Luego, mientras él se quedaba sentado en la sala principal, subí a cubierta mientras el transbordador emproaba la fría llovizna para disfrutar del canal de Puget Sound. El viaje hasta el puerto de Seattle duraba una hora y encontré una botella de vodka encajada en la barandilla dentro de un ejemplar de la revista Time. Bebí tranquilamente y abrí la mochila y saqué mi jersey grueso y me lo puse debajo del impermeable y anduve por la cubierta vacía debido al frío y la niebla sintiéndome salvaje y lírico. Y, de repente, vi que el Noroeste era muchísimo más de lo que imaginaba a partir de los relatos de Japhy. Había kilómetros y kilómetros de montañas increíbles que se elevaban en todos los horizontes entre jirones de nubes; el monte Olympus y el monte Baker, una gigantesca franja anaranjada en los oscuros cielos de la zona del Pacífico que llevaba, lo sabía, hacia las desolaciones siberianas de Hokkaido. Me arrimé a la cabina del puente oyendo dentro la conversación a lo Mark Twain que mantenían el patrón y el timonel. En la densa y oscura niebla de delante unas grandes luces de neón rojas decían: PUERTO DE SEATTLE. Y de pronto, todo lo que Japhy me había contado de Seattle empezó a colarse en mi interior como lluvia fría. Podía notarlo y verlo, y no sólo imaginarlo. Era exactamente como él había dicho: húmedo, inmenso, cubierto de bosques, montañoso, frío, estimulante, desafiante. El transbordador enfiló hacia el muelle en Alaska Way, y vi de inmediato los tótems de los viejos almacenes y la vieja locomotora estilo 1880 con soñolientos fogoneros que iba clong clog a lo largo del malecón como en una escena de mis sueños. Era una vieja locomotora norteamericana Casey Jones, la única que había visto, aparte de las de las películas de vaqueros. Pero ésta funcionaba de verdad y tiraba de los vagones bajo la tenue luz de la ciudad mágica.
Me dirigí de inmediato a un agradable hotel bastante limpio de la zona del puerto, el Hotel Stevens, cogí una habitación por un dólar setenta y cinco la noche, tomé un baño caliente y dormí muy bien, y por la mañana me afeité y salí a la Primera Avenida y encontré casualmente unos almacenes del Monte de Piedad con jerséis maravillosos y ropa interior de color y desayuné estupendamente con café a cinco centavos en el mercado abarrotado a aquella hora de la mañana y con el cielo azul y• las nubes que pasaban muy rápido por encima y las aguas del canal de Puget Sound brillando y bailando bajo los viejos malecones. Era el auténtico Noroeste. A mediodía dejé el hotel con mis nuevos calcetines de lana y demás prendas bien guardadas y caminando me dirigí encantado a la 99, que estaba a unos pocos kilómetros de la ciudad, y me recogieron en seguida. Siempre breves trayectos.
Ahora empezaba a distinguir las Cascadas en el horizonte, al nordeste; increíbles inmensidades y rocas aserradas y cubiertas de nieve que te hacían tragar saliva. La carretera corría por los fértiles valles del Stilaquamish y el Skagit: unos valles con granjas y vacas pastando ante aquel telón de fondo de cimas cubiertas de nieve. Cuanto más al norte iba, mayores eran las montañas, hasta que empecé a tener miedo. Me recogió un individuo que parecía un pulcro abogado con gafas en un coche muy serio, pero que resultó ser el famoso Bat Lindstrom, el campeón de automovilismo, y su coche tan serio tenía el motor preparado y podía llegar a doscientos ochenta kilómetros por hora. Y se puso a demostrármelo lanzando el coche como una exhalación para que pudiera oír aquel poderoso rugido. Luego me cogió un maderero que dijo que conocía a los guardas forestales del sitio adonde yo iba, y añadió:
– El valle del Skagit sigue al del Nilo en fertilidad.
Me dejó en la 1-G, que llevaba a la 17-A, la cual se metía en el corazón de las montañas, y, de hecho, terminaba en un camino de tierra, en la presa del Diablo. Ahora estaba de verdad en la zona montañosa. Los que me cogían eran madereros, buscadores de uranio, granjeros, y me llevaron hasta el último pueblo grande de Skagit Valley, Sedro Woolley, un pueblo con un importante mercado, y luego seguí por una carretera que cada vez era más estrecha y con más curvas, siempre entre escarpaduras y el río Skagit, que cuando lo cruzamos por la 99, era un río de ensueño con prados a ambos lados, y ahora era un torrente de nieve fundida que corría rápido entre orillas cubiertas de barro. Empezaron a aparecer acantilados a ambos lados. Las montañas cubiertas de nieve habían desaparecido, ya no podía verlas aunque sentía su presencia; y más y más cada vez.
32
En una vieja taberna vi a un viejo decrépito que casi no podía moverse detrás del mostrador cuando le pedí una cerveza.
