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– Eso es tu budismo, una tableta de chocolate Hershey. ¿Qué te parecería estar a la luz de la luna, bajo un naranjo, con un helado de vainilla?

– Demasiado frío. Lo que necesito, anhelo, pido, ansío… por lo que me estoy muriendo, es por una tableta… Estábamos muy cansados y no dejábamos de caminar en dirección a casa mientras hablábamos como niños. Yo seguía repitiendo y repitiendo lo necesario que me resultaba una tableta de chocolate. Lo decía de verdad. Necesitaba reponer fuerzas. Me sentía mareado y necesitaba azúcar, pero pensar en chocolate y cacahuetes deshaciéndoseme en la boca con aquel aire frío era excesivo.

Pronto estábamos saltando la valla del corral que llevaba al prado de los caballos de encima de nuestra cabaña. Luego asaltamos la alambrada de nuestro terreno y anduvimos los siete u ocho metros de hierba alta, una vez pasado mi lecho junto al rosal, y llegamos a la puerta de nuestra vieja cabañita. Era la última noche juntos en aquella casa. Nos sentamos tristemente en la cabaña a oscuras, quitándonos las botas y suspirando. No podía hacer otra cosa que sentarme sobre mis pies. Sentarse encima de los pies propios elimina el dolor.

– Para mí se han acabado las caminatas -dije.

– Bueno, todavía tenemos que conseguir algo que cenar -dijo Japhy-. Veo que este fin de semana lo terminamos todo. Voy a bajar hasta el supermercado de la carretera a comprar algo.

– Pero, tío, ¿es que no estás cansado? Vámonos a la cama, ya comeremos mañana.

Pero volvió a calzarse las botas y salió. Todo el mundo se había ido, la fiesta había terminado en cuanto se dieron cuenta de que Japhy y yo habíamos desaparecido. Encendí la lumbre y me tumbé y hasta dormí un rato, y de pronto era de noche y Japhy volvía y encendía la lámpara de petróleo y colocaba la comida encima de la mesa, y además, traía tres tabletas de chocolate Hershey sólo para mí. Fueron las tabletas Hershey mejores que comí nunca. También había traído mi vino favorito, oporto, sólo para mí.

– Me voy, Ray, y me imaginé que debíamos celebrarlo… Su voz se arrastraba llena de tristeza y cansancio. Cuando Japhy estaba cansado, y a veces quedaba completamente agotado después de caminar o trabajar, su voz sonaba lejana y débil. Pero en seguida reunió fuerzas y empezó a preparar la cena y a cantar delante del hornillo como un millonario, haciendo ruido con las botas sobre el suelo de madera de la cabaña, preparando jarrones de flores, calentando agua para el té, rasgueando su guitarra y tratando de animarme, mientras yo, tendido allí, miraba tristemente el techo de arpillera. Era nuestra última noche, ambos lo notábamos.

– Me pregunto cuál de los dos morirá antes -murmuré en voz alta-.

– Sea el que sea, vuelve, fantasma, y entrégale la llave.

– ¡Ja! -Me trajo la cena y comimos con las piernas cruzadas como tantas otras noches: oyendo sólo el viento enfurecido en el océano de árboles y a nuestros dientes haciendo ñam ñam al comer nuestros sencillos alimentos de bikhu.

– Piensa, Ray -dijo Japhy-, en cómo sería este monte de encima de la cabaña hace treinta mil años, en la época del hombre de Neanderthal. ¿Te das cuenta de que en aquel tiempo, según los sutras, ya había un Buda, Dipankara?

– ¿El que nunca dijo nada?

– Imagínate a todos aquellos hombres-mono iluminados sentados alrededor de una hoguera en torno a su Buda que no decía nada y lo sabía todo.

Aquella misma noche, pero un poco más tarde, subió Sean y se sentó cruzado de piernas y habló breve y tristemente con Japhy. Todo había terminado. Luego subió Chris tine con las dos niñas en brazos; era una chica fuerte y podía subir pendientes pronunciadas con pesadas cargas. Aquella noche fui a dormir en mi saco junto al rosal y lamenté la repentina y fría oscuridad que había caído sobre la cabaña.

Eso me recordó uno de los primeros capítulos de la vida de Buda cuando decidió dejar el palacio, y a su afligida esposa y a su hijo y a su pobre padre, y se alejó a lomos de un caballo blanco para ir al bosque a cortarse su pelo rubio y devolvió el caballo con un criado que lloraba, embarcándose en un dificil viaje a través del bosque en pos de la verdad eterna.

"Como los pájaros que se congregan en los árboles al atardecer y luego desaparecen al caer la noche, así son las separaciones del mundo", escribió Ashvhaghosha hace casi dos mil años.

Al día siguiente pensé en hacerle un regalo de despedida, pero como no tenía mucho dinero ni ideas al respecto, cogí un trozo de papel no mayor que una uña y escribí cuidadosamente en éclass="underline" ¡Ojalá utilices el cortador de diamante de la misericordia! Y cuando dije adiós a Japhy en el puerto se lo entregué. Lo leyó, se lo metió en el bolsillo y no dijo nada.

Y lo último que pasó en San Francisco fue que al fin Psyche se ablandó y le escribió una nota que decía:

"Me reuniré contigo en tu camarote y te daré lo que quieres", o algo parecido, y por eso ninguno de nosotros subió al barco para despedirse de él en el camarote.

Psyche le estaba esperando allí para una escena de apasionado amor. Sólo dejamos a Sean que subiera a bordo para ver si necesitaba algo de última hora. Conque una vez que todos le dijimos adiós y nos fuimos, Japhy y Psyche probablemente hicieron el amor en el camarote y entonces ella se echó a llorar e insistió en que también quería ir a Japón y el capitán mandó que desembarcaran todos, pero ella no quería y la cosa terminó así:

El barco empezó a separarse del muelle y Japhy apareció en cubierta con Psyche en brazos, y sin dudarlo, la tiró al muelle -era lo bastante fuerte como para arrojar a una chica a tres metros de distancia-, donde Sean pudo recogerla justo a tiempo. Y aunque eso no se atuvo exactamente al cortador de diamante de la misericordia, no estuvo nada mal; Japhy quería llegar a la otra orilla y dedicarse a sus cosas. Sus cosas que se concretaban en el Dharma. Y el mercante zarpó y dejó atrás el Golden Gate y se perdió en las procelosas inmensidades del gris Pacífico, rumbo al oeste. Psyche lloraba. Sean lloraba. Todos estábamos tristes.

– Es una pena -dijo Warren Coughlin-, lo más probable es que desaparezca en el Asia Central mientras realiza un viaje tranquilo, pero sin pausas, desde Kashgar a Lanchow, vía Lhasa, con una recua de yacs tibetanos mientras vende palomitas de maíz, alfileres e hilo de coser de varios colores y escala de cuando en cuando algún Himalaya, y terminará iluminando al Dala¡ Lama y a todo el que se encuentre a varios kilómetros a la redonda y no volveremos a oír nada de él.

– No, no hará eso -dije-. Nos quiere mucho.

– De todas formas -añadió Alvah-, todo termina siempre en lágrimas.

31

Entonces, y como si el dedo de Japhy me indicara el camino, inicié mi marcha hacia el norte, camino de la montaña.

Era la mañana del 18 de junio de 1956. Bajé y dije adiós a Christine y le di las gracias por todo y seguí carretera abajo. Me despidió agitando la mano desde la entrada de la casa.

– Nos vamos a sentir muy solos por aquí ahora que todos se han ido y no celebraremos fiestas los fines de semana -había dicho.

Disfrutó de verdad con todo lo que había pasado. Allí se quedó junto a la puerta, descalza con la pequeña Prajna al lado, también descalza, mientras me alejaba por el prado de los caballos.

El viaje hacia el norte fue fácil, como si me acompañaran los buenos deseos de Japhy de que llegara a la montaña que sería mía para siempre. En la 101 me cogió inmediatamente un profesor de sociología, originario de Boston, que solía cantar en Cape Cod y que el día anterior se había desmayado en la boda de un amigo porque llevaba algún tiempo ayunando. Cuando me dejó en Cloverdale compré víveres para el camino: un salchicón, un trozo de queso Cheddar, RyKrisp y unos dátiles de postre, todo cuidadosamente metido en mis bolsas para comida dentro de la mochila. Todavía me quedaban cacahuetes y uvas pasas de la última excursión. Japhy había dicho: