Distinguí unas cumbres coronadas de nieve en la distancia. Una de ellas era el Matterhorn.

Volví a entrar y las tortitas estaban listas, calientes y humeantes, y eché sirope sobre las mantecosas tortitas y las corté y tomé café caliente y comí. Henry y Japhy hicieron lo mismo, y por una vez no hablábamos. Luego bebimos aquella incomparable agua fría mientras entraban cazadores con botas de montaña y camisas de lana. Pero no cazadores borrachos como los de la noche anterior, sino cazadores muy serios dispuestos a ponerse en marcha en cuanto desayunaran. Nadie pensaba en beber alcohol aquella mañana.

Subimos al coche, cruzamos otro puente sobre un torrente, cruzamos un prado donde había unas cuantas vacas y cabañas de troncos, y salimos a un llano desde el que se distinguía claramente el Matterhorn alzándose por encima de todas las demás cumbres. Era el más impresionante de todos los dentados picos de la parte sur.

– ¡Ahí lo tenéis! -dijo Morley auténticamente orgulloso-. ¿No es hermoso? ¿No os recuerda a los Alpes? Tengo una colección de fotos de montañas cubiertas de nieve que os enseñaré en alguna ocasión.

– Me gustan las cosas reales -dijo Japhy, mirando con seriedad hacia las montañas, y en aquella mirada distante, aquel suspiro íntimo, vi que se encontraba de nuevo en casa.

Bridgeport es un pequeño pueblo dormido que recuerda curiosamente a Nueva Inglaterra y se encuentra en el llano. Dos restaurantes, dos estaciones de servicio, una escuela, todo bordeando la carretera 395 que pasa por allí bajando desde Bishop y luego subiendo todo el rato hasta Carson City, Nevada.

8

Entonces tuvo lugar otro increíble retraso, cuando Morley decidió ver si encontraba alguna tienda abierta en Bridgeport donde comprar un saco de dormir o, por lo menos, una lona o tela encerada de alguna clase para dormir a casi tres mil metros de altura aquella noche que, a juzgar por la noche anterior a unos mil metros, iba a ser bastante fría. Mientras, Japhy y yo esperábamos sentados bajo el ahora caliente sol de las diez de la mañana sobre la yerba de la escuela, observando el ocasional tráfico que pasaba por la cercana y poco concurrida carretera y contemplando a un joven indio que hacía autostop en dirección norte. Hablamos de él con interés:

– Eso es lo que me gustaría hacer; andar haciendo autostop por ahí y sentirme libre, imaginando que soy indio y haciendo todo eso. Maldita sea, Smith, vamos a hablar con él y desearle buena suerte.

El indio no era muy comunicativo, pero tampoco se mostró esquivo y nos contó que iba demasiado despacio por la 395. Le deseamos suerte. Entretanto seguíamos sin ver a Morley que se había perdido en aquel pequeño poblado.

– ¿Qué estará haciendo? ¿Despertando al dueño de alguna tienda y sacándole de la cama?

Por fin, Morley volvió y dijo que no había encontrado nada adecuado y que la única cosa que se podía hacer era alquilar un par de mantas en el albergue del lago. Subimos al coche, retrocedimos unos cuantos cientos de metros por la carretera y nos dirigimos al sur hacia las resplandecientes nieves sin huella alguna arriba en el aire azul. Pasamos junto a los lagos Gemelos y llegamos al albergue, que era una enorme casa blanca. Morley entró y entregó cinco dólares de depósito por el uso de un par de mantas durante aquella noche. Una mujer estaba de pie a la entrada con los brazos en jarras, los perros ladraban. La carretera estaba llena de polvo, una carretera sucia, pero el lago tenía una pureza de cera. En él, los reflejos de los riscos y montañas aparecían con claridad. Pero estaban arreglando la carretera y podíamos ver una nube de polvo amarillo delante por donde teníamos que caminar un rato mientras bordeábamos el lago a lo largo de un arroyo para luego subir por el monte hasta el comienzo del sendero.

Aparcamos el coche y sacamos nuestras cosas y nos las repartimos bajo el caliente sol. Japhy metió algunas cosas en mi mochila y me dijo que tenía que llevarlas o acabaría cayendo de cabeza al lago. Lo decía muy serio, en plan líder, y eso me gustó más que nada. Después, con idéntica seriedad infantil, se inclinó sobre el polvo del camino y con el zapapico empezó a dibujar un gran círculo dentro del que representó varias cosas.

– ¿Qué es eso?

– Estoy haciendo un mandala mágico que no sólo nos ayudará durante el ascenso, sino que además, y después de unas cuantas acciones y cánticos, me permitirá predecir el futuro.

– ¿Qué es un mandala?

– Son los dibujos budistas y siempre son círculos llenos de cosas, el círculo representa el vacío y las cosas la ilusión, ¿entiendes? A veces hay mandalas pintados en la cabeza de ciertos bodhisattvas y estudiándolos puedes saber su historia. Son de origen tibetano.

Llevaba mis playeras y ahora me encasqueté el gorro que Japhy me había entregado, y que era una boina francesa negra que me puse ladeada y me eché la mochila a la espalda y estaba en condiciones de ponerme en marcha. Con las playeras y la boina me sentía más como un pintor bohemio que como un montañero. Sin embargo, Japhy llevaba sus preciosas botas y su pequeño sombrero suizo con una pluma y parecía un elfo algo rudo. Me lo imagino ahora en la montaña, aquella mañana. Ésta es la visión: es una mañana muy pura en la alta y seca sierra, a lo lejos los abetos dan sombra a las laderas nevadas, algo más cerca, las formas de los pinos, y allí el propio Japhy con su sombrerito y una enorme mochila a la espalda y una flor en la mano izquierda que tiene enganchada a la correa de la mochila que le cruza el pecho; la hierba crece entre los montones de rocas y piedras; distantes jirones de niebla acuchillan los costados de la mañana, y sus ojos brillan alegres. Está en camino, sus héroes son John Muir, Han Chan, Shin-te y Li Po, John Burroughs, Paul Bunyan y Kropotkin; es bajo y tiene un divertido modo de sacar el vientre cuando camina, pero no porque tenga el vientre grande, sino porque su espina dorsal se curva un poco; compensa esto con sus largas zancadas tan vigorosas como las de un hombre alto (como comprobé siguiéndole sendero arriba), y su pecho es amplio y sus hombros anchos.

– Me siento muy bien esta mañana, Japhy -le dije mientras cerrábamos el coche y nos echábamos a andar por el camino del lago con nuestros bultos, ocupando todo el ancho de lado a lado como soldados de infantería un tanto dispersos-. ¿No es esto infinitamente mejor que The Place? Estarán emborrachándose allí en una deliciosa mañana de sábado como ésta, y nosotros aquí junto al purísimo lago caminando a través del aire fresco y limpio. ¡De verdad que esto es un haiku!

– Las comparaciones son odiosas, Smith -dijo Japhy poniéndose a mi altura y citando a Cervantes y haciendo una observación de budista zen-. No encuentro que sea diferente estar en The Place a subir al Matterhorn, se trata del mismo vacío, joven.