Terminada la cena, Japhy restregó cuidadosamente los cacharros con un estropajo metálico y me hizo traer agua. La cogí en una lata vacía que habían dejado otros montañeros, y tras llenarla en un estanque de estrellas, volví con ella y una bola de nieve, y Japhy lavó los platos con agua previamente hervida.
– Normalmente no lavo los platos, sólo los ato con mi pañuelo azul, porque esas cosas realmente no importan…, aunque seguro que este tipo de conocimientos no los apreciarían esos del edificio de Madison Avenue, ¿cómo se llaman?…, esa empresa inglesa, ¿cómo se llama? Creo que Urber and Urber, ¡a la mierda! Y ahora voy a sacar mi mapa del firmamento y ver cómo andan las cosas esta noche. Las estrellas son mucho más numerosas que todos tus famosos sutras Surangamy. -Así que desplegó su mapa del firmamento y lo hizo girar un poco, y lo ajustó y miró y dijo-: Son exactamente las ocho cuarenta y ocho.
– ¿Cómo lo sabes?
– Sino no estaría donde está si no fueran las ocho cuarenta y ocho… ¿Sabes lo que me gusta de ti, Ray? Evocas en mí el auténtico lenguaje de este país que es el lenguaje de los obreros, de los ferroviarios, de los leñadores. ¿Les has oído hablar alguna vez?
– Pues claro. Conocí a un tipo, un conductor de un camión cisterna lleno de petróleo, que me recogió en Houston, Texas, una medianoche después de que un marica due ño de un motel, que se llamaba muy adecuadamente el Albergue del Dandy, me echara y me dijera que si no conseguía que me recogiera alguien dormiría al sereno; así que esperé como una hora en la carretera totalmente desierta y de pronto llegó un camión conducido por un cherokee que me dijo que lo era, aunque se llamaba Johnson o Ally Reynolds o algo parecido, y empezó a hablar más o menos así: "Mira, chaval, yo salí de debajo de las faldas de mamá antes de que tú llegaras a oler el río y vine al Oeste para conducir como un loco por los campos petrolíferos de Texas…", y siguió con una especie de charla rítmica y se ocupaba de todo tipo de cosas siguiendo el ritmo de los acelerones y frenazos y cambios de velocidad del camión y éste rodaba a más de cien por hora y su relato iba igual de rápido, algo magnífico, eso es lo que yo llamo poesía.
– Eso quería decir. Deberías oír al viejo Burnie Byers hablar de esa misma manera en la zona del Skagit. Ray, tienes que ir allí.
– De acuerdo, iré.
Japhy, arrodillado sobre el mapa, estudiaba el firmamento, inclinado un poco hacia adelante para mirar a través de las ramas de los árboles, que enmarcaban nuestras piedras, con su perilla y todo, y con aquella poderosa roca grisácea detrás de él, igual, exactamente igual que la visión que yo había tenido de los viejos maestros zen de China en la inmensidad. Estaba doblado un poco hacia adelante, de rodillas, como si tuviera un sutra sagrado en la mano. Pero en seguida se dirigió a la mancha de nieve y volvió con el pudín de chocolate que ahora estaba helado y delicioso a más no poder. Nos echamos encima de él.
– Quizá deberíamos dejar un poco para Morley. -No se conservará, el sol de la mañana lo desharía.
La hoguera dejó de crepitar y sólo quedaron enormes brasas, pero enormes de verdad, de dos metros de largo. La noche imponía cada vez más su sensación de gélido cristal, y el olor de los humeantes leños era tan delicioso como el del pudín de chocolate. Fui un rato a dar un paseo junto al arroyo casi helado y me senté a meditar junto a un tronco caído y las enormes paredes de las montañas a ambos lados de nuestro valle eran masas silenciosas. Hacía demasiado frío para quedarse allí más de un minuto. Cuando regresé nuestra hoguera color naranja reflejaba su resplandor en la enorme roca y Japhy, arrodillado y contemplando el firmamento a más de tres mil metros por encima del rechinante mundo, era la imagen misma de la paz y el buen sentido. Había otro aspecto de Japhy que me asombraba: su poderoso y tierno sentido de la caridad. Siempre estaba regalando cosas, siempre practicando lo que los budistas llaman el Paramita de Dana, la perfección de la caridad.
