Feliz. Solo con mis pantalones cortos, descalzo, el pelo alborotado, junto al fuego, cantando, bebiendo vino, escupiendo, saltando, correteando -¡esto sí que es vida!- Completamente solo y libre en las suaves arenas de la playa con los suspiros del mar cerca y las titilantes y cálidas estrellas, vírgenes de Falopio, reflejándose en el vientre fluido del canal exterior. Y si las latas están al rojo vivo y no puedes cogerlas con la mano, usa tus viejos guantes de ferroviario; con eso basta. Dejé que la comida se enfriara un poco para disfrutar un poco más del vino y de mis pensamientos. Me senté con las piernas cruzadas sobre la arena e hice balance de mi vida. Bueno, allí estaba, ¿y qué?
"¿Qué me deparará el porvenir?"
Entonces, el vino excitó mi apetito y tuve que lanzarme sobre las salchichas. Las mordí por un extremo sujetándolas con el palo por el otro, y ñam ñam, y luego me dediqué a las dos sabrosas latas atacándolas con mi vieja cuchara y sacando judías y trozos de cerdo, o de macarrones y salsa picante, y quizá también un poco de arena.
"¿Cuántos granos de arena habrá en esta playa? -pensé-. ¿Habrá tantos granos de arena como estrellas en el cielo? -ñam, ñam-. Y si es así, ¿cuántos seres humanos habrán existido? En realidad, ¿cuántos seres vivos habrán existido desde antes del comienzo de los tiempos sin principio? Bueno, creo que habría que calcular el número de granos de arena de esta playa y el de las estrellas del cielo, en cada uno de los diez mil enormes macrocosmos, lo que daría un número de granos de arena que ni la IBM ni la Burroughs podrían computar. ¿Y cuántos serán? -trago de vino-; realmente no lo sé, pero en este preciso momento esa dulce Santa Teresita y el viejo vagabundo están derramando sobre mi cabeza un par de docenas de trillones de sextillones de descreídas e innumerables rosas mezcladas con lirios."
Después, terminada la comida, secados los labios con mi pañuelo rojo, lavé los platos con agua salada, di patadas a unos terrones de arena, anduve de acá para allá, sequé los platos, los guardé, devolví la vieja cuchara al interior del saco húmedo por el aire del mar, y me tendí envuelto en la manta para pasar una buena noche de descanso bien ganado. Me desperté en mitad de la noche.
"¿Dónde estoy? ¿Qué es ese baloncesto de la eternidad que las chicas juegan aquí, a mi lado, en la vieja casa de mi vida? ¿Está en llamas la casa?"
Pero sólo es el rumor de las olas que se acercan más y más con la marea alta a mi cama de mantas.
"Soy tan duro y tan viejo como una concha", y me vuelvo a dormir y sueño que mientras duermo consumo tres rebanadas de aliento de pan… ¡Pobre mente humana, y pobre hombre solitario de la playa!, y Dios observándolo mientras sonríe y yo digo… Y soñé con mi casa de hace tanto tiempo en Nueva Inglaterra y mis gatitos tratando de seguirme durante miles de kilómetros por las carreteras que cruzan América, y mi madre llevando un bulto a la espalda, y mi padre corriendo tras el efímero e inalcanzable tren, y soñé y me desperté en un grisáceo amanecer, lo vi, resoplé (porque había visto que todo el horizonte giraba como si un tramoyista se hubiera apresurado a ponerlo en su sitio y hacerme creer en su realidad), y me volví a dormir.
"Todo da lo mismo", oí que decía mi voz en el vacío que se abraza tan fácilmente durante el sueño.
2
El vagabundo de Santa Teresita fue el primer Vagabundo del Dharma auténtico que conocí, y el segundo fue el número uno de todos los Vagabundos del Dharma y, de hecho, fue él, Japhy Ryder, quien acuñó la frase. Japhy Ryder era un tipo del este de Oregón criado con su padre y madre v hermana en una cabaña de troncos escondida en el bosque: desde el principio fue un hombre de los bosques, un leñador, un granjero, interesado por los animales y la sabiduría india, así que cuando llegó a la universidad, quisiéralo él o no, estaba ya bien preparado para sus estudios, primero de antropología, después de los mitos indios y posteriormente de los textos auténticos de mitología india. Por último, aprendió chino y japonés y se convirtió en un erudito en cuestiones orientales y descubrió a los más grandes Vagabundos del Dharma, a los lunáticos zen de China y Japón. Al mismo tiempo, como era un muchacho del Noroeste con tendencias idealistas, se interesó por el viejo anarquismo del I.W.W ( [1]), y aprendió a tocar la guitarra y a cantar antiguas canciones proletarias que acompañaban su interés por las canciones indias y su folklore. Le vi por primera vez caminando por una calle de San Francisco a la semana siguiente (después de haber hecho autostop desde Santa Bárbara de un tirón y, aunque nadie lo crea, en el coche conducido por una chica rubia guapísima vestida sólo con un bañador sin tirantes blanco como la nieve y descalza y con una pulsera de oro en el tobillo, y era un Lincoln Mercury último modelo rojo canela, y la chica quería bencedrina para conducir sin parar hasta la ciudad y cuando le dije que tenía un poco en mi bolsa del ejército gritó: "¡Fantástico!"). Y vi a Japhy que caminaba con ese curioso paso largo de montañero, v llevaba una pequeña mochila a la espalda llena de libros v cepillos de dientes y a saber qué más porque era su mochila pequeña para "bajar-a-la-ciudad" independiente de su gran mochila con el saco de dormir, poncho y cacerolas. Llevaba una pequeña perilla que le daba un extraño aspecto oriental con sus ojos verdes un tanto oblicuos, pero no parecía en modo alguno un bohemio (un parásito del mundo del arte). Era delgado, moreno, vigoroso, expansivo, cordial y de fácil conversación, y hasta decía hola a los vagabundos de la calle y cuando se le preguntaba algo respondía directamente sin rodeos lo que se le ocurría y siempre de un modo chispeante y suelto.
