Era una antigua historieta china que mostraba primero a un joven que iba al bosque con un bastón y un hatillo, como un vagabundo norteamericano de 1905, y en las viñetas siguientes se encuentra con un toro, trata de domarlo, trata de montarlo, por fin lo doma y lo monta, pero luego se aleja del toro y se limita a sentarse a meditar a la luz de la luna, y, finalmente, podía vérsele bajar de la montaña de la iluminación y, a continuación, en la siguiente viñeta no hay nada en absoluto, y seguía una viñeta con un árbol en flor, luego en la última viñeta se ve que el joven es un brujo viejo y gordo que se ríe llevando una enorme bolsa a la espalda camino de la ciudad donde va a emborracharse con los carniceros, iluminado ya, mientras otro joven nuevo empieza a subir la montaña con un hatillo y un bastón.
– Y así sigue y sigue, los discípulos y los maestros pasan por lo mismo. Primero tienen que encontrar y domar el toro de su esencia mental, y luego dejarlo, después llegan por fin a la nada, representada aquí por esta viñeta vacía, y luego, tras llegar a la nada, lo consiguen todo, que son estos brotes del árbol, así que ya pueden volver a la ciudad y emborracharse con los carniceros, como hacía Li Po.
Era, sin duda, una historieta muy profunda que me recordó mi propia experiencia, tratando de domar la mente en el bosque, luego comprendiendo que todo estaba vacío e iluminado y que no tenía nada que hacer, y ahora emborrachándome con Japhy, el carnicero del pueblo. Pusimos discos y nos quedamos allí tumbados fumando y luego salimos a cortar más leña.
Cuando a la caída de la tarde refrescó, subimos a la cabaña y nos lavamos y vestimos para la gran fiesta de la noche del sábado. Durante el día, Japhy subió y bajó a la colina por lo menos diez veces para llamar por teléfono v hablar con Christine y conseguir pan y traer sábanas limpias para su chica de aquella noche (cuando tenía una chica ponía sábanas limpias a su delgado colchón de encima de las esteras de paja: un rito). En cambio, yo me limité a estar sentado en la hierba sin hacer nada, o escribiendo haikus, o mirando al viejo buitre que revoloteaba sobre la colina.
"Debe de haber alguna carroña por aquí", me imaginé. -¿Qué haces ahí sentado el día entero? -me preguntó Japhy.
– Practico la no-acción.
– ¿Y qué diferencia hay? A la mierda, mi budismo es actividad -dijo Japhy, lanzándose de nuevo colina abajo. Entonces oí que estaba serrando y silbando a lo lejos. No podía pararse ni un minuto. Sus meditaciones consistían en hacer las cosas normales, a su debido tiempo. Meditó por primera vez al despertar por la mañana, luego tuvo su meditación de media tarde, de sólo tres minutos, luego meditaría antes de acostarse, y eso era todo. Sin embargo, yo andaba por allí y dejaba vagar la imaginación todo el tiempo. Éramos dos monjes extrañamente distintos en la misma senda. Con todo, cogí una pala y nivelé el suelo de junto al rosal, justo donde estaba mi lecho de hierba: era demasiado irregular para resultar cómodo: lo dejé bien alisado y aquella noche dormí perfectamente después de la gran fiesta y de todo el vino.
Aquella gran fiesta fue una locura. Japhy tenía a una chica, Polly Whitmore, que había venido a verle. Una morenita guapa con peinado a la española y ojos ocuros, de hecho una auténtica belleza, y además montañera. Acababa de divorciarse y vivía sola en Millbrae. Y el hermano de Christine, Whitey Jones, trajo a su novia Patsy. Y, naturalmente, estaba Sean, que volvió a casa después del trabajo y se lavó y arregló para la fiesta. Vino otro chico a pasar el fin de semana: un rubio enorme llamado Bud Diefendorf que trabajaba de bedel en la Asociación Budista para pagarse el alojamiento y asistir a las clases gratis. Una especie de enorme Buda fumador de pipa con todo tipo de extrañas ideas. Me gustó Bud, era inteligente, y me gustó que hubiera empezado a estudiar medicina en la Universidad de Chicago y luego lo dejara por la filosofía y, finalmente, siguiera a Buda, el gran asesino de toda filosofía. Dijo:
– Una vez soñé que estaba sentado debajo de un árbol tocando el laúd y cantando "No tengo ni nombre". Era el bikhu sin nombre.
Resultaba realmente agradable reunirse con tantos budistas después del duro viaje haciendo autostop.
