– ¡Ah, Japhy, me has enseñado la última lección de todas: uno no puede caerse de una montaña!
– Eso es lo que quiere decir el dicho: "Cuando llegues a la cima de una montaña, sigue subiendo, Smith."
– ¡Joder, tío! Aquel grito de triunfo que lanzaste fue la cosa más bella que he oído en toda mi vida. Me habría gustado tener un magnetófono para grabarlo.
– Esas cosas no son para que las oiga la gente de por ahí abajo -dijo Japhy, mortalmente serio.
– Sí, tienes toda la razón. Esos vagabundos sedentarios sentados en almohadones no merecen oír el grito del triunfante azote de la montaña. Pero cuando miré y te vi corriendo por esa montaña abajo de repente, lo entendí todo.
– Vaya, Smith, así que hoy has tenido un pequeño satori, ¿no es así? -dijo Morley.
– ¿Y tú qué has hecho por aquí abajo? -Dormir casi todo el tiempo.
– Bien, maldita sea, no llegué a la cumbre. Ahora me avergüenzo de mí mismo porque al saber cómo se baja de una montaña sé cómo se sube a ella y que es imposible caerse, pero ya es demasiado tarde.
– Volveremos el verano que viene, Ray, y subiremos. ¿Es que no te das cuenta de que ésta es la primera vez que has subido a la montaña y que dejaste al veterano Morley aquí abajo, muy por detrás de ti?
– Claro -dijo Morley-. ¿No crees que deberían concederle a Smith el título de fiera por lo que ha hecho hoy?
– Claro que sí -dijo Japhy, y me sentí orgulloso de verdad. Era un fiera.
– Bien, joder, la próxima vez que vengamos seré un auténtico león.
– Vámonos de aquí, tíos, ahora nos queda un largo trecho, todavía tenemos que bajar por el valle de piedras y después tomar ese sendero del lago. Dudo que poda mos hacer todo ese camino antes de que sea noche cerrada.
– Vamos. -Nos pusimos de pie e iniciamos el regreso. Esta vez, cuando llegué a aquel lecho de piedra que me había asustado, actué con gran soltura y salté y bailé a lo largo de él, pues había aprendido de verdad que uno no puede caerse de una montaña. Si uno puede caerse o no de una montaña, eso no lo sé, pero yo había aprendido que no se puede. Y así lo acepté.
Me alegró, con todo, encontrarme en el valle y perder de vista todo aquel espacio de cielo abierto y, por fin, hacia las cinco, cuando ya atardecía, iba unos cientos de metros detrás de los otros dos y caminaba solo, siguiendo el camino que me señalaban las negras cagarrutas de los venados; cantaba y pensaba, nada me esperaba ni tenía nada de qué preocuparme, sólo seguir las cagarrutas de los venados con los ojos clavados en el suelo y disfrutar de la vida. En un determinado momento miré y vi al loco de Japhy que había trepado para divertirse a la cima de una ladera nevada y se dejaba resbalar, unos cuantos cientos de metros, tumbado de espaldas, gritando encantado. Y no sólo eso: se había vuelto a quitar los pantalones y los llevaba enrollados alrededor del cuello. Hacía esto sólo por comodidad, lo que es cierto, y porque nadie podía verlo entonces, aunque me imagino perfectamente que si fuera a la montaña con chicas haría lo mismo. Podía oír que Morley le hablaba en el grande y solitario valle: incluso tapado por las rocas sabía que era su voz. Terminé por seguir el sendero de los venados de un modo tan constante que me encontré bajando senderos y subiendo riscos totalmente fuera de la vista de los otros, aunque seguía oyéndolos; pero confiaba tanto en el instinto del dulce y milenario venado que, justamente cuando se hacía de noche, su antiguo sendero me llevó directamente a la orilla del arroyo familiar (donde los venados llevaban bebiendo los últimos cinco mil años) y vi desde allí el resplandor de la hoguera de Japhy que daba tonos anaranjados y vivos a la enorme roca. La luna brillaba muy alta en el cielo.