Cuando volví y me senté junto al fuego, dijo:
– Bueno, Smith, ya es hora de que tengas un rosario de cuentas de juju, así que quédate con éste. -Y me entregó las cuentas de madera oscura unidas por una cuerda negra y brillante con un bello lazo en el extremo.
– No puedes regalarme una cosa así. Procede de Japón, ¿no?
– Tengo otro juego de cuentas negras. Smith, la oración que me enseñaste antes merece un rosario de cuentas de juju como éste. En cualquier caso, es tuyo.
Minutos después liquidamos el resto del pudín de chocolate, aunque Japhy consiguió que yo tomara la parte mayor. Luego, cuando extendió ramas sobre la piedra y encima del poncho, se aseguró que su saco de dormir estuviera más alejado del fuego que el mío para que yo estuviera bien caliente. Siempre estaba practicando la caridad. De hecho me la enseñó cuando una semana más tarde le regalé unas agradables camisetas que había encontrado en los almacenes del Monte de Piedad. Correspondió a este regalo dándome un recipiente de plástico para guardar alimentos. En broma, le regalé una flor muy grande del jardín de Alvah. Un día más tarde me trajo solemnemente un pequeño ramo de flores recogidas en los jardines públicos de Berkeley.
– Y puedes quedarte con las playeras, además -dijo-. Tengo otro par más viejo que ése, pero igual de buenas.
– Mira, no puedo aceptar todo esto.
– Smith, ¿no te das cuenta de que es un privilegio regalar cosas a los demás? -Y lo hacía de un modo muy agradable. No había nada de navideño ni de ostentoso, sino algo casi triste, y en ocasiones sus regalos eran cosas viejas que tenían el encanto de lo útil y lo melancólico.
Nos metimos en los sacos de dormir, ya hacía un frío gélido, era alrededor de las once, y hablamos un rato más antes de que uno de los dos dejara de responder y en seguida nos dormimos. Mientras Japhy roncaba me desperté y seguí tumbado mirando a las estrellas y dando gracias a Dios por haber subido a esta montaña. Mis piernas estaban mejor, todo el cuerpo revigorizado. Los crujidos de los troncos apagándose eran como Japhy haciendo comentarios sobre mi felicidad. Le miré, su cabeza estaba metida en el saco de plumas de pato. Su forma acurrucada era la única cosa que se podía ver en muchos kilómetros de oscuridad saturada y concentrada de deseos de ser buena. Pensé: "¡Qué cosa más extraña es el hombre! Como dice la Biblia: "¿Quién conoce el espíritu del hombre que mira a lo alto?" Este pobre muchacho diez años más joven que yo haciéndome parecer un idiota que olvida todos los ideales y la alegría que tenía antes, en mis recientes años de bebedor decepcionado. ¿Y qué le importa no tener dinero? No necesita el dinero, lo único que necesita es su mochila con esas bolsitas de comida seca y un buen par de zapatos, y allá se va a disfrutar de los privilegios de un millonario en sitios como éste. ¿Y qué millonario con gota podría llegar hasta esta roca? Nos ha llevado un día entero llegar hasta aquí." Y me prometí que iniciaría una nueva vida. "Por todo el Oeste y por las montañas del Este, y también por el desierto, vagabundearé con una mochila, seguiré el camino puro." Y me dormí tras hundir la nariz dentro del saco de dormir y me desperté hacia el alba temblando; el suelo húmedo había atravesado el impermeable y el saco, y mis costillas estaban sobre un suelo más húmedo que el de una cama mojada. El aliento me humeaba. Me volví sobre el otro lado y volví a dormirme: mis sueños fueron puros sueños fríos como agua helada, pero sueños felices, no pesadillas.