Pero resultaba difícil vivir allí arriba con todas aquellas rubias que venían los fines de semana y también alguna que otra noche. Una vez, una morenita muy guapa aceptó subir conmigo a la colina y estábamos allí en la oscuridad encima del colchón cuando, de repente, se abrió la puerta y entraron Sean y Joe Mahoney bailando y riéndose, tratando deliberadamente de que me enfadara… a no ser que creyeran de verdad en mis esfuerzos ascéticos y fueran ángeles que venían a alejarme de la mala mujer. Cosa que hicieron en el acto. A veces, cuando estaba muy borracho y colocado y sentado de piernas cruzadas en medio de una de las enloquecidas fiestas, tenía auténticas visiones de una santa niebla vacía en los párpados y cuando abría los ojos veía que todos aquellos buenos amigos estaban sentados a mi alrededor esperando que me explicara; y nadie consideraba mi conducta extraña, sino perfectamente natural entre budistas; y tanto si al abrir los ojos explicaba algo como si no, quedaban satisfechos. Durante toda esa época, en realidad, sentía un deseo irresistible de cerrar los ojos cuando estaba acompañado. Creo que a las chicas les asustaba.
– ¿A qué se debe que esté siempre sentado con los ojos cerrados?
La pequeña Prajna, la hijita de dos años de Sean, se acercaba y me ponía un dedo en los párpados y decía:
– ¡Buba! ¡Buba!
A veces prefería llevarla de la mano a dar pequeños paseos mágicos por el jardín, en lugar de quedarme sentado o charlando en el cuarto de estar.
En cuanto a Japhy, le gustaba todo lo que yo hacía siempre que procurara que la lámpara de petróleo no humeara y que no afilara el hacha de modo desigual. Era muy estricto para estas cosas.
– Tienes que aprender -decía-. Maldita sea. Si hay algo que no puedo aguantar es que las cosas no se hagan bien. Era asombroso la de comidas que sabía preparar con los productos de su anaquel. Tenía todo tipo de algas y raíces secas compradas en Chinatown, y preparaba una mezcla de aquello con salsa de soja y la echaba encima de arroz hervido y resultaba delicioso comido con palillos. Y allí sentados al anochecer, con los árboles rugiendo y las ventanas todavía abiertas, con frío, comíamos ñam. ñam aquellas deliciosas comidas chinas de fabricación casera. Japhy sabía manejar los palillos muy bien y comía rápidamente. Luego a veces yo lavaba los platos y luego salía a meditar un rato sobre mi lecho debajo de los eucaliptos, y por la ventana de la cabaña veía el pardo resplandor de la lámpara de petróleo de Japhy mientras estaba sentado hurgándose los dientes. A veces salía a la puerta de la cabaña y gritaba:
– ¡Ooooh! -Yo no le contestaba y le oía murmurar-:
– ¿Dónde coño estará? -Y le veía escudriñar la oscuridad en busca de su bikhu.
Una noche estaba sentado meditando, cuando a mi izquierda oí un fuerte crujido. Miré y era un venado que venía a visitar su antigua morada y a mordisquear un poco de follaje. A través del valle sumergido en el crepúsculo la vieja mula seguía con su gimiente: "¡Ji jo! ¡Ji jo!", como un entrecortado canto tirolés en el aire: como una trompeta tocada por un ángel terriblemente triste: como un aviso a la gente que cenaba en sus casas de que no todo estaba tan bien como creían. Y, sin embargo, era un grito de amor hacia otra mula. Pero ésa era la razón de que…
Una noche meditaba en tan perfecta quietud que llegaron dos mosquitos y se me posaron en una de las mejillas y se quedaron allí mucho tiempo sin picarme y luego se marcharon, y no me habían picado.
