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No me creía, pero así lo hice. Dejadas atrás las luces de Tucson en un atardecer rojo fuego sobre el desierto, se detuvo y encendí una hoguera con ramas de mezquite, añadiendo ramas mayores y luego troncos según se iba haciendo de noche, v cuando las brasas estuvieron listas traté de poner la carne encima sujeta en un espetón, pero éste se quemó, así que freí las enormes chuletas en su propia grasa en mi maravillosa sartén nueva y le di mi navaja y se la zampaba diciendo:

– Ñam, ñam, es la mejor chuleta que he comido en mi vida.

También había comprado leche, así que teníamos sólo chuletas y leche, un gran banquete de proteínas, sentados allí en la arena mientras los coches pasaban zumbando por la autopista junto a nuestra pequeña hoguera.

– ¿Dónde aprendiste todas estas cosas tan divertidas? -me dijo, riendo-. Bueno, va sabes que cuando digo divertidas no las desprecio para nada, sé lo que valen. Aquí me tienes matándome con este trasto yendo y viniendo de Ohio a Los Ángeles y gano más de lo que tú has tenido en toda tu vida de vagabundo, pero eres el único que disfruta la vida Y, no sólo eso, además lo haces sin trabajar ni necesitar un montón de dinero. Vamos a ver, ¿quién es más listo, tú o yo?

Y tenía una preciosa casa en Ohio, y mujer, hija, árbol de Navidad, dos coches, garaje, césped, cortadora de césped, pero no podía disfrutar de nada de eso porque de hecho no era libre. Era la triste verdad. No quiero decir que yo fuera mejor que él, nada de eso, era un tipo estupendo y yo le gustaba y él me gustaba y dijo:

– Bien, voy a decirte una cosa, ¿qué te parece si te llevo hasta Ohio?

– ¡Estupendo! Así casi me dejarás en casa. Voy al sur de allí, a Carolina del Norte.

– Al principio dudaba en proponértelo por los tipos del seguro Markell, ¿sabes que si te encuentran viajando conmigo perderé mi empleo?

– Vaya, coño… Es algo realmente jodido.

– Sin duda lo es, pero te digo una cosa, después de esta chuleta que me has preparado, aunque haya tenido que pagarla yo, pero que tú has cocinado y aquí estás lavando los platos con arena, sólo puedo decirte que se metan el empleo en el culo, pues ahora eres mi amigo y tengo derecho a llevar a un amigo en el camión.

– De acuerdo -dije-, y rezaré para que no nos paren esos tipos del seguro Markell.

– Si tenemos buena suerte no lo harán, pues ahora es sábado y estaremos en Springfield, Ohio, hacia el amanecer del martes si piso a fondo este trasto y eso es más o menos lo que dura su fin de semana.

¡Y vaya si pisó a fondo el trasto! Desde aquel desierto de Arizona zumbamos a través de Nuevo México, tomamos el atajo que lleva de Las Cruces a Alamogordo, donde hicieron explotar la primera bomba atómica y donde yo tuve una extraña visión cuando pasábamos a toda velocidad: al ver las nubes por encima de las montañas de Alamogordo parecía que tenían impresas en el cielo estas palabras: "Esto es la Imposibilidad de la existencia de todo."

¡Extraño lugar para aquella visión realmente extraña! Y luego se lanzó a través de la hermosa comarca india de Atascadero, en las alturas de Nuevo México, y había hermosos valles verdes y pinos y ondulados prados como en Nueva Inglaterra, y luego bajamos a Oklahoma (en las afueras de Bowie, Arizona, echamos un sueñecito al amanecer, él en el camión, yo en mi saco de dormir sobre la fría arcilla roja sin más techo que el brillo de las estrellas y alrededor el silencio y en la distancia un coyote), y en seguida atravesamos Arkansas y devoramos ese estado en una tarde y luego Missouri y San Luis, y por fin el lunes por la noche atravesamos Illinois e Indiana como una exhalación y entramos en el querido y nevado Ohio con todas las luces de Navidad en las ventanas de viejas granjas que llenaron mi corazón de alegría.

