– Aquí, en El Paso, tenemos trescientos sesenta días al año de un sol magnífico y mi mujer se acaba de comprar un aparato para secar la ropa.
Me llevó hasta Las Cruces, Nuevo México, y allí crucé caminando el pueblo, siguiendo la autopista, y llegué al otro extremo y vi un viejo y hermoso árbol enorme y decidí tumbarme allí a descansar.
"Dado que se trata de un sueño que ya ha terminado, he llegado ya a California; por tanto, decido descansar debajo de este árbol hasta el mediodía", cosa que hice, tumbado; hasta eché una siestecita; muy agradable todo.
Después me levanté y fui hasta el puente del tren, y justo entonces me vio un tipo y dijo:
– ¿Le gustaría ganar un par de dólares a la hora ayudándome a transportar un piano?
Necesitaba el dinero y dije que sí. Dejamos mi mochila en su depósito de mudanzas y fuimos con su camioneta hasta una casa de las afueras de Las Cruces, donde había un grupo de personas bastante agradables de clase media charlando en el porche, y el tipo y yo nos bajamos de la camioneta con la carretilla de mano y las almohadillas y sacamos el piano, también un montón de muebles, y luego lo llevamos todo a su nueva casa y lo metimos dentro y eso fue todo. Dos horas, me dio cuatro dólares y fui a un restaurante de camioneros y cené como un duque y todo estaba bien por aquella tarde y aquella noche. Justo entonces se detuvo un coche, conducido por un enorme tejano con sombrero, con una joven pareja mexicana con pinta de pobres en el asiento de atrás, la chica tenía un niño en brazos, y me ofreció llevarme hasta Los Ángeles por diez dólares.
– Le daré todo lo que tengo, que son sólo cuatro dólares -le dije.
– Bueno, maldita sea, suba de todos modos.
Hablaba y hablaba y condujo toda la noche a través de Arizona y el desierto de California y me dejó a la entrada de Los Ángeles a un tiro de piedra de la estación del tren a las nueve en punto de la mañana, y el único desastre consistió en que aquella pobre mujer mexicana tiró algo de la comida del niño encima de mi mochila que estaba en el suelo del coche y tuve que limpiarla enfadado. Pero había sido gente bastante agradable. De hecho, mientras atravesábamos Arizona les expliqué algo de budismo, en especial les hablé del karma, la reencarnación, y todos parecían encantados de oírme.
– O sea, ¿que hay posibilidad de volver a intentarlo de nuevo? -preguntó el pobre mexicanito que estaba todo vendado debido a una pelea que había tenido en Juárez la noche anterior.
– Eso es lo que dicen.
– Muy bien, maldita sea, la próxima vez que nazca espero no ser el mismo que ahora.
Y en cuanto al enorme tejano, si había alguien que necesitara otra oportunidad, ese alguien era éclass="underline" sus historias duraron toda la noche y siempre eran sobre cómo había zurrado a tal o cual por esto o lo otro. Por lo que contó, había dejado fuera de combate a tipos suficientes como para formar un vengativo ejército de fantasmas afligidos que arrasara Texas. Pero me di cuenta de que más que otra cosa era un mentiroso y no creí ni la mitad de las cosas que contaba y hacia medianoche dejé de escucharle. Ahora, a las nueve de la mañana, en Los Ángeles, me dirigí caminando a la estación, desayuné donuts y café en un bar sentado en la barra, mientras charlaba con el encargado, un italiano que quería saber lo que andaba haciendo por allí con aquella mochila tan grande, luego fui a la estación y me senté en la hierba mirando cómo formaban los trenes.
Orgulloso porque en otro tiempo había sido guardafrenos, cometí el error de andar junto a las vías con la mochila a la espalda charlando con los guardagujas, informándome del próximo tren de cercanías, cuando de repente llegó un guardia enorme y muy joven y muy alto con una pistola a la cadera, balanceándose dentro de una cartuchera, como el sheriff de Cochise y Wyatt Earp de la televisión, y mirándome fríamente desde detrás de sus gafas de sol me ordenó apartarme de las vías. Volví a la carretera mientras él me seguía con la mirada con los brazos en jarras. Cabreado, seguí carretera abajo y salté de nuevo la valla de la estación y me quedé tumbado un rato en la hierba. Luego me senté, mordisqueé una hierbecita, pero siempre manteniéndome agachado y a la espera. En seguida oí unos pitidos agudos y supe que el tren estaba listo y salté por encima de unos vagones llegando al tren que me interesaba. Subí al tren, que ya se ponía en marcha, y la estación de Los Ángeles iba quedando atrás y yo permanecía tumbado allí con la hierbecilla en la boca, siempre bajo la inolvidable mirada del vigilante, que ahora tenía también los brazos en jarras, pero por un motivo diferente. De hecho, hasta se rascó la cabeza.