Sean era un místico y extraño budista con la mente llena de supersticiones y premoniciones.
– Creo en los demonios -dijo.
– Bueno -le respondí acariciando el pelo de su hijita-, todos los niños saben que todo el mundo va al Cielo. -A lo que asintió suavemente con una triste inclinación de cabeza.
Era muy agradable y todo el tiempo decía "Sí, sí, sí", y se pasaba largas horas en su viejo bote fondeado en la bahía que se hundía cuando había tormenta y teníamos que sacarlo a fuerza de remos y achicar el agua bajo la fría niebla. Era sólo un desastre de bote de menos de cuatro metros de eslora, sin cabina que mereciera ese nombre, una ruina flotando en el agua alrededor de una oxidada ancla.
Whitey Jones, el hermano de Christine, era un muchacho amable de veinte años que nunca decía nada y se limitaba a sonreír y aceptaba las bromas sin protestar. Por ejemplo, la fiesta terminó de un modo demente y las tres parejas se desnudaron del todo y bailaron una especie de polka cogidos de la mano alrededor del cuarto de estar, mientras las niñas dormían en sus cunas. Eso ni a mí ni a Bud nos molestó para nada, y seguimos fumando nuestras pipas y discutiendo de budismo en un rincón: lo mejor que podíamos hacer, pues no había chicas para nosotros. Y delante teníamos un hermoso trío de ninfas bailando. Pero Japhy y Sean llevaron a Patsy al dormitorio haciendo como que se la iban a joder, sólo para gastarle una broma a Whitey, que se puso todo colorado, y hubo risas y carreras por toda la casa.
Bud y yo seguíamos sentados allí cruzados de piernas con unas chicas desnudas bailando delante y reímos dándonos cuenta de que era una situación familiar.
– Es como en una vida anterior, Ray -dijo Bud-, tú y yo éramos monjes en un monasterio del Tibet y las chicas bailaban para nosotros antes del yabyum.
– Sí, y éramos unos monjes viejos a quienes ya no les interesaba el sexo. En cambio, Sean y Japhy y Whitey eran unos monjes jóvenes y todavía estaban llenos del fuego del mal y tenían un montón de cosas que aprender.
De cuando en cuando, Bud y yo mirábamos toda aquella carne y nos relamíamos en secreto. Pero la mayor parte del tiempo, de hecho, durante casi todo aquel jolgorio, mantuve los ojos cerrados escuchando la música: trataba sinceramente de mantener el deseo fuera de mi mente a fuerza de voluntad y apretando los dientes. Y para eso, lo mejor era tener los ojos cerrados. A pesar de las desnudeces y todo lo demás, en realidad fue una agradable fiesta familiar y todo el mundo empezó a bostezar con ganas de irse a la cama. Whitey se fue con Patsy, Japhy subió a la colina con Polly y las sábanas limpias, y yo desenrollé mi saco de dormir junto al rosal y me dormí. Bud también había traído su saco de dormir y lo extendió sobre las esteras del suelo de la sala de estar de Sean.
Por la mañana, Bud subió y encendió la pipa y se sentó en la hierba charlando conmigo mientras me frotaba los ojos para despertar del todo. Durante ese día, el domingo, vino gente de todas clases preguntando por los Monahan, y la mitad de esa gente subió a la colina para ver la cabaña y a los dos famosos y locos bikhus: Japhy y Ray. Entre ellos, estaban Alvah, Princess y Warren Coughlin. Sean preparó la mesa de delante de la casa y puso vino y hamburguesas encima y encendió una hoguera y sacó sus dos guitarras y era un modo magnífico de vivir en la soleada California -comprendí en seguida- con todo aquel agradable Dharma y aquel montañismo relacionado con él. Todos tenían sacos de dormir y mochilas y algunos de ellos iban a hacer una excursión al día siguiente por las sendas de Marin County que son tan bonitas. Los presentes se dividieron, pues, en tres grupos: los que estaban en el cuarto de estar oyendo discos y hojeando los libros; los de la entrada que comían y escuchaban a Sean tocando la guitarra; y los de la cima de la colina que bebían té y se sentaban con las piernas cruzadas discutiendo de poesía y otras cosas, del Dharma también, o se paseaban por el prado viendo cómo hacían volar las cometas los niños, o las mujeres montando a caballo. Todos los fines de semana se desarrollaba la misma jira campestre, una escena clásica de ángeles y muñecas pasando unas horas en un vacío igual al vacío de la historieta de los Toros y la rama florida.