– ¿En qué estás pensando?
– Me limito a hacer poemas mentales mientras trepo hacia el monte Tamalpais. Mira allí arriba, es un monte maravilloso, el más hermoso del mundo. ¡Qué forma tan bella! Me gusta el Tamalpais de verdad. Dormiremos allí esta noche. Nos llevará hasta última hora de la tarde alcanzarlo. La zona de Marin era mucho más frondosa y amena que la áspera zona de la sierra por donde trepamos el otoño anterior: todo eran flores, árboles, matorrales, pero al lado de la senda también había gran cantidad de ortigas. Cuando llegamos al final del alto camino polvoriento, de repente nos encontramos en un denso bosque de pinos y seguimos un oleoducto a través de la espesura, tan umbría que el sol de la mañana penetraba con dificultad y hacía fresco y estaba húmedo. Pero el olor era puro: a pinos y madera húmeda. Japhy no paró de hablar en toda la mañana. Ahora que estaba una vez más en pleno monte, se comportaba como un chiquillo.
– Lo único malo de ese asunto del monasterio japonés es que, a pesar de toda su inteligencia y sus buenas intenciones, los norteamericanos de allí saben muy poco de lo que pasa en Norteamérica y de los que estudiamos budismo por aquí. Y, además, no les interesa la poesía.
– ¿Quiénes dices?
– Pues los que me mandan allí y pagan los gastos. Gastan mucho dinero preparando elegantes escenas de jardines y editando libros de arquitectura japonesa, y toda esa porque ría que no le gusta a nadie y que sólo les resulta útil a las divorciadas norteamericanas ricas en gira turística por Japón. En realidad, lo que debían de hacer era construir o comprar una vieja casa japonesa y tener una huerta y un sitio donde estar y ser budista, es decir, algo auténtico y no uno de esos bodrios habituales para la clase media norteamericana con pretensiones. De todos modos, tengo muchas ganas de encontrarme allí. Chico, hasta me puedo ver por la mañana sentado en la estera con una mesa baja al lado, escribiendo en mi máquina portátil, y con el hibachi cerca y un cacharro de agua caliente y todos mis papeles y mapas, la pipa y la linterna, todo muy ordenado; y afuera ciruelos y pinos con nieve en las ramas, y arriba el monte Heizan con la nieve espesándose, y sugi e hinoki alrededor, y los pinos, chico, y los cedros… Templos escondidos que se encuentran al bajar por senderos pedregosos; sitios fríos muy antiguos con musgo donde croan las ranas, y dentro estatuillas y lámparas colgantes y lotos dorados y pinturas y olor a incienso y arcones lacados con estatuas. -Su barco zarpaba dentro de un par de días-. Pero me da pena dejar California… a lo mejor por eso quiero echarle una ojeada final hoy, Ray.
Desde el umbrío bosque de pinos subimos a un camino donde había un refugio de montaña. Luego cruzamos el camino, y después de andar entre maleza cuesta abajo, llega mos a un sendero que probablemente no conocía nadie, a excepción de unos cuantos montañeros y, de pronto, ya estábamos en los bosques del Muir. Era un extenso valle que se abría varios kilómetros ante nosotros. Seguimos tres kilómetros por una vieja pista forestal y entonces Japhy subió por la ladera hasta otra pista que nadie habría imaginado que se encontraba allí. Seguimos por ella, subiendo y bajando a lo largo de un torrente con troncos caídos que nos permitían cruzarlo y, de vez en cuando, puentes que, según Japhy, habían construido los boys scouts: eran árboles serrados por la mitad con la parte plana hacia arriba sobre la que se podía caminar. Luego trepamos por una empinada ladera cubierta de pinos y salimos a la carretera. Subimos una loma con hierba y salimos a una especie de anfiteatro de estilo griego con asientos de piedra alrededor de algo parecido a un escenario también de piedra dispuesto como para hacer representaciones tetra dimensionales de Esquilo y Sófocles. Bebimos agua y nos sentamos y nos quitamos las botas y contemplamos la silenciosa obra de teatro desde los asientos de piedra. A lo lejos, se veía el puente del Golden Gate y San Francisco todo blanco.
Japhy se puso a gritar y silbar y cantar, lleno de alegría. Nadie le oía.
– Así estarás en la cima del monte de la Desolación este verano, Ray.
– Cantaré con todas mis fuerzas por primera vez en la vida.
