Pensé en esto y comprendí que tenía razón, que las comparaciones son odiosas, que todo es lo mismo, aunque estaba seguro de sentirme bien y, de repente, me di cuenta de que esto (a pesar de las hinchadas venas de mi pie) me sentaría muy bien y me apartaría de la bebida y quizá me hiciera apreciar un modo de vida totalmente nuevo. -Japhy, me alegra haberte conocido. Voy a aprender a llenar las mochilas y a vivir escondido en estas montañas cuando me canse de la civilización. De hecho, doy gracias por haberte conocido.
– Bueno, Smith, también yo doy gracias por haberte conocido y por aprender a escribir espontáneamente y todo eso.
– Eso no es nada.
– Para mí es mucho. Vamos, muchachos, un poco más deprisa, no tenemos tiempo que perder.
Poco a poco nos fuimos acercando al polvo amarillo donde había máquinas trabajando y obreros enormes y sudorosos que ni siquiera nos miraron mientras trabajaban y juraban. Para ellos, escalar el monte hubiera supuesto paga doble o cuádruple en un día como hoy: un sábado.
Japhy y yo reímos pensando en eso. Me sentí un poco incómodo con mi ridícula boina, pero los obreros no nos miraron y pronto los dejamos atrás y nos acercamos a la última tienda de troncos al pie del sendero. Era, pues, una cabaña de troncos levantada al final del lago y estaba dentro de una V de poderosos riscos. Nos detuvimos y descansamos un rato en los escalones de la entrada. Habíamos caminado unos seis kilómetros, pero por un camino llano y en buenas condiciones. Entramos y compramos azúcar y galletas y coca-colas y cosas así. Entonces, y de repente, Morley, que no había callado durante los seis kilómetros que habíamos caminado y que tenía un aspecto divertido con la enorme mochila donde llevaba el colchón hinchable (ahora deshinchado) y sin sombrero ni nada en la cabeza, así que parecía exactamente lo que parece en la biblioteca, y eso a pesar de aquellos anchos pantalones que llevaba, recordó que se había olvidado de vaciar el cárter.
– Conque te has olvidado de vaciar el cárter -dije yo al notar su consternación y sin saber mucho de coches-. Conque se te ha olvidado carteriar el vacier.
– No, no. Eso significa que si la temperatura baja de cero esta noche, el jodido radiador reventará y no podremos volver a casa y tendremos que caminar veinte kilómetros hasta Bridgeport y nos quedaremos colgados.
– Bueno, a lo mejor no hace tanto frío esta noche.
– No podemos correr ese riesgo -dijo Morley, y por entonces yo estaba indignado contra él porque siempre encontraba manera de olvidar cosas, liarlo todo, retrasarnos y hacer que el itinerario fuera un círculo vicioso en lugar de una excursión relativamente sencilla.
– ¿Y qué vas a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¿Retroceder los seis kilómetros?
– Sólo podemos hacer una cosa. Vuelvo yo solo, vacío el cárter, regreso, y sigo el sendero y me reúno con vosotros esta noche.
– Encenderé un buen fuego -dijo Japhy-, y lo verás desde lejos y podrás alcanzarnos.
– Es fácil.
– Pero tendrás que darte prisa y llegar junto a nosotros a la caída de la tarde.
– Lo haré, me pondré en marcha ahora mismo. Pero entonces me dio pena el pobre Henry y le dije: -¡Qué coño! ¿Quieres decir que vas a andar detrás de nosotros el día entero? ¡A la mierda con ese cárter! Vente con nosotros.
– Costará demasiado dinero arreglarlo si se congela, Smith, es mejor que vuelva. Puedo pensar un montón de cosas agradables y enterarme aproximadamente de lo que habléis a lo largo del día si me pongo en marcha ahora mismo. No lancéis rugidos a las abejas y no hagáis daño al perro, y si se juega un partido de tenis y nadie lleva camisa no abráis mucho los ojos ante el reflector o el sol os echará encima el culo de una chica, y también gatos y cajas de fruta y naranjas dentro… -Y tras decir esto, sin más rodeos ni ceremonias, se fue carretera abajo diciendo adiós con la mano y farfullando algo más, hablando consigo mismo, así que le chillamos:
– Hasta pronto, Henry, date prisa. -Y no respondió y siguió caminando encogiéndose de hombros.
