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Así que le ayudé a rezar cuando dormía por las noches sobre el césped de la entrada dentro de mi nuevo saco de dormir. Durante esos días recogí en mi libreta de notas los poemitas que me recitaban los niños:

– A a… que vengo ya… I i… te quiero a ti… U u… el cielo es azul… soy más alto que tú… tuturú.

Mientras, Cody decía:

– No bebas tanto de ese vino añejo.

A última hora de la tarde del lunes estaba en las vías de la estación de San José y esperaba al Silbador de la tarde. Pero aquel día no pasaba y tuve que esperar por el Fantasma de Medianoche de las siete treinta. En cuanto se hizo de noche, calenté una lata de macarrones en una pequeña hoguera de ramas que encendí entre los densos matorrales de al lado de las vías, y comí. El Fantasma llegaba. Un guardagujas amigo me dijo que era mejor que no subiera al tren porque en el cruce había un vigilante siniestro con una enorme linterna que miraba si había alguien subido a los vagones y si lo encontraba telefoneaba a Watsonville para que lo echaran.

– Ahora, en invierno -me dijo-, hay gente que abre los vagones cerrados rompiendo las ventanillas y deja botellas por el suelo, jodiendo todo el tren.

Me deslicé hasta el extremo este de la estación con la mochila a cuestas, y cogí el Fantasma casi cuando ya salía, más allá del cruce donde estaba el vigilante, y extendí el saco de dormir y me quité los zapatos, los puse bajo mi chaqueta doblada, me metí en el saco y dormí espléndidamente todo el trayecto hasta Watsonville donde me escondí entre la maleza hasta que el tren se puso en marcha de nuevo, subí otra vez y dormí entonces el resto de la noche mientras volaba hacia la increíble costa y ¡oh, Buda! ¡Tu luz de la luna! ¡Oh, Cristo! ¡Tu resplandor en el mar! El mar, Surf, Tangair, Gaviota, el tren iba a ciento treinta kilómetros por hora y yo calentito dentro del saco de dormir volando hacia el Sur, camino de casa a pasar las Navidades. De hecho, no me desperté hasta las siete de la mañana cuando el tren disminuía la marcha al entrar en Los Ángeles y lo primero que vi, cuando me estaba poniendo los zapatos y preparando mis cosas para bajar en marcha, fue a un ferroviario que me saludaba diciendo:

– ¡Bienvenido a Los Ángeles!

Pero tenía que salir de allí en seguida. El smog era espeso, los ojos me lloraban, el sol calentaba, el aire apestaba, Los Ángeles es un infierno. Los hijos de Cody me habían contagiado un resfriado y tenía ese viejo virus de California y me sentía bastante mal. Con el agua que goteaba de un vagón frigorífico y que recogí en el cuenco de las manos, me lavé la cara y los dientes y me peiné y me dirigí a Los Ángeles para esperar hasta las siete y media de la tarde en que planeaba coger el mercancías de primera clase, el Silbador, hasta Yuma, Arizona. Fue un horrible día de espera. Tomé café en los cafetines del barrio chino, en la calle Mayor de la parte Sur, a diecisiete centavos cada uno.

Al anochecer me puse al acecho del tren. Un vagabundo estaba sentado junto a una puerta observándome con especial interés. Me acerqué a hablarle. Me dijo que había sido marine, que era de Patterson, Nueva Jersey, y después de un rato sacó un papel que a veces leía en los trenes de carga. Lo miré. Era una cita de la Digha Nikaya, las palabras de Buda.

Sonreí; no dije nada. Era un vagabundo muy hablador que no bebía, un vagabundo idealista y dijo:

– Eso es todo y me gusta hacerlo. Salto a los trenes de mercancías y recorro el país y preparo la comida, que son latas que caliento en hogueras. Y prefiero eso a ser rico y tener casa y trabajo. Estoy encantado. Tenía artritis, ya sabes, pasé años en el hospital. Encontré un modo de curarme y entonces me lancé a la carretera y llevo en ella desde entonces.

– ¿Qué hiciste para curarte la artritis? Yo tengo tromboflebitis.