– Bueno, esa luna será nuestra salvación, todavía tenemos que andar unos doce kilómetros cuesta abajo. Comimos un poco y tomamos mucho té y preparamos las mochilas con todas nuestras cosas. Nunca había pasado momentos más felices en mi vida que aquellos solitarios instantes en los que bajaba por el sendero de venados, y cuando cargamos las mochilas, me volví y lancé una última mirada en aquella dirección. Ya había oscurecido y tuve la esperanza de ver alguno de los venados, pero no había nada a la vista y sentí una gran gratitud por todo aquello. Había sido como cuando uno es niño y ha pasado el día entero correteando por bosques y prados y vuelve a casa al atardecer con los ojos clavados en el suelo, arrastrando los pies, pensando y silbando, tal y como debían de sentirse los niños indios cuando seguían a sus padres desde el río Russian al Shasta doscientos años atrás, y como los niños árabes que siguen a sus padres, las huellas de sus padres; era un sonsonete de gozosa soledad, sorbiéndome los mocos como una niña llevando a casa a su hermanito en el trineo y los dos van cantando aires imaginarios y hacen muecas al suelo y son ellos mismos antes de entrar en la cocina y poner la cara seria del mundo de los mayores. Pero ¿puede haber algo más serio que seguir el rastro de unos venados hasta encontrar el agua?
Llegamos a la escarpadura y bajamos por el valle de piedras durante unos ocho kilómetros a la clara luz de la luna, lo que hacía fácil saltar de piedra en piedra, unas piedras ahora blancas, con manchas de negra sombra. Todo era limpio y claro y bello a la luz de la luna. A veces se veía el relámpago de plata de un arroyo. Más abajo estaban los pinos y el prado y la laguna.
En esto, mis pies se negaron a seguir. Llamé a Japhy y pedí disculpas. No podía seguir saltando. Tenía ampollas, no sólo en las plantas, sino a los lados de los pies que carecían de protección. Así que hizo un cambio conmigo y me dejó sus botas.
Con aquellas botas fuertes, ligeras y protectoras, sabía que podría caminar bien. Fue una magnífica sensación nueva ser capaz de saltar de roca en roca sin sentir el dolor a través de las finas playeras. Por otra parte, también fue un alivio para Japhy sentir de repente su ligereza y disfrutó de ella. Nos apresuramos valle abajo. Pero según íbamos avanzando nos inclinábamos más y más: estábamos realmente cansados. Con las pesadas mochilas resultaba dificil controlar los músculos necesarios para seguir montaña abajo, lo que en ocasiones es más dificil que subirla. Y había todas aquellas rocas a las que teníamos que subir y saltar de una a otra; y a veces, tras haber caminado por arena, debíamos escalar o bordear algún risco. También nos encontrábamos a veces bloqueados por malezas infranqueables y era preciso rodearlas o abrirnos paso aplastándolas y en ocasiones se me enganchaba la mochila en esas malezas y me quedaba desenredándola mientras maldecía y soltaba tacos bajo la luz de la luna. Ninguno de nosotros hablaba. Yo también estaba enfadado porque Japhy y Morley temían detenerse a descansar, decían que resultaba peligroso.
– Pero ¿por qué? Hay luna, hasta podríamos dormir por aquí.
– No, tenemos que llegar al coche esta misma noche. -Bueno, pero paremos aquí un minuto. Las piernas ya no me sostienen.
– De acuerdo, pero sólo un minuto.
Pero nunca descansaban lo suficiente y me pareció que iba a ponerme histérico. Incluso empecé a maldecirles y, en un determinado momento, le grité a Japhy:
– ¿Qué sentido tiene matarse de este modo? ¿Llamas divertirse a esto? -(Tus ideas son estupideces, añadí para mis adentros).