En Calexico la gente andaba haciendo las compras de Navidad por la calle Mayor y había increíbles bellezas mexicanas asombrosamente perfectas que iban mejorando tanto que cuando las primeras volvían a pasar habían quedado borradas en mi mente. Yo andaba por allí mirándolo todo, tomando un helado, y esperando a Jaimy que dijo que tenía que hacer una gestión y que luego me recogería de nuevo y me llevaría personalmente a Mexicali, México, donde me presentaría a sus amigos. Planeaba cenar bien y barato aquella noche en México, y luego seguir viaje. Jaimy no volvió a aparecer, claro. Crucé la frontera andando y doblé a la derecha por una calleja estrecha para evitar la calle de los vendedores ambulantes, y fui inmediatamente a cambiar el agua al canario en una obra, pero un vigilante mexicano loco con uniforme consideró que aquello era una gran infracción y me dijo algo, y cuando le dije "No sé" (en español), respondió: "No sabes, ¿policía?" (también en castellano); ¡y el tipo amenazaba con avisar a la pasma sólo Porque yo había meado en aquellos escombros! Pero luego me di cuenta, y me entristeció, de que había meado justo en el sitio donde él solía hacer fuego por la noche: había restos de madera carbonizados. Seguí por la calle embarrada sintiéndome realmente mal y triste, con la enorme mochila a la espalda, mientras el vigilante me miraba con expresión tristísima.
Llegué a una colina y vi grandes cauces llenos de barro, con hedores y charcos y espantosos senderos con mujeres y burros renqueando al atardecer; un viejo mendigo chino mexicano me llamó la atención y nos detuvimos a charlar, v cuando le conté que quería dormir por allí (de hecho estaba pensando en ir un poco más allá, a la ladera de las montañas), me miró horrorizado y, como era sordomudo, hizo gestos de que podían robarme la mochila y matarme si lo hacía, y me di cuenta en seguida de que tenía razón. Ya no estaba en Norteamérica. A uno u otro lado de la frontera, en cualquier parte donde metiera las narices, un hombre sin hogar estaba con el agua al cuello. ¿Dónde encontraría un bosquecillo tranquilo en el que meditar y vivir para siempre? Después de que el viejo intentara contarme su vida por señas, me alejé agitando la mano y sonriendo y crucé la llanura y un estrecho puente sobre las aguas amarillentas y llegué al barrio pobre de casas de adobe de Mexicali, donde como siempre la alegría mexicana me encantó, y comí una deliciosa cazuela de sopa de cocido con trozos de cabeza y cebolla cruda, pues en la frontera había cambiado veinticinco centavos por tres pesos en billetes y un montón de monedas enormes. Mientras comía en el pequeño mostrador de barro de la calle, observé a la gente, los perros miserables, las cantinas, las putas, oí la música, pasaban tipos indolentes por la estrecha carretera y al otro lado de la calle había un inolvidable Salón de Belleza con un espejo sin marco en una pared vacía y sillas y una belleza de diecisiete años con el pelo con rulos soñando delante del espejo, pero tenía al lado un viejo busto de yeso con una peluca, y detrás un tipo enorme con bigote y un jersey de esquí hurgándose los dientes y un chaval delante del espejo de la silla de al lado comiendo un plátano, y en la acera había unos cuantos niños reunidos como delante de un cine y pensé: "Vaya, Mexicali entero un sábado por la tarde. Gracias, Señor, por devolverme las ganas de vivir, por tus formas siempre recurrentes en Tu Vientre de Fertilidad Exuberante."
Todas mis lágrimas no eran en vano. Al fin todo funcionaba.
Después callejeé y compré una especie de rosquilla caliente, luego dos naranjas a una chica, y volví a cruzar el puente al caer la tarde y me dirigí contento a la frontera. Pero allí me detuvieron tres desagradables guardias norteamericanos y registraron hoscos toda la mochila.
– ¿Qué ha comprado en México?
– Nada.
No me creían. Siguieron registrando. Después de manosear los paquetes de patatas fritas de Beaumont que me habían sobrado y las uvas pasas y los cacahuetes y las zanahorias, y las latas de cerdo y judías compradas para el camino, y los bollos de pan integral, se asquearon y me dejaron seguir. Era divertido, de verdad; esperaban encontrar una mochila llena de opio de Sinaloa, seguro, o yerba de Mazatlán, o heroína de Panamá. A lo mejor creían que venía caminando desde Panamá. No conseguían situarme.
Fui a la estación de los autobuses Greyhound y compré un billete hasta El Centro y la autopista principal. Pensaba coger el Fantasma de Medianoche para Arizona y estar en Yuma aquella misma noche y dormir en el cauce del Colorado, que hacía tiempo que me atraía. Pero las cosas se estropearon; en El Centro fui a la estación y anduve por allí, y por fin hablé con un maquinista que hacía señales a una máquina en maniobras.
– ¿Dónde está el Silbador?
– No pasa por El Centro.
Me sorprendió mi estupidez.
– El único mercancías que puedes coger pasa antes por México, luego por Yuma, pero te encontrarán y te echarán a patadas y terminarás en un calabozo mexicano, tío.
– Ya tengo bastante de México, gracias.
Así que me fui al cruce del pueblo donde los coches doblan hacia el este, camino de Yuma, y empecé a hacer autostop. Durante una hora no tuve suerte. De repente, un gran camión se paró al lado; el chófer se bajó y se puso a rebuscar en una maleta.
– ¿Va hacia el este? -pregunté.
– En cuanto me divierta un poco en Mexicali. ¿Conoces algo de México?
– Viví allí años.
Me miró de arriba abajo. Era un buen tipo, gordo, alegre, del Medio Oeste. Le gusté.
– ¿Qué te parece si me enseñas algo de Mexicali esta noche y luego te llevo a Tucson?
– ¡Estupendo!
Subimos al camión y volvimos directamente a Mexicali por la carretera que acababa de recorrer en autobús. Pero merecía la pena llegar hasta Tucson. Aparcamos el camión en Calexico, que ahora estaba tranquilo, eran las once, v pasamos a Mexicali y le aparté de las casas de putas para turistas y le llevé a los auténticos y viejos salones mexicanos donde había chicas que bailaban por un peso y tequila de verdad v diversión a montones. Fue una noche estupenda; el camionero bailó y se divirtió, se hizo una foto con una chica y se bebió unos veinte tequilas. En un determinado momento de la noche se nos unió un tío de color que era algo marica pero terriblemente divertido y nos llevó a una casa de putas, y luego, cuando salíamos, un policía mexicano le quitó su navaja automática.
– Es la tercera navaja que estos hijoputas me quitan este mes -dijo.
Por la mañana, Beaudrv (el camionero) y yo volvimos al camión con los ojos hinchados y resaca y él no perdió tiempo v se dirigió directamente -a Yuma sin volver a El Centro por la estupenda autopista 98 sin tráfico y recta durante más de ciento cincuenta kilómetros llegando a Gray Wells a ciento treinta por hora. En seguida llegaríamos a Tucson. Habíamos tomado un almuerzo ligero en las afueras de Yuma y ahora decía que tenía ganas de una buena chuleta.
– Lo malo es que en estos sitios para camioneros nunca tienen las grandes chuletas que a mí me gustan.
– Bueno, pues sólo tienes que aparcar el camión delante de uno de esos supermercados de Tucson que hay junto a la autopista y te compro una chuleta de cinco centímetros de grosor y nos paramos en el desierto y enciendo una hoguera y te preparo la mejor chuleta de tu vida.