– Sólo te oirán los conejos, o quizás un oso con sentido crítico. Ray, esa zona del Skagit donde vas a ir es el sitio mejor de Norteamérica. Ese río que serpentea corriendo y saltando entre gargantas camino del vallé despoblado… Montes nevados que se desvanecen entre los pinos… Y valles profundos y húmedos… como Big Beaver y Little Beaver, algunos de los mejores bosques vírgenes de cedro rojo que quedan en el mundo. Me acuerdo muchas veces de mi casa abandonada de la atalaya del monte Cráter, y yo allí sentado, sólo con los conejos y el viento que aúlla, envejeciendo mientras los conejos, agazapados en sus acogedoras madrigueras de debajo de las piedras, calientes, comen semillas o lo que coman los conejos. Cuanto más te acercas a la auténtica materia, a la piedra y al aire y al fuego y a la madera, muchacho, el mundo resulta más espiritual. Toda esa gente que se considera materialista a ultranza no sabe nada de eso. Se consideran gente práctica y tienen la cabeza llena de ideas y nociones confusas. -Levantó la mano-. Escucha esa ardilla.
– Me pregunto qué estarán haciendo en casa de Sean. -Seguramente se acaban de levantar y están empezando a beber ese vino tan agrio sentados por allí diciendo tonterías. Deberían de haber venido con nosotros, así aprenderían algo.
Cogió su mochila y se puso en marcha. A la media hora estábamos en un hermoso prado, después de seguir por una polvorienta senda a lo largo de arroyos poco profundos, y por fin llegamos a la zona de Potrero Meadows. Era un Parque Forestal Nacional con un hogar de piedra y mesas para merendar y todo lo necesario para acampar; pero no vendría nadie hasta el fin de semana. Unos cuantos kilómetros más allá, nos contemplaba la atalaya de la cima del Tamalpais. Abrimos las mochilas y pasamos una tarde muy tranquila dormitando al sol o con Japhy de un lado para otro mirando las mariposas y los pájaros y tomando notas en su cuaderno, y yo me paseé solo por el otro extremo, al norte, donde una desolada montaña de roca muy parecida a las de las Sierras se extendía hacia el mar.
Al anochecer, Japhy encendió una gran hoguera y se puso a preparar la cena. Estábamos cansados y felices. Aquella noche hicimos una sopa que no olvidaré jamás y, de hecho, fue la mejor sopa que tomé desde la época en que era un joven y famoso escritor en Nueva York y comía en el Chambord o en Henri Cru. Consistió en un par de paquetes de guisantes secos echados en un cacharro de agua hirviendo con tocino frito. Lo revolvimos hasta que volvió a hervir. Estaba rico y sabía de verdad a guisantes, y a tocino ahumado; lo adecuado para tomar al anochecer cuando empieza a hacer frío junto a una crepitante hoguera. Además, mientras pululaba por allí, Japhy había encontrado bejines, unas setas silvestres, pero no de las de sombrilla, sino redondas, del tamaño de pomelos y de carne tersa y blanca. Las cortó y las frió en la grasa del tocino y nos las tomamos aparte con arroz frito. Fue una cena deliciosa. Lavamos los cacharros en el bullicioso arroyo. La crepitante hoguera mantenía alejados a los mosquitos. La luna asomaba entre las ramas de los pinos. Desenrollamos los sacos de dormir encima de la hierba y nos acostamos pronto. Estábamos muy cansados.
– Bien, Ray -dijo Japhy-, dentro de muy poco estaré muy lejos, mar adentro, y tú haciendo autostop costa arriba hacia Seattle, y luego camino de la zona del Skagit. Me pregunto qué será de nosotros.
Nos dormimos pensando en esto. Durante la noche tuve un sueño muy vivo, uno de los sueños más claros que había tenido nunca. Vi claramente un abarrotado mercado chino, sucio y lleno de humo, con mendigos y vendedores y animales de carga y barro y cacharros humeando y montones de basura y verduras que se vendían metidas en sucios recipientes de metal puestos en el suelo, y de repente, un mendigo harapiento había bajado de las montañas; un mendigo chino inimaginable, insignificante, que estaba en un extremo del mercado contemplándolo todo con expresión divertida. Era bajo, fuerte, con el rostro curtido por el sol del desierto y la montaña; vestía unos cuantos harapos; llevaba un hatillo de cuero a la espalda; iba descalzo. Yo había visto tipos como aquél con poca frecuencia, y sólo en México. A veces aparecían por Monterrey salidos de aquellas montañas rocosas; seguramente mendigos que vivían en cuevas. Pero el de ahora era un chino el doble de pobre, el doble de duro; un vagabundo infinitamente más misterioso; y sin duda se trataba de Japhy. Tenía su misma boca grande, sus mismos ojos chispeantes, su misma cara angulosa (una cara como la de la mascarilla mortuoria de Dostoievski, con pómulos prominentes y cabeza cuadrada); y era bajo y fornido como Japhy. Me desperté al amanecer, pensando: "¡Vaya! ¿Le va a pasar eso a Japhy? A lo mejor deja el monasterio y desaparece y no lo vuelvo a ver nunca más. Será el espectro de Han Chan de las montañas orientales, y hasta los mismos chinos le tendrán miedo viéndolo tan harapiento y derrotado."