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– Hay hierba alta, matorrales, piedras dispersas, bellos arroyos con meandros que tienen hielo en los remansos incluso a mediodía, manchas de nieve, árboles tremendos y una roca tan grande como dos casas de Alvah una encima de la otra que se inclina hacia adelante y forma una especie de concavidad donde podemos acampar y encender un buen fuego que caliente la pared de piedra. Después de eso se termina la hierba y el bosque. Eso será a unos tres mil metros de altura, más o menos.

Con las playeras me resultaba facilísimo bailar ágilmente de piedra en piedra, pero al cabo de un rato noté que Japhy hacía lo mismo con mucha más gracia y que se movía sin esfuerzo de piedra en piedra, a veces bailando deliberadamente y cruzando las piernas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y yo traté de seguir sus pasos durante unos momentos, pero en seguida comprendí que era mejor que eligiera mis propias piedras y me dedicara a mi propia danza.

– El secreto de este modo de escalar -dijo Japhy- es como el zen. No hay que pensar. Hay que limitarse a bailar. Es la cosa más fácil del mundo. De hecho más fácil todavía que caminar por terreno llano, que resulta tan monótono. Se presentan pequeños problemas a cada paso y, sin embargo, nunca dudas y te encuentras de repente encima de otra piedra que has elegido sin ningún motivo especial, justo como en el zen. -Y así era.

Ya casi no hablábamos. Los músculos de las piernas se cansaban. Pasamos horas, quizá tres, subiendo por aquel valle tan largo. Por entonces llegó el atardecer y la luz se iba poniendo color ámbar y las sombras caían siniestras sobre el valle de piedras y eso, en lugar de asustarte, te proporcionaba una nueva sensación de inmortalidad. Los hitos estaban dispuestos de forma que se veían con facilidad: te subías a una roca y mirabas hacia adelante y localizabas un hito (normalmente eran dos piedras planas, una encima de otra, y a veces otra más redonda encima como adorno) y te dirigías en su dirección. El objetivo de estos hitos, dispuestos así por escaladores previos, era ahorrar un par de kilómetros o más andando de un lado a otro del inmenso valle. Entretanto, nuestro torrente rugía por allí cerca, aunque ahora era más fino y tranquilo, procedente de la propia cara del risco, en aquel momento distante un kilómetro y medio valle arriba, brotando de una mancha negra que distinguí en la roca gris.

Saltar de piedra en piedra y sin caer nunca, con una mochila a la espalda, es más fácil de lo que parece; es imposible caerse cuando se sigue el ritmo de la danza. Miré valle abajo varias veces y me sorprendió comprobar lo altos que estábamos y ver más lejos aún horizontes de nuevas montañas. Nuestro hermoso valle en lo alto del sendero era como un pequeño calvero en el bosque de Arden. Luego la ruta se hizo más empinada, el sol se puso más rojo, y muy pronto empecé a ver manchas de nieve en la sombra de algunas rocas. Llegamos a un lugar donde el risco de enfrente parecía echársenos encima. En ese momento vi que Japhy dejaba a un lado su mochila y me acerqué a él.

– Bien, dejaremos nuestra carga aquí y subiremos esos pocos metros por la ladera de este paredón, por aquel sitio que parece más accesible. Encontraremos el sitio donde acampar. Lo recuerdo bien. En realidad, puedes quedarte por aquí y descansar o meneártela mientras doy una vuelta. Me gusta andar solo.

De acuerdo. Me senté y me cambié los calcetines mojados y la camiseta empapada por prendas secas y crucé las piernas y descansé y silbé durante una media hora; una ocupación realmente agradable, y Japhy volvió y dijo que había encontrado el sitio. Yo creía que sólo quedaba un breve paseo hasta el lugar donde descansaríamos, pero casi nos llevó otra hora trepar unas piedras y saltar por encima de otras hasta llegar al plano de la plataforma, y allí, sobre una zona de hierba más o menos llana, caminar unos doscientos metros hasta donde había una gran roca gris rodeada de pinos. El lugar era esplendoroso: nieve en el suelo, manchas blancas en la hierba, y murmurantes arroyos y las enormes y silenciosas montañas de piedra a ambos lados, y el viento soplando y el olor a brezos. Vadeamos un adorable arroyuelo de un palmo de profundidad, agua transparente con pureza de perla, y llegamos a la enorme roca. Había troncos carbonizados de otros montañeros que habían acampado allí.

