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Los dos nos sentíamos muy bien y hablamos un largo trecho, de todo tipo de cosas; literatura, las montañas, chicas, Princess, los poetas japoneses, nuestras anteriores aventuras, y de pronto me di cuenta que era una auténtica bendición que Morley se hubiera olvidado de vaciar el cárter, pues en el caso contrario Japhy no habría podido meter baza en todo el santo día y en cambio ahora yo tenía la oportunidad de oírle exponer sus ideas. El modo que tenía de hacer las cosas y de caminar me recordaba a Mike, el amigo de mi infancia al que también le gustaba abrir camino, a Buck Jones, tan serio, con los ojos dirigidos a lejanos horizontes, a Natty Bumppo, haciéndome frecuentes indicaciones: "Por aquí es demasiado profundo, bordearemos el arroyo hasta que podamos vadearlo", o, "hay barro blando al fondo, será mejor rodear este sitio", y todo lo decía muy en serio. Y me lo imaginaba en su infancia en aquellos bosques del este de Oregón. Caminaba igual que hablaba, desde detrás podía ver que metía un poco los pies hacia dentro, exactamente como yo; pero cuando llegaba el momento de subir los ponía hacia fuera, como Chaplin, para que su paso fuera más fácil y firme.

Cruzamos una especie de cauce embarrado con densos matorrales y sauces y salimos al otro lado un poco mojados y seguimos sendero arriba. Estaba claramente señalado y había sido reparado recientemente por peones camineros, pero llegamos a una zona donde una roca que había caído cerraba el paso. Japhy tomó grandes precauciones para apartar la roca diciendo:

– Yo trabajaba de peón caminero, no soporto ver un camino cegado como está éste, Smith.

Según íbamos subiendo el lago aparecía debajo de nosotros y, de pronto, en aquella superficie azul claro vimos los profundos agujeros donde el lago tenía sus manantiales, igual que pozos negros, y también vimos cardúmenes de peces.

– ¡Esto es como un mañana en China y he cumplido los cinco años en el tiempo sin principio! -exclamé, y sentí ganas de sentarme en el sendero y sacar mi cuaderno y escribir mis impresiones sobre todo aquello.

– Mira allí -dijo Japhy, entusiasmado también-, chopos amarillos. Esto me recuerda un haiku…: "Al hablar de la vida literaria, los chopos amarillos."

Al caminar por esos parajes se pueden entender las perfectas gemas de los haikus que han escrito los poetas orientales, no se embriagaban nunca en las montañas, no se excitaban, simplemente registraban con alegría infantil lo que veían, sin artificios literarios ni expresiones delicadas. Hicimos haikus mientras subíamos serpenteando por laderas cubiertas de matorrales.

– Rocas en el borde del precipicio -dije-, ¿por qué no se caen?

– Eso podría ser un haiku y no serlo -dijo Japhy-, quizá resulte demasiado complicado. Un auténtico haiku tiene que ser tan simple como el pan y, sin embargo, hacerte ver las cosas reales. Tal vez el haiku más grande de todos es el que dice: "El gorrión salta por la galería, con las patas mojadas." Es de Shiki. Ves claramente las huellas mojadas como una visión eü tu mente, y en esas pocas palabras también ves toda la lluvia que ha estado cayendo ese día y casi hueles la pinocha mojada.

– ¡Dime otro!

– Trataré de que sea uno mío, vamos a ver: "El lago debajo… los negros agujeros forman manantiales." ¡No, esto no es un haiku! ¡Maldita sea! ¡Uno nunca tiene suficiente cuidado con los haikus!

– ¿Qué te parece si los hacemos al subir y de un modo espontáneo?

– ¡Mira, mira! -gritó feliz-. Flores de la montaña, fíjate qué delicado color azul tienen. Y allí arriba, claro, hay amapolas californianas. Todo el prado está tachonado de color. Por cierto, allá arriba veo un auténtico pino blanco de California, ya no se ven muchos.