27
Pocos días antes de la gran fiesta de despedida, Japhy y yo discutimos. Bajamos a San Francisco para, dejar su bicicleta en el mercante atracado en el puerto, y después fuimos al barrio chino bajo la llovizna a que nos cortaran el pelo por muy poco dinero en la escuela de peluqueros. Finalmente, pensábamos buscar en los almacenes del Ejército de Salvación y del Monte de Piedad algo de ropa interior y cosas así. Mientras caminábamos bajo la llovizna por las concurridas calles ("¡Esto me recuerda a Seattle!", gritó), tuve unas ganas invencibles de emborracharme para ponerme bien. Compré una botella de oporto y lo destapé y llevé a Japhy a una calleja y bebimos.
– Será mejor que no bebas demasiado -me dijo-. Ya sabes que después vamos a ir a Berkeley a una conferencia y un coloquio en el Centro Budista.
– No tengo ganas de ir, lo único que quiero es beber en las callejas.
– Te están esperando; el año pasado les leí todos tus poemas.
– No me importa. Mira esa niebla que hay ahí arriba y luego mira este oporto tan cálido, ¿no te hacen sentir que cantas al viento?
– No, no demasiado. Ray, ya sabes que Cacoethes dice que bebes demasiado.
– ¡Que se ocupe de su úlcera! ¿Por qué crees que tiene úlcera? Porque bebe demasiado. ¿Tengo yo una úlcera? ¡Nunca en la vida! ¡Bebo para alegrarme! Si no te gusta que beba, puedes ir tú solo a la conferencia. Te esperaré en casa de Coughlin.
– Pero ¿es que vas a perdértela sólo por un poco de vino?
– La sabiduría también está en el vino, ¡maldita sea! -grité-. ¡Toma un trago!
– ¡No quiero!
– Bueno, entonces beberé yo.
Y terminé la botella y volvimos a la calle Sexta, donde inmediatamente entré en la misma tienda y compré otra. Ahora me encontraba bien.
Japhy estaba triste y decepcionado.
– ¡Cómo esperas convertirte en un bikhu bondadoso o en un bodhisattva mahasattva si te emborrachas continuamente!
– ¿Has olvidado la última viñeta de los Toros donde el viejo se emborracha con los carniceros?
– ¿Y qué? ¿Cómo vas a entender tu propia esencia mental con la cabeza toda embotada y los dientes manchados y lleno de náuseas?
– No tengo náuseas, me encuentro bien. Podría flotar en esa niebla gris y volar por encima de San Francisco como una gaviota. ¿Te conté alguna vez lo del barrio chino este? Viví por aquí…
– También yo he vivido en el barrio chino de Seattle, y sé perfectamente lo que pasa en esos sitios.
Los neones de tiendas y bares resplandecían en el gris de la noche lluviosa. Me sentía maravillosamente bien. Después de cortarnos el pelo fuimos al almacén del Monte de Piedad y anduvimos de pesca en los cajones. Compramos calcetines y camisetas, cinturones y otras prendas viejas por muy poco. Yo seguía pegándole besos al vino: me había colgado la botella del cinturón. Japhy estaba enfadado. Luego subimos al coche y fuimos a Berkeley cruzando el puente bajo la lluvia y siguiendo hasta las afueras de Oakland, y luego hasta el centro, donde Japhy esperaba encontrar unos vaqueros de mi talla. Nos habíamos pasado el día entero mirando vaqueros usados para ver si me servían. Seguí pegándole al vino y al fin Japhy cedió y bebió un poco y me enseñó el poema que había escrito mientras me cortaban el pelo en el barrio chino:
"¡Moderna escuela de peluquería! Smith, ojos cerrados, padece un corte de pelo temiendo la fealdad. 50 centavos. Un estudiante de peluquero cetrino, García en su bata, dos chicos rubios, uno con cara asustada y grandes orejas. Mirando desde los asientos, dile: "Eres muy feo y tienes las orejas grandes." Llorará y sufrirá sin que ni siquiera sea cierto. El otro, de cara delgada, concentrado, vaqueros remendados y zapatos rotos me mira delicadamente. Chico doliente que se volverá duro y avaro en la pubertad; Ray y yo con una botella de oporto por dentro en este día lluvioso de mayo y no hay levis usados de nuestra talla en la ciudad y el estudiante de peluquero corta el pelo a lo barrio chino y el alumno maduro empieza su carrera en plena floración."