El domingo siguiente, justo como el primero, el amanecer reveló un mar de brillantes nubes planas a unos trescientos metros por debajo de mí. Siempre que me sentía aburrido me liaba otro pitillo con el tabaco Prince Albert de la lata; no hay nada mejor en el mundo qué un pitillo recién liado que se disfruta sin prisa. Me paseaba en la quietud de brillante plata con horizontes rosados al oeste, y todos los insectos se aquietaban en honor de la luna.
Había días calurosos y desagradables con plagas de langosta y otros insectos, calor, nada de aire, ninguna nube, en los que no conseguía entender que hiciera tanto calor en una montaña del Norte. A mediodía lo único que se oía era el zumbido sinfónico de un millón de insectos, mis amigos. Pero llegaba la noche y, con ella, la luna del monte, la luna que rielaba en el lago, y yo salía y me sentaba en la hierba y meditaba cara al oeste deseando que hubiera un Dios personal en toda esta materia impersonal. Iba a mi campo de nieve, sacaba una jarra de jalea púrpura y miraba la luna a través de ella. Veía que el mundo rodaba hacia la luna. Por la noche, mientras estaba dentro del saco, el venado subía desde los bosques y mordisqueaba los restos de comida que quedaban en los platos de estaño que siempre dejaba a la puerta de la cabaña; machos con grandes cuernos, hembras, y cervatillos preciosos que parecían mamíferos del otro mundo, de otro planeta, con todas aquellas rocas iluminadas por la luna detrás.
Luego podía llegar una turbulenta lluvia lírica del sur traída por el viento, y yo decía:
– El sabor de la lluvia, ¿por qué arrodillarse? -Y también-: Es el momento de tomar un café caliente y fumar un pitillo, chicos -dirigiéndome a mis imaginarios bikhus.
La luna se puso llena y con ella llegó la Aurora Boreal sobre el monte Hozomeen ("Mira el vacío y la quietud es todavía mayor", había dicho Han Chan en la traducción de Japhy); y de hecho todo estaba tan quieto, que lo único que tenía que hacer era variar la posición de mis piernas cruzadas sobre la hierba alpina para oír las pezuñas de los venados que huían asustados. Cabeza abajo antes de irme a la cama encima de aquel techo de roca iluminado por la luna, podía ver claramente que la tierra estaba en realidad cabeza abajo y que el hombre era un bicho raro y vano lleno de ideas extrañas que caminaba al revés presumiendo, y comprendía que el hombre recordaba por qué este sueño de planetas y plantas y Plantagenets había sido construido de materia primordial. A veces me enfadaba porque las cosas no me salían bien: cuando se me quemaba una torta o resbalaba en el campo de nieve al ir a buscar agua, o la vez en que la pala se me cayó al barranco; y me enfadaba tanto que quería morder las cumbres de las montañas, y entonces entraba en la cabaña y daba una patada a la mesa y me hacía daño en un dedo. Pero la mente debe estar vigilante, y eso aunque la carne sufra: las circunstancias de la existencia son plenamente gloriosas.
Todo lo que tenía que hacer era mirar de vez en cuando el horizonte en busca de humo y mantener funcionando el aparato de radio emisor-receptor y barrer el suelo. La radio no me daba mucho trabajo; no hubo incendios tan cercanos como para que tuviera que dar cuenta de ellos y no participé en las charlas de los vigilantes. Me lanzaron en paracaídas un par de baterías nuevas, aunque las que tenía seguían en buen estado.
Una noche, en una visión mientras meditaba, Avalokitesvara, el que Oía y Respondía las Oraciones, me dijo: -Tienes poder para recordar a todo el mundo que son personas completamente libres.
Me puse la mano encima para recordármelo en primer lugar a mí mismo, y luego, sintiéndome alegre, grité:
– Ta -y abrí los ojos y vi una estrella fugaz.
Los mundos innumerables de la Vía Láctea, palabras. Tomé la sopa en una tacita y me supo mucho mejor que tomada en una gran sopera…, mi sopa de guisantes y tocino a lo Japhy. Dormía siestas de un par de horas todas las tardes, me despertaba y comprendía que "nada de esto sucedió nunca" al mirar las montañas de mi alrededor. El mundo estaba cabeza abajo colgando en un océano de espacio sin fin y aquí estaba toda esa gente sentada en el cine viendo películas, allí, abajo, en el mundo al que volvería… Me paseaba por la entrada de la cabaña al anochecer y cantaba "Ah, las horas pequeñas", y cuando llegué a las palabras "cuando el mundo entero esté profundaménte dormido", se me llenaron los ojos de lágrimas.
– Muy bien, mundo -dije-, te amaré.
Por la noche, en la cama, caliente y feliz dentro del saco sobre el acogedor camastro de madera, veía mi mesa y mi ropa a la luz de la luna y pensaba: "¡Pobre Raymond!, su día es tan triste y con tantas inquietudes, sus impulsos son tan efímeros, ¡es tan complicado y molesto tener que vivir!", y luego me dormía como un corderito. ¿Somos ángeles caídos que nos negamos a creer que nada es nada y, por tanto, nacemos para perder a los que amamos y a nuestros amigos más queridos uno a uno, y después nuestra propia vida, para probarnos?… Pero volvía la fría mañana con nubes que surgían de la Garganta del Rayo como humo gigantesco, con el lago abajo siempre cerúleo y neutro, y con el vacío espacio igual que siempre. ¡Oh, rechinantes dientes de la tierra! ¿Adónde lleva todo esto si no es a una dulce y dorada eternidad para demostrar que todo está equivocado, para demostrar que la propia demostración carece de sentido…?
34
Al fin llegó agosto con ráfagas que sacudieron mi cabaña y auguraron poco de augusto. Hice mermelada de frambuesas de color rubí al ponerse el sol. Puestas de sol enfurecidas que lanzaban espumosos mares de nubes a través de cortadas inimaginables, con todos los matices rosados de la esperanza detrás, y yo me sentía justo como ellas, brillante y lúgubre más allá de las palabras. Por todas partes terribles campos de hielo y de nieve; una brizna de hierba bailando en los vientos de la infinitud, anclada a una roca. Hacia el este estaba gris; hacia el norte, espantoso; hacia el oeste, en enloquecido furor, dementes frenéticos luchaban en siniestra lobreguez; hacia el sur, la neblina de mi padre. El monte Jack, con su sombrero de trescientos metros de roca dominando un centenar de campos de fútbol nevados. El arroyo Canela era una fantasía de niebla escocesa. El Shull se perdía entre el Cuerno Dorado. Mi lámpara de petróleo ardía en el infinito.
"Pobre carne tan débil -me dije-, no hay solución."
Ya no sabía nada de nada y tampoco me importaba nada en absoluto, y de repente me sentía auténticamente libre. Luego llegaron las mañanas realmente frías y crepitaba el fuego y cortaba leña con el hacha y la gorra puesta (una gorra con orejeras), y me sentía maravillosamente bien y perezoso en el interior de la cabaña, empujado dentro por las nubes heladas. Lluvia, truenos en las montañas, pero delante de la estufa leía mis revistas ilustradas occidentales. Por todas partes aire de nieve y humo de leña. Finalmente llegó la nieve en un remolino amortajado procedente del Hozomeen, junto al Canadá. Llegó tempestuosa enviando blancos heraldos radiantes a través de los que miraba, lo vi perfectamente, el ángel de la luz. Y el viento se levantó y se alzaron oscuras nubes como si procedieran de una fragua. Canadá era un mar de niebla_ sin sentido. Y aquello llegó en un ataque en abanico anunciado por el cantar del tubo de mi estufa, y avanzó impetuoso y se tragó mi viejo cielo azul que había estado lleno de nubes doradas; a lo lejos, el retumbar de los truenos canadienses; y hacia el sur otra tormenta mayor y más negra cerrándose como una pinza. Pero el Hozomeen se mantenía firme rechazando el ataque con un hosco silencio. Y nada podría inducir a los alegres horizontes dorados del nordeste, donde no había tormenta, a cambiar su puesto con el Desolación. De pronto, un arco iris verde y rosado se situó justo encima de la sierra del Hambre a menos de trescientos metros de mi puerta, como una centella, como una columna; viniendo entre nubes arremolinadas y sol anaranjado y tumultuoso.