– ¿Dónde conociste a Ray Smith? -le preguntaron en cuanto entramos en The Place, el bar favorito de los tipos más pasados de la zona de la playa.
– Bueno, siempre conozco a mis bodhisattvas en la calle -respondió a gritos, y pidió unas cervezas.
Y fue una noche tremenda, una noche histórica en muchos sentidos. Japhy y algunos otros poetas (él también escribía poesía y traducía al inglés poemas chinos y japoneses) habían organizado una lectura de poemas en la Galería Seis, en el centro de la ciudad. Se habían citado en el bar y se estaban poniendo a tono. Pero mientras los veía por allí de pie o sentados, comprendí que Japhy era el único que no tenía aspecto de poeta, aunque de hecho lo fuera. Los otros poetas eran o tíos pasados con gafas de concha y pelo negro alborotado como Alvah Goldbook, o pálidos y delicados poetas como Ike O'Shay (vestido de traje), o italianos renacentistas de aspecto amable y fuera de este mundo como Francis DaPavia (que parecía un cura joven), o liantes anarquistas de pelo alborotado y chalina como Rheinhold Cacoethes, o tipos de gafas y tamaño enorme, tranquilos y callados, como Warren Coughlin. Y todos los demás prometedores poetas estaban también sentados por allí, vestidos de modos distintos, con chaquetas de pana de gastados codos, zapatos estropeados, libros asomándoles por los bolsillos. Sin embargo, Japhy llevaba unas toscas ropas de obrero compradas de segunda mano en el Monte de Piedad que le servían para trepar a las montañas y andar por el bosque y para sentarse de noche a campo abierto junto a una hoguera, o para moverse haciendo autostop siempre costa arriba y costa abajo. De hecho, en su pequeña mochila llevaba también un divertido gorro alpino verde que se ponía cuando llegaba al pie de una montaña, habitualmente cantando, antes de iniciar un ascenso de quizá miles de metros. Llevaba unas botas de montaña muy caras que eran su orgullo y su felicidad, de fabricación italiana, con las que andaba haciendo ruido por el suelo cubierto de serrín del bar como un antiguo maderero. Japhy no era alto, sólo algo más de metro setenta, pero era fuerte y ágil y musculoso. Su rostro era una máscara de huesos tristes, pero sus ojos brillaban como los de los viejos sabios bromistas de China, sobre la pequeña perilla, como para compensar el lado duro de su agradable cara. Tenía los dientes algo amarillos, debido a su temprano descuido de la limpieza en el bosque, pero no se notaba demasiado, aunque abría mucho la boca para reírse a mandíbula batiente de los chistes. A veces se quedaba quieto y callado y se limitaba a mirar tristemente el suelo como si fuera muy tímido. Pero otras veces era muy divertido. Demostraba tenerme simpatía y se interesó por la historia del vagabundo de Santa Teresita y lo que le conté de mis experiencias en trenes de carga o haciendo autostop o caminando por el bosque. Inmediatamente decidió que yo era un gran "bodhisattva", lo que quiere decir "gran criatura sabia" o "gran ángel sabio", y que adornaba este mundo con mi sinceridad. Nuestro santo budista favorito era el mismo: Avalokitesvara, o, en japonés, Kwannon el de las Once Cabezas. Sabía todo tipo de detalles del budismo tibetano, chino, mahayana, hinayana, japonés y hasta birmano, pero en seguida le advertí que me la traían floja la mitología y todos esos nombres y clases de budismo nacionales, puesto que sólo me interesaba la primera de las cuatro nobles verdades de Sakyamuni: Toda vida es dolor. Y hasta un cierto punto me interesaba, además, la tercera: Es posible la supresión del dolor, lo que entonces no creía para nada posible. (Todavía no había digerido el Lankavatara Sutra que enseña que finalmente en el mundo no hay más que mente y, por tanto, todo es posible incluida la supresión del dolor.) El tronco de Japhy era el supraescrito Warren Coughlin, un tipo bonachón y cordial con más de ochenta kilos de carne de poeta encima, de quien Japhy me dijo (al oído) que resultaba más interesante de lo que parecía.