– Mira -dije-, me parece que no le importa nada. Le basta con andar por ahí y olvidarse las cosas.
– Y darse palmadas en la tripa y ver las cosas como son, igual que Chuangtsé. -Y Japhy y yo soltamos una carcajada viendo a Henry alejarse vacilante, solo y loco, bajando por la carretera que acabábamos de subir.
– Bien, continuemos -dijo Japhy-. Cuando me pese demasiado esta mochila tan grande cambiaremos de carga. -Estoy preparado. Tío, dámela ahora, tengo ganas de llevar algo pesado. No sabes lo bien que me siento, tío, vamos. -Cambiamos, pues, de cargas y seguimos.
Los dos nos sentíamos muy bien y hablamos un largo trecho, de todo tipo de cosas; literatura, las montañas, chicas, Princess, los poetas japoneses, nuestras anteriores aventuras, y de pronto me di cuenta que era una auténtica bendición que Morley se hubiera olvidado de vaciar el cárter, pues en el caso contrario Japhy no habría podido meter baza en todo el santo día y en cambio ahora yo tenía la oportunidad de oírle exponer sus ideas. El modo que tenía de hacer las cosas y de caminar me recordaba a Mike, el amigo de mi infancia al que también le gustaba abrir camino, a Buck Jones, tan serio, con los ojos dirigidos a lejanos horizontes, a Natty Bumppo, haciéndome frecuentes indicaciones: "Por aquí es demasiado profundo, bordearemos el arroyo hasta que podamos vadearlo", o, "hay barro blando al fondo, será mejor rodear este sitio", y todo lo decía muy en serio. Y me lo imaginaba en su infancia en aquellos bosques del este de Oregón. Caminaba igual que hablaba, desde detrás podía ver que metía un poco los pies hacia dentro, exactamente como yo; pero cuando llegaba el momento de subir los ponía hacia fuera, como Chaplin, para que su paso fuera más fácil y firme.
Cruzamos una especie de cauce embarrado con densos matorrales y sauces y salimos al otro lado un poco mojados y seguimos sendero arriba. Estaba claramente señalado y había sido reparado recientemente por peones camineros, pero llegamos a una zona donde una roca que había caído cerraba el paso. Japhy tomó grandes precauciones para apartar la roca diciendo:
– Yo trabajaba de peón caminero, no soporto ver un camino cegado como está éste, Smith.
Según íbamos subiendo el lago aparecía debajo de nosotros y, de pronto, en aquella superficie azul claro vimos los profundos agujeros donde el lago tenía sus manantiales, igual que pozos negros, y también vimos cardúmenes de peces.
– ¡Esto es como un mañana en China y he cumplido los cinco años en el tiempo sin principio! -exclamé, y sentí ganas de sentarme en el sendero y sacar mi cuaderno y escribir mis impresiones sobre todo aquello.
– Mira allí -dijo Japhy, entusiasmado también-, chopos amarillos. Esto me recuerda un haiku…: "Al hablar de la vida literaria, los chopos amarillos."
Al caminar por esos parajes se pueden entender las perfectas gemas de los haikus que han escrito los poetas orientales, no se embriagaban nunca en las montañas, no se excitaban, simplemente registraban con alegría infantil lo que veían, sin artificios literarios ni expresiones delicadas. Hicimos haikus mientras subíamos serpenteando por laderas cubiertas de matorrales.
– Rocas en el borde del precipicio -dije-, ¿por qué no se caen?
– Eso podría ser un haiku y no serlo -dijo Japhy-, quizá resulte demasiado complicado. Un auténtico haiku tiene que ser tan simple como el pan y, sin embargo, hacerte ver las cosas reales. Tal vez el haiku más grande de todos es el que dice: "El gorrión salta por la galería, con las patas mojadas." Es de Shiki. Ves claramente las huellas mojadas como una visión eü tu mente, y en esas pocas palabras también ves toda la lluvia que ha estado cayendo ese día y casi hueles la pinocha mojada.