"Uf -pensé-. Todo el largo camino desde los cálidos brazos de las chicas de Mexicali hasta las nieves navideñas de Ohio de un tirón. "

Beaudry tenía una radio en el salpicadero y la tuvo funcionando a tope durante todo el viaje también. No hablamos mucho, de vez en cuando él gritaba contándome una anécdota, y tenía una voz tan potente que llegó a perforarme el tímpano (el izquierdo) y me dolió, haciéndome pegar un salto de medio metro en el asiento. Era fabuloso. Hicimos un montón de buenas comidas también en varios de sus restaurantes favoritos de la carretera, una de ellas en Oklahoma, donde comimos cerdo al horno y boniatos dignos de la propia cocina de mi madre, comimos y comimos, él siempre tenía hambre, y yo también, estábamos en invierno y hacía frío y era Navidad en los campos y la comida era buena.

En Independence, Missouri, hicimos nuestra única parada para dormir en una habitación; era un hotel de casi cinco dólares por persona, lo que resultaba un robo, pero él necesitaba dormir y yo no podía esperarle en el camión bajo cero. Cuando me desperté por la mañana, miré afuera y vi a todos los jóvenes ambiciosos con traje que iban a trabajar a las compañías de seguros esperando llegar a ser algún día como Harry Truman. Hacia el amanecer del martes Beaudry me dejó en las afueras de Springñeld, Ohio, en medio de una terrible ola de frío, y nos dijimos adiós un tanto tristes.

Fui a un bar, tomé un té, hice balance, fui a un hotel y dormí profundamente agotado. Después adquirí un billete para Rocky Mount, puesto que era imposible hacer autostop

de Ohio a Carolina del Norte por toda aquella región montañosa en invierno atravesando Blue Ridge y todo. Pero me impacienté y decidí hacer autostop de cualquier forma y pedí al autobús que se detuviera en las afueras y volví caminando a la estación de autobuses para que me devolvieran el importe del billete. No quisieron darme el dinero. La conclusión de mi loca impaciencia fue que tuve que esperar más de ocho horas el siguiente autobús a Charleston, en el oeste de Virginia. Empecé haciendo autostop en las afueras de Springfield esperando coger el autobús en un pueblo de más adelante, era sólo para divertirme, pero se me congelaron los pies y las manos esperando de pie en pequeños pueblos melancólicos al ponerse el día. Un vehículo me llevó a un pueblecito y allí me quedé esperando junto a la oficina de telégrafos que también hacía de estación, hasta que llegó mi autobús. Resultó que el autobús iba abarrotado y marchó lentamente por la zona montañosa durante toda la noche y al amanecer subió a las alturas de Blue Ridge, una bella región con muchos árboles entonces bajo la nieve; luego, tras un día entero de detenerse y seguir, detenerse y seguir, bajamos las montañas hasta Mount Airy, y por fin, al cabo de siglos, llegamos a Raleigh donde cambié a mi autobús local y di instrucciones al conductor de que me dejara en una carretera de segundo orden que serpentea unos cinco kilómetros a través de bosques de pinos hasta la casa de mi madre en Big Easonburg Woods, que es un cruce cercano a Rocky Mount.

Me dejó allí hacia las ocho de la tarde y anduve los cinco kilómetros por la helada y silenciosa carretera de Carolina bajo la luna, observando a un reactor que pasó por encima, su estela derivó a través de la cara de la luna y cortó en dos el círculo de nieve. Era maravilloso haber vuelto al Este con nieve, en Navidad, con lucecitas ocasionales en las ventanas de las granjas, los bosques silenciosos, los calveros de los pinares tan desnudos y lúgubres, la vía del tren alejándose entre los bosques gris azulado hacia mi sueño.

A las nueve en punto cruzaba tambaleante con todo mi equipo el patio de mi madre y allí estaba ella junto al fregadero de azulejos blancos de la cocina, fregando los platos y esperándome con expresión acongojada (llegaba con retraso), preocupada por si llegaría alguna vez y probablemente pensando: