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17

Me llevó cuarenta kilómetros justos salir del smog de Los Ángeles; en Riverside el sol brillaba limpio y claro. Me animó ver un hermoso sauce seco con arena blanca y un hilo de río en el medio cuando pasábamos por el puente a la entrada de Riverside. Estaba buscando mi primera oportunidad de pasar la noche al aire libre y poner a prueba mis nuevas ideas. Pero en la calurosa estación de autobuses me vio un negro y se fijó en la mochila y se me acercó y dijo que en parte era mohawk, y cuando le respondí diciéndole que pensaba volver por la carretera para dormir en el lecho seco del río, dijo:

– No, señor, no puede hacerlo, los policías de este sitio son los peores de todo el estado. Si te ven allí abajo te encerrarán, muchacho -siguió-, también a mí me gustaría dormir al aire libre, pero es ilegal.

– Esto no es la India -le dije picado, y me alejé dispuesto a intentarlo. Era como el vigilante de la estación de San José; pero aunque fuera ilegal y trataran de detenerme, lo único que podía hacer era intentarlo y mantenerme oculto. Me reí pensando en lo que sucedería si yo fuera Fuke, el sabio chino del siglo noveno que andaba por China agitando sin parar una campanilla. La única alternativa que se presentaba de dormir al aire libre, coger trenes de mercancías y hacer lo que me diera la gana, lo comprendí perfectamente, era sentarme junto con otras miles de personas delante de un aparato de televisión en una casa de locos, donde seríamos "vigilados". Entré en un supermercado y compré jugo concentrado de naranja y queso cremoso y pan blanco, con lo que pensaba alimentarme hasta el día siguiente en que haría autostop desde el otro extremo de la ciudad. Vi muchos coches patrulla de la pasma y cómo me miraban con recelo: policías delgados, bien pagados y alimentados, en coches último modelo con todos aquellos equipos de radio tan caros evitando que los bikhus durmieran en su territorio aquella noche.

En el bosque que había junto a la autopista lancé una mirada atenta para asegurarme de que no había coches patrulla a la vista y me metí decidido entre los árboles. Había mucha maleza seca y caminé aplastándola sin molestarme en buscar el sendero. Me dirigí decidido hacia las doradas arenas del lecho seco del río que distinguía allí delante. El puente estaba tendido sobre la maleza y nadie me podía ver a menos que se parara y mirara hacia abajo. Como un criminal me abrí paso entre la frágil maleza y salí sudando de allí y me metí hasta el tobillo en zanjas llenas de agua, y luego, cuando encontré un sitio despejado, entré en una especie de bosquecillo de bambúes; dudé y no encendí una pequeña hoguera hasta que anocheció y nadie podía ver el humo, y tuve cuidado de que no hubiera muchas llamas. Extendí mi impermeable con el saco de dormir encima, y todo sobre un lecho de hojas secas y bambúes. Los álamos amarillos llenaban el aire de la tarde de humo dorado haciendo que me parpadearan los ojos. Era un sitio agradable si se exceptúa el rugido de los camiones que pasaban por encima del puente. Me molestaban bastante la cabeza y los senos nasales y estuve cabeza abajo unos cinco minutos. Me reí: "¿Qué pensaría la gente si me viera?"

Pero aquello no tenía nada de cómico, me sentía triste, realmente triste, como la noche anterior en aquel horrible paraje lleno de niebla de la zona industrial de Los Ángeles, cuando de hecho había llegado a llorar un poco. Después de todo, un hombre sin hogar tiene derecho a llorar, pues todas las cosas del mundo se levantan contra él.

Oscureció. Saqué una tartera y fui a buscar agua, pero tuve que atravesar tanta maleza que cuando volví a donde había acampado la mayoría del agua se había derramado. Mezclé en mi nueva batidora de plástico el agua con zumo de naranja concentrado y me preparé una naranjada fría, luego extendí el queso sobre el pan y comí encantado.

"Esta noche -pensé- dormiré mucho y rezaré bajo las estrellas para que el Señor me conceda la Budeidad una vez que mi trabajo de Buda esté terminado, amén."

Y como eran las Navidades, añadí:

"Que el Señor os bendiga a todos y haga descender una tierna y feliz Navidad sobre vuestros techos y espero que los ángeles se sienten en ellos la noche de la grande y auténtica Estrella, amén."

Y más tarde, metido en el saco de dormir, pensé mientras fumaba: "Todo es posible. Yo soy Dios, soy Buda, soy un Ray Smith imperfecto, todo al mismo tiempo, soy un espacio vacío, soy todas las cosas. Tengo todo el tiempo del mundo de vida a vida para hacer lo que hay que hacer, para hacer lo que está hecho, para hacer lo hecho sin tiempo, un tiempo que por dentro es infinitamente perfecto. ¿Para qué llorar? ¿Para qué preocuparse? Perfecto como la esencia de la mente y las mentes de las cáscaras de plátano."

Y añadí eso riendo al recordar a mis poéticos amigos lunáticos zen Vagabundos del Dharma de San Francisco a los que empezaba a echar de menos. Y también añadí una breve oración por Rosie.

"Si viviera podría haber venido conmigo aquí, quizá hubiera podido decirle algo, hacer que viera las cosas de modo diferente. A lo mejor sólo hubiera hecho el amor con ella sin decirle nada."

Pasé largo rato meditando con las piernas cruzadas, pero el ruido de los camiones me molestaba. Pronto salieron las estrellas y mi pequeña hoguera les mandó un poco de humo. Me deslicé dentro del saco hacia las once y dormí bien, salvo por los trozos de bambú que había dejado de las hojas y que me hicieron dar vueltas durante toda la noche.

"Es mejor dormir en una cama incómoda libre que dormir sin libertad en una cama cómoda."

Pensaba en todo tipo de cosas según iba pasando el tiempo. Había empezado una nueva vida con mi nuevo equipo: era un Don Quijote tierno. Por la mañana me sentía bien y lo primero que hice fue meditar y rezar un poco:

"Bendigo todas las cosas vivas. Os bendigo en el presente interminable, os bendigo en el futuro interminable, amén." Y esta breve oración hizo que me sintiera bien y así seguía cuando empaqueté todas mis cosas y fui a trompicones hasta el agua que bajaba de una roca al otro lado de la autopista. Un agua de manantial deliciosa con la que me lavé la cara y los dientes y bebí. Entonces estaba preparado para recorrer haciendo autostop los cerca de cinco mil kilómetros hasta Rocky Mount, Carolina del Norte, donde me esperaba mi madre, seguramente lavando los platos en su querida y pobre cocina.

18

La canción que estaba de moda por entonces era una de Roy Hamilton: "Everybody's Got a Home but Me" ("Todos tienen casa menos yo"). Yo iba cantándola mientras atrave saba Riverside. En el otro extremo de la ciudad me situé en la autopista y me recogió una pareja de jóvenes que me llevaron hasta un aeropuerto que estaba a unos ocho kilómetros, y desde allí fui con un tipo bastante callado hasta Beaumont, California, pero me dejó a unos seis o siete kilómetros del centro, en una autopista de dos direcciones donde nadie se paraba, así que decidí caminar en aquel aire hermoso y resplandeciente. En Beaumont comí perritos calientes, hamburguesas y una bolsa de patatas fritas y bebí un batido de fresa entre jóvenes estudiantes. Luego, en el otro extremo de la ciudad, me recogió un mexicano que se llamaba Jaimy y que me dijo que era hijo del gobernador de Baja California, México, pero no le creí. Era un borrachuzo y quiso que le comprara vino que terminó vomitando por la ventanilla sin dejar de conducir: un triste, hundido y desamparado joven de ojos melancólicos y muy bonitos, algo loco. Se dirigía a Mexicali que quedaba un poco apartado de mi camino, aunque estaba lo bastante cerca de Arizona como para que me viniera bien.