"Prefiero morir en una cueva glacial a pasar una tarde eterna en un sitio polvoriento como éste", pensé.
Una pareja muy amartelada me dejó junto a una tienda de comestibles de Sauk y allí hice el trayecto final con un chuleta de largas patillas morenas, un loco y borracho guitarrista del Skagit Valley que conducía como un demonio y que se detuvo entre una nube de polvo delante de la Estación Forestal de Marblemount. Estaba en casa.
El ayudante del guardabosques estaba de pie mirándonos.
– ¿Es usted Smith? -Sí.
– ¿Y ése? ¿Es amigo suyo?
– No, sólo me recogió y me trajo hasta aquí.
– ¿Quién se cree usted que es para andar a esa velocidad por propiedades del gobierno?
Tragué saliva, había dejado de ser un bikhu libre. No lo volvería a ser hasta que me encontrara en mi montaña la semana próxima. Tenía que pasar una semana entera en la Escuela de Vigilantes de Incendios con un montón de jóvenes, todos llevando cascos; unos lo llevaban muy derecho, y otros, como yo, ladeado. Abrimos cortafuegos en el bosque o talamos árboles o provocamos pequeños incendios experimentales. Y allí conocí al antiguo guardabosques y leñador Burnie Byers, el "hachero" al que Japhy imitaba siempre con su voz profunda y extraña.
Burnie y yo nos instalábamos en el bosque dentro de su camión y hablábamos de Japhy.
– Es una vergüenza que Japhy no haya vuelto este año. Era el mejor vigilante de incendios que he tenido nunca y, además, el mejor montañero que he visto en la vida. Siem pre dispuesto a subir, deseando llegar a las cumbres. Sin duda el mejor chaval que he conocido nunca. No le tenía miedo a nadie y siempre daba su opinión. Eso era lo que más me gustaba de él. Si llega un momento en que uno no puede decir lo que piensa, entonces debe perderse en lo más profundo del bosque y dejarse morir en una choza. Y una cosa más sobre Japhy: esté donde esté, en todo lo que le queda de vida y por muy viejo que sea, siempre lo pasará bien.
Burnie tenía unos sesenta y cinco años y de hecho hablaba en tono paternal de Japhy. Algunos de los otros chicos le recordaban también y me preguntaron cuándo volvería. Aquella noche, como era el cuarenta aniversario de Burnie en el Servicio Forestal, los demás guardabosques le hicieron un regalo, que consistía en un cinturón de acero. Burnie siempre tenía problemas con los cinturones y en aquella época llevaba una cuerda sujetándole los pantalones. Así que se puso el cinturón y dijo algo divertido de que lo mejor sería que no comiera mucho, y todos aplaudieron y rieron. Me dije que Burnie y Japhy probablemente eran las dos personas mejores y más trabajadoras de todo este país.
Después del cursillo en la escuela pasé cierto tiempo subiendo a las montañas que había detrás del puesto forestal o simplemente sentado a orillas del Skagit con la pipa en la boca y una botella de vino entre las piernas; tardes y noches enteras a la luz de la luna, mientras los otros se iban a beber cerveza al pueblo. El río Skagit, en Marblemount, era un claro arroyo de nieve líquida de un verde purísimo; arriba, los pinos del noroeste se amortajaban entre nubes; y más allá, había cumbres con nubes desfilando por delante de ellas que a veces dejaban pasar los rayos del sol. Era una creación de las tranquilas montañas; sin duda lo era este torrente de pureza que tenía a los pies. El sol brillaba en los rablones y algunos troncos hacían frente a la corriente. Los pájaros revoloteaban por encima del agua, buscando a los sonrientes peces escondidos que sólo muy raramente daban un salto fuera del agua, arqueados sus lomos, y caían de nuevo al agua, que borraba toda huella y seguía corriendo. Troncos y tocones pasaban flotando a cuarenta kilómetros por hora. Supuse que si trataba de cruzar el río nadando, aunque fuera tan estrecho, no alcanzaría la otra orilla hasta un kilómetro más abajo. Era un río maravilloso con un vacío de eternidad dorada, olor a musgo y corteza y ramas y barro, todo haciendo desfilar misteriosas visiones ante mis ojos y, sin embargo, tranquilo y perenne como los árboles de las laderas y el sol que bailaba. Cuando miraba hacia las nubes, éstas adquirían, según me dije, rostros de eremitas. Las ramas de los pinos parecían contentas bañándose en el agua. Las copas de los árboles parecían encantadas de que las nubes les sirvieran de sudario. Las hojas acariciadas por el viento del nordeste y besadas por el sol parecían hechas para el goce. Las nieves de las alturas del horizonte, libres de toda senda, parecían acogedoras y cálidas. Todo parecía libre para siempre y agradable; todo más allá de la verdad, más allá del azul del espacio vacío.