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Cuando llegué allí aquel mediodía, después de apearme del autobús y de subir como un par de kilómetros por la cuesta de alquitrán, Christine me obligó a sentarme inmediatamente delante de una sopa caliente y un pan también caliente con mantequilla. Era una criatura adorable.

– Sean y Japhy están trabajando en Sausalito. Volverán a casa hacia las cinco.

– Voy a subir a la cabaña y echar una ojeada y esperaré allí.

– Bueno, pero si quieres puedes quedarte aquí y poner el tocadiscos.

– Temo estorbarte.

– No me estorbarás, todo lo que tengo que hacer es tender esta ropa y preparar algo de pan para esta noche y remendar unas cuantas cosas.

Con una mujer como ésta, Sean, que sólo trabajaba ocasionalmente de carpintero, había conseguido reunir unos cuantos miles de dólares en el banco. Y, lo mismo que un patriarca de la antigüedad, era generoso, siempre insistiendo en darte de comer, y si había doce personas en la casa, organizaba un banquete (sencillo pero delicioso) en la mesa de fuera, y siempre con un garrafón de vino tinto. Sin embargo, era un arreglo colectivo; era muy estricto con respecto a eso; hacía una colecta para el vino, y si venía gente, como siempre sucedía, a pasar un largo fin de semana, se esperaba que trajeran comida o dinero para comida. Luego, por la noche, bajo los árboles y las estrellas de su terreno, con todo el mundo bien alimentado y bebiendo vino tinto, Sean sacaba su guitarra y cantaba canciones folk. Cuando me cansaba de aquello, subía a la colina y me iba a dormir.

Después de almorzar y hablar un rato con Christine, subí a la colina. La ladera, muy empinada, se iniciaba casi en la misma puerta de atrás. Había grandes abetos y otras clases de pinos, y en la finca pegada a la de Sean, un prado de ensueño con flores silvestres y dos hermosos bayos cuyos esbeltos cuellos se inclinaban sobre la jugosa hierba bajo el caliente sol.

"¡Muchacho, esto va a ser todavía mejor que el bosque de Carolina del Norte!", pensé, empezando a subir. En la ladera era donde Sean y Japhy habían talado tres eucaliptos enormes y los habían cortado (excepto los troncos) con una sierra mecánica. Ahora los troncos estaban preparados y vi que habían empezado a partirlos con cuñas y mazas y hachas de doble filo. La pequeña senda que subía a la colina era tan empinada que casi había que doblarse hacia delante y caminar como un mono. Luego seguía una hilera de cipreses plantados por el anciano que había muerto en la colina años atrás. Esta hilera protegía de los vientos fríos y de las nieblas procedentes del océano que azotaban la finca. La ascensión se hacía en tres etapas: primero estaba la cerca trasera de Sean; luego, otra cerca, que formaba un pequeño parque de venados donde en realidad una noche vi venados, cinco, descansando (la zona entera era una reserva de caza mayor); y después, la cerca final y la cima de la colina cubierta de hierba con una brusca hondonada a la derecha donde la cabaña resultaba difícilmente visible bajo los árboles y los arbustos floridos. Detrás de la cabaña, una construcción sólida de tres grandes habitaciones de las que Japhy sólo ocupaba una, había mucha leña, un caballete para serrar y hachas y un retrete sin techo, simplemente un agujero en el suelo y unas tablas. Era como la primera mañana del mundo en un sitio maravilloso, con el sol filtrándose a través del denso mar de hojas, y pájaros y mariposas revoloteando, calor y suavidad, el olor de los brezos y las flores de más allá de la cerca de alambre de espino que llevaba hasta la cima de la montaña y mostraba un panorama de toda la zona de Marin County. Entré en la cabaña.

Encima de la puerta había una tabla con caracteres chinos; nunca supe lo que decía; probablemente: "¡Mara, fuera de aquí!" (Mara el Tentador). Dentro admiré la hermosa simplicidad del modo de vivir de Japhy, limpio, sensible, extrañamente rico sin haber gastado nada en la decoración. Viejos floreros de barro estallaban de ramilletes de flores cogidas en el terreno de alrededor. Sus libros ordenadamente dispuestos en las cestas de naranjas. El suelo cubierto por esteras muy baratas. Las paredes, como dije, recubiertas de arpillera, que es uno de los papeles pintados mejores que se pueden encontrar, muy atractivo y de olor agradable. Encima de la estera de Japhy había un delgado colchón con un chal de lana escocesa de Paisley tapándolo, y sobre todo eso, cuidadosamente enrollado durante el día, su saco de dormir. Detrás de una cortina de arpillera, en un armario,

estaban su mochila y otros trastos, fuera de la vista. De la arpillera de la pared colgaban hermosos grabados de antiguas pinturas chinas sobre seda, y mapas de Marin County y del noroeste de Washington y varios poemas escritos por Japhy y sujetos con chinchetas para que los leyera todo el que quisiera. El último poema superpuesto encima de los demás decía:

"Justo acaba de empezar con un colibrí deteniéndose encima del porche dos metros más allá de la puerta abierta. Luego se fue, interrumpiendo mi estudio, y vi el viejo poste de pino inclinado sobre el suelo, enredado en el gran arbusto de flores amarillas, más alto que yo, que tengo que apartar cada vez que entro. El sol formando una telaraña de sombras al atravesar sus ramas. Los gorriones coronados de blanco cantan incesantes en los árboles; un gallo, allá abajo en el valle, cacarea y cacarea. Sean Monahan, ahí fuera, a mis espaldas, lee el Sutra del Diamante al sol. Ayer leí Migración de las aves. La dorada avefría y la golondrina del Ártico son hoy esa gran abstracción a mi puerta, porque los jilgueros y petirrojos pronto se irán y los que cogen nidos se llevarán toda la nidada, y pronto, un día brumoso de abril, llegará el calor a la colina, y sin ningún libro, sabré que las aves marinas persiguen la primavera hacia el norte a lo largo de la costa: anidarán en Alaska dentro de seis semanas." Y lo firmaba: "Japhet M. Ryder, Cabaña de los Cipreses, 18, III, 56."

No quise tocar nada de la casa hasta que él volviera del trabajo, así que salí y me tumbé al sol sobre la verde hierba tan alta y esperé toda la tarde fantaseando. Pero luego se me ocurrió:

"Podría prepararle a Japhy una buena cena." Y bajé la colina y siguiendo carretera abajo fui a la tienda y compré judías, cerdo salado y algunas cosas más, y volví y encendí el fuego y preparé un guiso de Nueva Inglaterra con melaza y cebollas. Me asombró el modo en que Japhy guardaba la comida: simplemente encima de un estante: dos cebollas, una naranja, una bolsa de germen de trigo, latas de curry en polvo, arroz, trozos misteriosos de algas secas chinas, una botella de salsa de soja (para preparar sus misteriosos platos chinos). La sal y la pimienta estaban guardadas en pequeñas bolsas de plástico cerradas con una goma elástica. No había en el mundo nada que Japhy despreciara o perdiera. Ahora vo introducía en su cocina aquel sustancioso guiso de judías y cerdo, y quizá no le gustara. También, tenía por allí un buen trozo del pan moreno de Christine, y el cuchillo para cortarlo era una simple navaja clavada en una tabla.