– La única señal que tenemos ahora para saber el camino que debemos seguir son los hitos.
– ¿Qué hitos?
– ¿Ves esas piedras de ahí?
– ¿Esas piedras de ahí, dices? ¡Pero, hombre, si sólo veo kilómetros de piedras que llevan a la cima!
– ¿Ves ese montoncito de piedras de ahí, junto al pino? Se trata de un hito puesto por otros escaladores. Hasta podría ser uno que puse yo mismo en el cincuenta y cuatro, pero no estoy seguro. Ahora iremos de piedra en piedra atentos a los hitos y así sabremos más o menos por dónde ir. Aunque, claro está, que sabemos por dónde ir; esa ladera de ahí delante, ¿la ves?, es la meseta que debemos alcanzar.
– ¿Meseta? ¡Dios mío! ¡Yo creía que eso era la cima de la montaña!
– Pues no lo es, después de eso hay una meseta y después un pedregal y después más rocas y luego llegaremos a un lago alpino no mayor que esta laguna y después todavía viene la ascensión final, unos trescientos metros casi en
vertical hasta la cima del mundo desde donde se ve toda California y parte de Nevada y donde el viento sopla que te levanta.
– ¡Guau!… ¿Y cuánto nos llevará?
– Lo más que podemos esperar es establecer nuestro campamento en la meseta esta noche. La llamo meseta y de hecho no lo es, es sólo una plataforma entre riscos.
Pero en el extremo final más elevado del sendero había un lugar bellísimo y dije:
– Tío, mira eso… -Un prado de ensueño, pinos en un extremo, y la laguna, el aire limpio y fresco, las nubes de la tarde corriendo doradas-. ¿Por qué no nos quedamos a dormir aquí? Creo que nunca había visto un sitio tan hermoso.
– Esto no es nada. Es hermoso, claro, pero podríamos despertarnos mañana por la mañana y encontrarnos con tres docenas de maestros que subieron a caballo y están friendo bacon a nuestro lado. En el sitio adonde vamos no verás a nadie, y si hay alguien será un montañero, o dos, pero no lo creo en esta época del año. Puede nevar en cualquier momento. Si lo hace esta noche, tú y yo podemos decir adiós a la vida.
– Bueno, pues adiós, Japhy. En cualquier caso podemos descansar un rato aquí y beber un poco de agua y admirar el prado.
Nos sentíamos cansados y bien. Nos tumbamos en la hierba y descansamos e intercambiamos las mochilas y nos las sujetamos y reanudamos la marcha. Casi al tiempo la hierba se terminó y empezaron las piedras; subimos a la primera, y desde entonces todo consistió en saltar de piedra en piedra, ascendiendo de modo gradual, subiendo por un valle de piedras de unos ocho kilómetros que se hacía más y más escarpado con inmensos despeñaderos a ambos lados que formaban las paredes del valle, hasta cerca del risco donde avanzamos casi gateando.
– ¿Y qué hay detrás de ese risco?
– Hay hierba alta, matorrales, piedras dispersas, bellos arroyos con meandros que tienen hielo en los remansos incluso a mediodía, manchas de nieve, árboles tremendos y una roca tan grande como dos casas de Alvah una encima de la otra que se inclina hacia adelante y forma una especie de concavidad donde podemos acampar y encender un buen fuego que caliente la pared de piedra. Después de eso se termina la hierba y el bosque. Eso será a unos tres mil metros de altura, más o menos.
Con las playeras me resultaba facilísimo bailar ágilmente de piedra en piedra, pero al cabo de un rato noté que Japhy hacía lo mismo con mucha más gracia y que se movía sin esfuerzo de piedra en piedra, a veces bailando deliberadamente y cruzando las piernas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y yo traté de seguir sus pasos durante unos momentos, pero en seguida comprendí que era mejor que eligiera mis propias piedras y me dedicara a mi propia danza.
– El secreto de este modo de escalar -dijo Japhy- es como el zen. No hay que pensar. Hay que limitarse a bailar. Es la cosa más fácil del mundo. De hecho más fácil todavía que caminar por terreno llano, que resulta tan monótono. Se presentan pequeños problemas a cada paso y, sin embargo, nunca dudas y te encuentras de repente encima de otra piedra que has elegido sin ningún motivo especial, justo como en el zen. -Y así era.
Ya casi no hablábamos. Los músculos de las piernas se cansaban. Pasamos horas, quizá tres, subiendo por aquel valle tan largo. Por entonces llegó el atardecer y la luz se iba poniendo color ámbar y las sombras caían siniestras sobre el valle de piedras y eso, en lugar de asustarte, te proporcionaba una nueva sensación de inmortalidad. Los hitos estaban dispuestos de forma que se veían con facilidad: te subías a una roca y mirabas hacia adelante y localizabas un hito (normalmente eran dos piedras planas, una encima de otra, y a veces otra más redonda encima como adorno) y te dirigías en su dirección. El objetivo de estos hitos, dispuestos así por escaladores previos, era ahorrar un par de kilómetros o más andando de un lado a otro del inmenso valle. Entretanto, nuestro torrente rugía por allí cerca, aunque ahora era más fino y tranquilo, procedente de la propia cara del risco, en aquel momento distante un kilómetro y medio valle arriba, brotando de una mancha negra que distinguí en la roca gris.
Saltar de piedra en piedra y sin caer nunca, con una mochila a la espalda, es más fácil de lo que parece; es imposible caerse cuando se sigue el ritmo de la danza. Miré valle abajo varias veces y me sorprendió comprobar lo altos que estábamos y ver más lejos aún horizontes de nuevas montañas. Nuestro hermoso valle en lo alto del sendero era como un pequeño calvero en el bosque de Arden. Luego la ruta se hizo más empinada, el sol se puso más rojo, y muy pronto empecé a ver manchas de nieve en la sombra de algunas rocas. Llegamos a un lugar donde el risco de enfrente parecía echársenos encima. En ese momento vi que Japhy dejaba a un lado su mochila y me acerqué a él.
– Bien, dejaremos nuestra carga aquí y subiremos esos pocos metros por la ladera de este paredón, por aquel sitio que parece más accesible. Encontraremos el sitio donde acampar. Lo recuerdo bien. En realidad, puedes quedarte por aquí y descansar o meneártela mientras doy una vuelta. Me gusta andar solo.
De acuerdo. Me senté y me cambié los calcetines mojados y la camiseta empapada por prendas secas y crucé las piernas y descansé y silbé durante una media hora; una ocupación realmente agradable, y Japhy volvió y dijo que había encontrado el sitio. Yo creía que sólo quedaba un breve paseo hasta el lugar donde descansaríamos, pero casi nos llevó otra hora trepar unas piedras y saltar por encima de otras hasta llegar al plano de la plataforma, y allí, sobre una zona de hierba más o menos llana, caminar unos doscientos metros hasta donde había una gran roca gris rodeada de pinos. El lugar era esplendoroso: nieve en el suelo, manchas blancas en la hierba, y murmurantes arroyos y las enormes y silenciosas montañas de piedra a ambos lados, y el viento soplando y el olor a brezos. Vadeamos un adorable arroyuelo de un palmo de profundidad, agua transparente con pureza de perla, y llegamos a la enorme roca. Había troncos carbonizados de otros montañeros que habían acampado allí.
– ¿Dónde está el Matterhorn?