El cercanías iba a Santa Bárbara donde fui a la playa, nadé un poco y calenté algo de comida en una hoguera que hice en la arena, regresando a la estación con tiempo de sobra para coger El Fantasma de Medianoche. El Fantasma de Medianoche está compuesto básicamente por vagones descubiertos con remolques de camión sujetos a ellos con cables de acero. Las enormes ruedas de los remolques quedan encajadas en bloques de madera. Como siempre apoyo la cabeza en estos bloques, diría adiós a Ray si se produjera un choque. Consideré que si mi destino era morir en el Fantasma de Medianoche, no por eso dejaría de ser mi destino. Consideré también que había unas cuantas cosas que Dios quería que hiciera todavía. El Fantasma llegó a la hora justa y salté a uno de los vagones, me instalé debajo de un remolque, extendí mi saco de dormir, metí las botas entre la chaqueta enrollada que me servía de almohada, me relajé y suspiré. Zum, estábamos en marcha. Y entonces entendí por qué los vagabundos lo llaman el Fantasma de Medianoche, pues, agotado, en contra de cualquier consejo, me quedé dormido y sólo desperté bajo el resplandor de las luces de la oficina de la estación de San Luis Obispo, una situación realmente peligrosa, pues el tren se había parado en el peor sitio. Pero no había ni un alma a la vista, era plena noche, y además precisamente entonces, cuando me desperté de mi perfecto sueño, se oyeron pitidos repetidos delante y ya nos alejábamos de allí, exactamente igual que fantasmas. Y no me desperté hasta casi San Francisco, ya por la mañana. Me quedaba un dólar y Japhy me estaba esperando en la cabaña. El viaje entero había sido rápido y esclarecedor como un sueño, y estaba de regreso.
24
Si los Vagabundos del Dharma llegan a tener alguna vez aquí, en Norteamérica, hermanos legos que lleven vidas normales con sus mujeres y sus hijos y sus casas, serán como Sean Monahan.
Sean era un joven carpintero que vivía en una vieja casa de madera de lo alto del camino forestal que partía de las amontonadas casas de Corte Madera; conducía un viejo trasto, había añadido él solo un porche a la casa para que sirviera de cuarto de jugar a sus hijos, y había elegido una mujer que estaba de acuerdo con él en todos los detalles acerca de cómo disfrutar de la vida con poco dinero. A Sean le gustaba tomarse días libres y dejar el trabajo sólo para subir a la cabaña de la colina, que pertenecía a la finca que tenía arrendada, y pasarse el día meditando y estudiando los sutras budistas y tomando tazas de té y durmiendo la siesta. Su mujer era Christine, una chica muy guapa, con un pelo rubio como la miel que le caía encima de los hombros, que andaba descalza por la casa y el terreno tendiendo la ropa y cociendo su propio pan y pasteles. Era experta en preparar una comida con nada. El año anterior, Japhy le había regalado por su cumpleaños una bolsa de cinco kilos de harina, y les encantó el regalo. En realidad, Sean era un patriarca de la antigüedad; aunque sólo tenía veintidós años, llevaba una larga barba como la de San José, y entre ella podían vérsele sus blancos dientes de perla cuando sonreía, y brillar sus jóvenes ojos azules. Ya tenían dos hijitas, que también andaban descalzas por la casa y el terreno y empezaban a saber cuidar de sí mismas. La casa de Sean tenía esteras de esparto por el suelo, y también se rogaba al que entraba en ella que se descalzase. Tenía montones de libros y su único lujo era un aparato de alta fidelidad donde ponía su excelente colección de discos indios y de flamenco y de jazz. Tenía hasta discos chinos y japoneses. La mesa para comer era baja, lacada en negro, una mesa de estilo japonés, y para comer en casa de Sean uno no sólo tenía que quedarse en calcetines, también debía sentarse en las esteras como pudiera. Christine era buenísima haciendo sopas y bizcochos deliciosos.