– Sabes mucho de pájaros y árboles y todo eso, ¿verdad? -Lo he estudiado toda mi vida.

Luego seguimos subiendo y la conversación se hizo más esporádica, superficial y risueña. Pronto llegamos a un recodo del sendero donde de pronto éste se hizo oscuro y estábamos en la sombra de un arroyo que discurría con gran fragor entre rocas. Un tronco caído formaba un puente perfecto sobre las agitadas y espumosas aguas, nos tendimos encima de él y bajamos la cabeza y nos mojamos el pelo y bebimos mientras el agua nos salpicaba la cara; era como tener la cabeza bajo la corriente de un dique. Me quedé un largo minuto allí disfrutando del súbito frescor.

– ¡Esto es como un anuncio de la cerveza Rainer! -gritó Japhy.

– Vamos a sentarnos un rato para disfrutar de este sitio. -Chico, ¡no sabes lo mucho que nos queda todavía! -Es igual, no estoy cansado.

– Ya lo estarás, fiera.

9

Seguimos y yo me sentía inmensamente bien ante el aspecto en cierto modo inmortal que tenía el sendero, ahora en las primeras horas de la tarde, con las laderas cubiertas de hierba que parecían envueltas en nubes de polvo de oro viejo, y los insectos revoloteando sobre las piedras v el viento suspirando en temblorosas danzas por encima de las piedras calientes, y el modo en que de pronto el sendero desembocaba en una zona sombría y fresca con grandes árboles por encima de nuestras cabezas y luz mucho más profunda. Y también el lago allá abajo convertido en un lago de juguete con aquellos agujeros negros perfectamente visibles todavía y las sombras de la nube gigante sobre el lago, y el trágico caminito que se alejaba serpenteante por el que el pobre Morley regresaba.

– ¿Puedes ver a Morley allá abajo? Japhy miró largamente.

– Veo una pequeña nube de polvo, a lo mejor es él que ya está de vuelta.

Me parecía que ya había visto antes el antiguo atardecer del sendero; los prados, las rocas y las amapolas de pronto me hacían revivir la rugiente corriente con el tronco que servía de puente y el verdor del fondo, y había algo indescriptible en mi corazón que me hacía pensar que había vivido antes y que en esa vida ya había recorrido el sendero en circunstancias semejantes acompañado por otro bodhisattva, aunque quizá se tratara de un viaje más importante, y tenía ganas de tenderme a la orilla del sendero y recordar todo eso. Los bosques producen eso, siempre parecen familiares, perdidos hace tiempo, como el rostro de un pariente muerto hace mucho, como un viejo sueño, como un fragmento de una canción olvidada que se desliza por encima del agua, y más que nada como la dorada eternidad de la infancia pasada o de la madurez pasada con todo el vivir y el morir y la tristeza de hace un millón de años, y las nubes que pasan por arriba parecen testificar (con su solitaria familiaridad) este sentimiento, casi un éxtasis, con destellos de recuerdos súbitos, y sintiéndome sudoroso y soñoliento me decía que sería muy agradable dormir y soñar en la hierba. A medida que subíamos nos sentíamos más cansados, y ahora, como dos auténticos escaladores, ya no hablábamos ni teníamos que hablar y estábamos alegres y, de hecho, Japhy lo mencionó volviéndose hacia mí tras media hora de silencio:

– Así es como más me gusta, cuando no se tienen ganas ni de hablar, como si fuéramos animales que se comunican por una silenciosa telepatía.

Y así, entregados a nuestros propios pensamientos, seguimos subiendo; Japhy usando ese paso que ya he mencionado, y yo con mi propio paso, que era corto, lento y paciente, y me permitía subir montaña arriba kilómetro y medio a la hora; así que siempre iba unos treinta metros detrás de él y cuando se nos ocurría algún haiku ahora teníamos que gritárnoslo hacia atrás o hacia adelante. En seguida llegamos a la parte más alta del sendero donde dejaba de haberlo, al incomparable prado de ensueño que tenía una laguna en el centro y después del cual había piedras y nada más que piedras.