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Cuando me desperté de nuevo y la luz del sol era de un primigenio color naranja que llegaba a través de los riscos del este y bajaba por entre nuestras fragantes ramas de pino, me sentí como cuando era niño y había llegado el momento de jugar el día entero porque era sábado. Japhy ya estaba levantado y cantaba y haciendo aire con las manos avivaba un pequeño rescoldo. El suelo tenía escarcha blanca. Se alejó corriendo y gritó: "¡Alaiu!", y, ¡Dios mío!, de pronto oímos que Morley contestaba mucho más cerca que la noche anterior.

– Ya se ha puesto en camino. Despierta, Smith, y toma una taza de té, te sentará bien, ya verás.

Me levanté y pesqué las playeras dentro del saco de dormir donde las había tenido toda la noche para que se calentaran y me las puse, y también me puse la boina y di un salto y corrí unos cuantos metros por la hierba. El arroyo estaba helado, excepto por el centro, donde las burbujas se alejaban tintineando. Me tumbé boca abajo y tomé un profundo trago, mojándome la cara. No hay sensación mejor en el mundo que lavarse la cara en el agua fría una mañana en la montaña. Después volví y Japhy estaba calentando los restos de la cena de la noche anterior que estaba todavía bastante rica. Luego me acerqué al borde del risco y gritamos hacia Morley, y de repente lo vimos a lo lejos. Una delgada figura dos o tres kilómetros valle abajo moviéndose como un ser enano animado en el inmenso vacío.

– Esa pequeña mancha de allí abajo es nuestro ocurrente amigo Morley -dijo Japhy, con su curiosa voz potente de leñador.

Unas dos horas después, Morley estaba a una distancia desde la que podía hablar mientras saltaba las piedras finales en dirección a nosotros que lo esperábamos sentados en una roca al sol, que ya calentaba.

– La Asociación Femenina de Ayuda dice que debo presentarme aquí para ver si a vosotros, muchachos, os gusta llevar cintas azules cosidas a la camisa, dicen que queda mucha limonada rosa y que lord Mountbatten se está impacientando. Me parece que están estudiando el origen de ese reciente conflicto en el Oriente Medio, o preferirán tomar café. En mi opinión deberían tener más cuidado con un par de literatos como vosotros… -Y siguió así, sin parar y sin razón alguna, parloteando bajo el feliz cielo azul de la mañana con su apagada sonrisa, sudando un poco debido al prolongado esfuerzo matutino.

– Bueno, Morley, ¿estás preparado para subir al Matterhorn?

– Lo estaré en cuanto me cambie estos calcetines mojados.

11

Hacia mediodía nos pusimos en marcha dejando nuestras mochilas en el campamento al que probablemente nadie llegaría hasta por lo menos el año próximo, y seguimos valle arriba con sólo un poco de comida y un equipo de primeros auxilios. El valle era más largo de lo que parecía. Casi inmediatamente eran las dos de la tarde y el sol se estaba poniendo más dorado y se levantó viento y empecé a pensar: "¡Dios mío, vamos a tener que subir a esa montaña de noche!"

– Tienes razón, tenemos que darnos prisa -dijo Japhy, después de que le comunicara mis temores.

– ¿Por qué no lo dejamos y volvemos a casa?

– Vamos, vamos, fiera, subiremos corriendo a esa montaña y luego volveremos a casa.

El valle era largo, largo, largo. En su extremo superior se hizo muy escarpado y empecé a tener miedo de caerme; las piedras eran pequeñas y resbaladizas y me dolían los tobillos debido al esfuerzo muscular del día anterior. Pero Morley seguía caminando y hablando y me di cuenta de que tenía una gran resistencia. Japhy se quitó los pantalones y parecía un indio; quiero decir que se quedó en pelotas si se exceptúa un taparrabos, y avanzaba casi quinientos metros por delante de nosotros; a veces nos esperaba un poco para darnos tiempo a que le alcanzáramos, y luego seguía, moviéndose más deprisa, esperando escalar la montaña ese mismo día. Morley iba el segundo, todo el tiempo, unos cincuenta metros por delante de mí. Yo no tenía prisa. Luego, cuando la tarde avanzó, decidí adelantar a Morley y reunirme con Japhy. Ahora estábamos a unos tres mil quinientos metros de altura y hacía frío y había mucha nieve y hacia el este veíamos inmensas montañas coronadas de nieve y vastas extensiones de valle a sus pies y prácticamente nos encontrábamos en la cima de California. En un determinado momento tuve que gatear, lo mismo que los otros, por un estrecho lecho de roca, alrededor de una piedra saliente, y me asusté de verdad: la caída era de unos treinta metros, lo bastante como para romperme la crisma, encima de otro pequeño lecho de roca donde rebotaría como preparación para una segunda caída, la definitiva, de unos trescientos metros. Ahora el viento arreciaba. Sin embargo, toda esa tarde, en un grado incluso mayor que la anterior, estuvo llena de premoniciones o recuerdos, como si hubiera estado allí antes, trepando por aquellas rocas, con objetivos más antiguos, más serios, más sencillos. Por fin llegamos al pie del Matterhorn donde había una bellísima laguna desconocida para la mayoría de los hombres de este mundo, contemplada sólo por un puñado de montañeros, una laguna a más de tres mil quinientos metros de altura con nieve en las orillas y bellas flores y bella hierba, un prado alpino, llano y de ensueño, sobre el que me tumbé en seguida quitándome los zapatos. Japhy, que ya llevaba allí media hora, se había vestido otra vez porque hacía frío. Morley subía detrás de nosotros sonriendo. Nos sentamos allí observando la inminente escarpadura tan empinada que constituía el tramo final del Matterhorn.

– No parece excesivamente difícil -dije, animado-, llegaremos en seguida.

– No, Ray, es mucho más de lo que parece. ¿No te das cuenta de que son unos trescientos metros más?

– ¿Tanto?

– A menos que nos demos prisa y marchemos dos veces más rápido que hasta ahora, no conseguiremos regresar a nuestro campamento antes de que caiga la noche y no llegaremos al coche, allí, al lado de la cabaña de troncos, antes de mañana por la mañana.

– ¡Vaya!

– Estoy cansado -dijo Morley-, no pienso intentar el ascenso.

– Me parece muy bien -respondí-. La finalidad del montañero no es demostrar que puede llegar a la cima de una montaña, sino encontrarse en un lugar salvaje.

– Bueno, pues yo subiré -dijo Japhy.

– Pues si tú subes, yo iré contigo.

– ¿Y tú, Morley?

– No creo que lo consiguiera. Esperaré aquí.

El viento era muy fuerte, y pensaba que en cuanto subiéramos unos cuantos metros por la ladera estorbaría nuestra ascensión.

Japhy cogió un pequeño paquete de cacahuetes y uvas pasas y dijo:

– Ésta será nuestra gasolina, chico. Ray, ¿estás dispuesto a ir el doble de deprisa?

– Lo estoy. ¿Qué dirían los de The Place si supieran que he hecho todo este camino para rajarme en el último minuto?