– ¿De verdad? Bueno, también funcionará contigo. Limítate a estar cabeza abajo tres minutos al día o quizá cinco minutos. Todas las mañanas, cuando me levanto, esté en la orilla de un río o en un tren en marcha, o donde sea, me pongo cabeza abajo y cuento hasta quinientos. Son tres minutos, ¿no? -Le preocupaba mucho saber si contar hasta quinientos costaba tres minutos. Era raro. Me figuré que en la escuela sus notas de aritmética no debieron de ser muy buenas.

– Sí, poco más o menos.

– Haz eso todos los días y te desaparecerá la flebitis lo mismo que a mí la artritis. Tengo ya cuarenta años. También te irá bien tomar leche caliente y miel al acostarte, yo siempre llevo un tarro de miel -sacó uno de su hatillo-, y pongo la leche y la miel en una lata y la caliento, y la bebo. Con esas dos cosas basta.

– De acuerdo -respondí prometiéndome seguir su consejo, puesto que era Buda.

El resultado fue que unos tres meses después me desapareció la flebitis y no volvió a manifestarse nunca más, algo realmente raro. En realidad, desde entonces siempre que intento contárselo a los médicos no me dejan seguir porque piensan que estoy loco. Vagabundo del Dharma, Vagabundo del Dharma. Nunca olvidé a aquel inteligente ex marine judío de Patterson, Nueva Jersey, quienquiera que fuese, con su papel que leía por la noche junto a las rezumantes plataformas de los complejos industriales de una Norteamérica que todavía es la Norteamérica mágica.

A las siete y media llegó mi Silbador y los guardagujas lo revisaban cuando me escondí en unos matorrales para subirme a él, parcialmente oculto tras un poste telefónico. El tren se puso en marcha sorprendentemente deprisa, en mi opinión, y cargado con los veintitantos kilos de mochila, corrí tras él hasta que vi una agradable barra y me agarré a ella y salté. Subí hasta el techo del furgón para tener una buena vista del tren entero y ver dónde estaba el vagón plataforma. Sagrado humo y chispas celestiales; pero en cuanto el tren adquiría velocidad y salía de la estación vi que se trataba de un hijoputa mercancías con dieciocho vagones cerrados. Íbamos a unos treinta kilómetros por hora y tenía que saltar o jugarme la vida porque dentro de un momento el tren iría por lo menos a ciento treinta y tendría que mantenerme sujeto a lo que fuera (algo imposible en el techo de un furgón cerrado), así que bajé por las barras metálicas, después de haber soltado la hebilla de mi correa que se había enganchado en el techo, y me encontré agarrado a la barra más baja y dispuesto a saltar…, pero el tren iba demasiado deprisa. Puse a un lado la mochila y la sujeté tranquilamente con la mano y luego tomé la loca decisión de saltar esperando que todo saliera bien y me tambaleé unos cuantos pasos y me encontré sano y salvo en el suelo.

Pero ahora estaba cinco kilómetros dentro de la jungla industrial de Los Ángeles en medio de una noche dominada por el smog que me ahogaba y provocaba náuseas y tuve que dormir toda la noche junto a una cerca de alambre de espino, en una zanja próxima a las vías, despertándome cada poco el follón que armaban los guardagujas del Southern Pacific y.Santa Fe que andaban por allí, hasta que el ambiente se despejó a medianoche y empecé a respirar mejor (pensaba y rezaba dentro del saco de dormir). Pero en seguida volvieron la niebla y el smog y, al amanecer, una espantosa nube húmeda muy blanca, y hacía demasiado calor para dormir dentro del saco y fuera resultaba muy desagradable; la noche entera, pues, fue horrible, si se exceptúa el amanecer en que un pájaro me bendijo con sus trinos.

Lo único que podía hacer era largarme de Los Ángeles. De acuerdo con las instrucciones de mi amigo estuve cabeza abajo, apoyado contra una valla para no caerme. Eso hizo que mejorara de mi resfriado. Luego caminé hasta la estación de autobuses (cruzando vías y calles apartadas) y cogí un autobús barato para hacer los cuarenta kilómetros hasta Riverside. Unos de la pasma miraron recelosamente la mochila que llevaba a la espalda. Todo quedaba lejísimos de la cómoda pureza de estar con Japhy Ryder en aquel prado de la montaña bajo las pacíficas y cantarinas estrellas.