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Por la mañana todavía nos rodeaba una niebla gris y hacía viento. Prepararon los animales y antes de irse se volvieron y me dijeron:

– Bien, ¿qué te parece el pico de la Desolación? Happy añadió:

– No olvides lo que te dije de responder a tus propias preguntas. Y si se acerca un oso y mira por la ventana, limítate a cerrar los ojos.

Las ventanas aullaban mientras se alejaban fuera de mi vista entre la niebla y los retorcidos árboles de la cumbre, y en seguida dejé de verlos y ya estaba solo en el pico de la Desolación, y me parecía que por toda la eternidad, convencido de que no saldría vivo de allí. Trataba dé distinguir las montañas, pero los ocasionales huecos que se abrían entre la niebla sólo revelaban unas formas vagas y distantes. Renuncié a ver nada y entré y me pasé el día entero limpiando la cabaña.

Por la noche me puse el impermeable encima de la chaqueta y la ropa de abrigo y salí a meditar en el brumoso techo del mundo. Aquí estaba la Gran Nube de la Verdad, Dharmamega, el fin último. Empecé a ver mi primera estrella a eso de las diez; de pronto se disipó parte de la niebla y creí ver montañas, inmensas e imponentes formas que cerraban el paso, negras y blancas con nieve en la cima y, tan cerca que casi di un salto. A las once pude ver el lucero de la tarde por encima del Canadá, hacia el norte, y creí distinguir una franja naranja de puesta de sol detrás de la niebla, pero todo esto se me fue de la cabeza ante el ruido que hacían las ratas arañando la puerta del sótano. En el desván, los ratones corrían sobre sus patitas negras entre granos de arena y arroz y trastos dejados allí por generaciones enteras de perdedores del Desolación.

"Vaya, vaya -pensé-, ¿conseguiré que me llegue a gustar? Y si no, ¿cómo me las arreglaré para largarme?"

Lo mejor sería irse a la cama y hundir la cabeza dentro del saco.

En mitad de la noche, mientras estaba medio dormido, abrí los ojos un poco, y de repente me desperté con los pelos de punta: acababa de ver un enorme monstruo negro ante mi ventana. Lo miré y vi que tenía una estrella encima. Era el monte Hozomeen que estaba a muchos kilómetros de distancia, en el Canadá, y se inclinaba sobre mi cabaña para atisbar por la ventana. La niebla había desaparecido por completo y era una noche estrellada. ¡Joder con la montaña! Tenía la misma forma inolvidable de una torre de brujas que Japhy la había dado con su pincel cuando la dibujó en aquel cuadro que colgaba de la arpillera de las paredes de Corte Madera. Era una elevación de rocas que daban vueltas y vueltas en espiral hasta alcanzar la cumbre donde una perfecta torre de brujas terminada en punta señalaba al infinito. Hozomeen, Hozomeen, la montaña más siniestra que había visto nunca. Y la más hermosa también en cuanto llegué a conocerla bien y vi detrás de ella la Aurora Boreal reflejándose en todo el hielo del Polo Norte desde el otro lado del mundo.

33

Así que por la mañana me desperté con el sol brillando en un hermoso cielo azul. Salí a la entrada de mi cabaña, y allí estaba todo lo que Japhy me había dicho: cientos de kilómetros de puras rocas cubiertas de nieve y lagos vírgenes y altos bosques, y debajo, en lugar del mundo, un mar de nubes color malvavisco, un mar plano como un techo que se extendía kilómetros y kilómetros en todas direcciones, cubriendo de nata todos los valles; eran lo que se suelen llamar nubes bajas, que para mí, sobre aquel pináculo a dos mil metros de altura, quedaban muy por debajo. Preparé café en el hornillo y salí y calenté mis huesos empapados de niebla al sol, sentado en los escalones de madera.

– Ti, ti -dije a un conejo peludo, y el animalito disfrutó durante un minuto junto a mí del mar de nubes. Freí jamón y huevos, excavé un agujero para la basura a unos cien metros senda abajo, cogí leña e identifiqué los lugares con mis prismáticos y puse nombres a todas las rocas cortadas y mágicas, nombres que Japhy me había cantado tan a menudo: monte Jack, monte del Terror, monte de la Furia, monte del Desafio, monte de la Desesperación, el Cuerno de Oro, et Plantón, pico Cráter, el Rubí, el monte Baker, mayor que el mundo en la distancia, al oeste, monte del Garañón, el pico del Pulgar Doblado, y los fabulosos nombres de los arroyos: los Tres Locos, el Canela, el Confusión, el Rayo y el Congelador. Y todo aquello era mío, no había ningún otro par de ojos contemplando ese inmenso universo panorámico de materia. Tuve una tremenda sensación de ensueño que no me dejaría en todo aquel verano y que, de hecho, se hizo mayor, en especial cuando me ponía cabeza abajo para que me circulara la sangre, en lo más alto de la montaña, utilizando un saco para apoyar la cabeza, y entonces las montañas parecían burbujas en el vacío visto al revés. ¡En realidad me di cuenta de que estaban cabeza abajo lo mismo que yo! No había duda alguna de que la gravedad nos mantiene a todos intactos y cabeza abajo contra la superficie del globo terrestre en un infinito espacio vacío. Y de pronto, me di cuenta también de que estaba solo de verdad y no tenía nada que hacer, excepto comer y descansar y divertirme, y que nadie podría criticarme. Las florecillas crecían por todas partes, entre las rocas, y nadie las había pedido que crecieran, como tampoco a mí.

Por la tarde, el mar de nubes malvavisco se disipó parcialmente y el lago Ross apareció ante mi vista. Un bello estanque cerúleo allá abajo con las pequeñas embarcacio nes de juguete de los excursionistas, unas embarcaciones que quedaban demasiado lejos como para que las viera, pero que dejaban pequeñas estelas en el espejo del lago. Podían verse pinos reflejados cabeza abajo en el lago señalando al infinito. Esa misma tarde me tumbé en la hierba con toda aquella gloria ante mí y me sentí un poco aburrido y pensé:

"Ahí no hay nada porque no me importa nada."

Y luego me puse en pie de un salto y empecé a cantar y a bailar y a silbar, y los fuertes silbidos atravesaban la Garganta del Rayo porque aquello era demasiado inmenso para que se produjera eco. Detrás de la cabaña había un gran campo nevado que me proporcionaría agua fresca para beber hasta septiembre; bastaría con un cubo al día que se fundiría en el interior, y luego metería un vaso de estaño y así siempre tendría agua muy fría. Empezaba a sentirme más contento de lo que me había sentido durante años y años, desde la infancia; sí, me sentía libre y alegre y solitario.

– Buddy-o, tralará, lará, la -canté mientras me paseaba entre las rocas.

Luego llegó la primera puesta de sol y resultó increíble. Las montañas estaban cubiertas de niebla rosa, las nubes quedaban lejos y rizadas y parecían antiguas ciudades remo tas con el esplendor de la tierra del Buda. El viento soplaba incesante, fssssh, fssssh, sacudiendo ocasionalmente mi barco. El disco de la luna nueva era prognático y resultaba secretamente cómico en la pálida tabla azulada de encima de los monstruosos hombros de niebla que se alzaban del lago Ross. Cumbres dentadas surgían como de golpe por detrás de las laderas, semejantes a las montañas que dibujaba de niño. Parecía que en alguna parte se estaba celebrando un festival dorado. Escribí en mi diario:

"¡Oh, qué feliz soy!", pues en los picos, al terminar el día, veía la esperanza. Japhy tenía razón.

La oscuridad iba envolviendo mi montaña y pronto sería otra vez de noche y habría estrellas y el Abominable Hombre de las Nieves merodearía por el Hozomeen. Encendí un buen fuego en el hornillo y me preparé unos deliciosos bollos de centeno y un estofado de carne. Un fuerte viento del oeste batía la cabaña, que estaba bien construida con varillas de acero que se hundían en hormigón: no sería arrancada. Estaba satisfecho. Siempre que miraba por la ventana veía abetos alpinos sobre un fondo de cumbres nevadas, nieblas cegadoras o, allá abajo, el lago todo rizado e iluminado por la luna como un lago de juguete. Me hice un ramillete de altramuces y amapolas y lo puse en un cacharro con agua. La cumbre del monte Jack estaba hecha de nubes plateadas. A veces veía el resplandor de relámpagos a lo lejos iluminando súbitamente los increíbles horizontes. Algunas mañanas había niebla, y mi sierra, la sierra del Hambre, quedaba completamente envuelta en leche.