– ¿Dónde está el Matterhorn?

– Desde aquí no se puede ver, aunque… -señaló una gran plataforma lejana y una cañada con maleza que doblaba a la derecha-… dando la vuelta por allí, un par de kilómetros o así más allá, nos encontraremos al pie del Mattherhorn. -¡Coño, tío! ¡Eso nos va a llevar otro día entero! -No cuando se viaja conmigo, Smith.

– Bien, Ryderito, me parece bien.

– De acuerdo, Smithito, y ahora vamos a descansar y disfrutar de todo esto y prepararemos la cena y esperaremos al viejo Morleyto.

Así que abrimos las mochilas y sacamos las cosas y fumamos y lo pasamos bien. Ahora las montañas tenían un matiz rosado. Quiero decir las rocas, porque sólo había rocas sólidas cubiertas por los átomos de polvo acumulados desde el tiempo sin principio. De hecho me asustaban aquellas dentadas monstruosidades que teníamos alrededor y por encima.

– ¡Qué silencio!

– Sí, tío, ¿sabes?, para mí una montaña es un Buda. Piensa en su paciencia; cientos de miles de años inmóvil aquí en un perfecto silencio y como rezando por todos los seres vivos esperando que se terminen nuestras agitaciones y locuras.

Japhy sacó el té, un té chino, y echó un poco en un bote de hojalata, y el fuego se había avivado entretanto, aunque todavía era pequeño porque no se había puesto el sol, y clavó un largo palo entre unas rocas y colgó de él la tetera y el agua hirvió en seguida y la vertió en el bote de hojalata y tomamos nuestro té en vasos de estaño. Yo mismo había traído el agua de un arroyo, y era un agua fría y pura como la nieve y como los ojos con párpados de cristal del cielo. Y nuestro té era con gran diferencia el más puro y tonificante que había tomado en toda mi vida y daba ganas de tomar más y más y nos quitó la sed, v, desde luego, nos proporcionó un delicioso calor en el estómago.

– Ahora entenderás la pasión oriental por el té -dijo Japhy-. Recuerda ese libro del que te hablé sobre el primer sorbo que es alegría, el segundo goce, el tercero serenidad, el cuarto locura, el quinto éxtasis.

– Sí, es un buen compañero.

La roca junto a la que habíamos acampado era una maravilla. Tenía unos diez metros de alto por otros diez de base, un cuadrado casi perfecto, v unos árboles retorcidos inclinándose sobre ella v como mirándonos desde arriba. Desde la base avanzaba hacia adelante formando una concavidad, así que si llovía estaríamos parcialmente cubiertos.

– ¿Cómo llegaría esta inmensa hija de puta hasta aquí? -Probablemente fue dejada por el glaciar en retirada. ¿Ves aquel campo de nieve de allí?

– Sí.

– Es lo que queda del glaciar. No se puede comprender si cayó hasta aquí desde montañas prehistóricas inconcebibles, o si aterrizó aquí cuando la tierra estalló durante el levantamiento del jurásico. Ray, estar aquí no es como estar sentado en un salón de té de Berkelev. Esto es el comienzo v el fin del mundo. Fíjate en estos pacientes budas mirándonos sin decir nada.

– Y viniste aquí totalmente solo…

– Anduve por aquí semanas interminables, justo como John Muir, iba de un lado para otro siguiendo las vetas de cuarcita o recogiendo amapolas, o simplemente caminando sin parar, cantando, desnudo v preparando la comida v riendo.

– Japhy, tengo que decírtelo; me pareces el tipo más feliz del mundo y eres grande, te lo aseguro. Me alegra tanto aprender tantas cosas… Este sitio, además, hace que sienta una profunda devoción. ¿Sabes que hice una oración?