Выбрать главу

– Tienes razón, tenemos que darnos prisa -dijo Japhy, después de que le comunicara mis temores.

– ¿Por qué no lo dejamos y volvemos a casa?

– Vamos, vamos, fiera, subiremos corriendo a esa montaña y luego volveremos a casa.

El valle era largo, largo, largo. En su extremo superior se hizo muy escarpado y empecé a tener miedo de caerme; las piedras eran pequeñas y resbaladizas y me dolían los tobillos debido al esfuerzo muscular del día anterior. Pero Morley seguía caminando y hablando y me di cuenta de que tenía una gran resistencia. Japhy se quitó los pantalones y parecía un indio; quiero decir que se quedó en pelotas si se exceptúa un taparrabos, y avanzaba casi quinientos metros por delante de nosotros; a veces nos esperaba un poco para darnos tiempo a que le alcanzáramos, y luego seguía, moviéndose más deprisa, esperando escalar la montaña ese mismo día. Morley iba el segundo, todo el tiempo, unos cincuenta metros por delante de mí. Yo no tenía prisa. Luego, cuando la tarde avanzó, decidí adelantar a Morley y reunirme con Japhy. Ahora estábamos a unos tres mil quinientos metros de altura y hacía frío y había mucha nieve y hacia el este veíamos inmensas montañas coronadas de nieve y vastas extensiones de valle a sus pies y prácticamente nos encontrábamos en la cima de California. En un determinado momento tuve que gatear, lo mismo que los otros, por un estrecho lecho de roca, alrededor de una piedra saliente, y me asusté de verdad: la caída era de unos treinta metros, lo bastante como para romperme la crisma, encima de otro pequeño lecho de roca donde rebotaría como preparación para una segunda caída, la definitiva, de unos trescientos metros. Ahora el viento arreciaba. Sin embargo, toda esa tarde, en un grado incluso mayor que la anterior, estuvo llena de premoniciones o recuerdos, como si hubiera estado allí antes, trepando por aquellas rocas, con objetivos más antiguos, más serios, más sencillos. Por fin llegamos al pie del Matterhorn donde había una bellísima laguna desconocida para la mayoría de los hombres de este mundo, contemplada sólo por un puñado de montañeros, una laguna a más de tres mil quinientos metros de altura con nieve en las orillas y bellas flores y bella hierba, un prado alpino, llano y de ensueño, sobre el que me tumbé en seguida quitándome los zapatos. Japhy, que ya llevaba allí media hora, se había vestido otra vez porque hacía frío. Morley subía detrás de nosotros sonriendo. Nos sentamos allí observando la inminente escarpadura tan empinada que constituía el tramo final del Matterhorn.

– No parece excesivamente difícil -dije, animado-, llegaremos en seguida.

– No, Ray, es mucho más de lo que parece. ¿No te das cuenta de que son unos trescientos metros más?

– ¿Tanto?

– A menos que nos demos prisa y marchemos dos veces más rápido que hasta ahora, no conseguiremos regresar a nuestro campamento antes de que caiga la noche y no llegaremos al coche, allí, al lado de la cabaña de troncos, antes de mañana por la mañana.

– ¡Vaya!

– Estoy cansado -dijo Morley-, no pienso intentar el ascenso.

– Me parece muy bien -respondí-. La finalidad del montañero no es demostrar que puede llegar a la cima de una montaña, sino encontrarse en un lugar salvaje.

– Bueno, pues yo subiré -dijo Japhy.

– Pues si tú subes, yo iré contigo.

– ¿Y tú, Morley?

– No creo que lo consiguiera. Esperaré aquí.

El viento era muy fuerte, y pensaba que en cuanto subiéramos unos cuantos metros por la ladera estorbaría nuestra ascensión.

Japhy cogió un pequeño paquete de cacahuetes y uvas pasas y dijo:

– Ésta será nuestra gasolina, chico. Ray, ¿estás dispuesto a ir el doble de deprisa?

– Lo estoy. ¿Qué dirían los de The Place si supieran que he hecho todo este camino para rajarme en el último minuto?

– Es tarde, démonos prisa. -Y Japhy empezó a caminar muy deprisa y hasta corría a veces cuando había que ir hacia la derecha o la izquierda por aristas de pedregales. Un pedregal es un derrumbe de piedras y arena y es muy dificil de escalar, pues siempre se producen pequeños aludes. Bastaban unos pocos pasos para que nos pareciera que subíamos más y más como en un terrorífico ascensor, y tuve que tragar saliva cuando me volví a mirar hacia abajo y vi todo el estado de California, o así parecía, extendiéndose en tres direcciones bajo los amplios cielos azules con impresionantes nubes del espacio planetario e inmensas perspectivas de valles distantes y hasta mesetas, y si no me equivocaba todo el estado de Nevada estaba también allí, ante mi vista. Era aterrador mirar hacia abajo y ver a Morley, un punto soñador que nos estaba esperando junto al lago. "¿Por qué no me habré quedado con el viejo Henry?", pensé. Y ahora empecé a tener miedo a subir más, miedo a estar demasiado arriba. También empecé a temer que el viento me barriera. Todas las pesadillas que había tenido sobre caídas de una montaña, por un precipicio o desde un piso alto me pasaron por la cabeza con perfecta claridad. Y, encima, cada doce pasos que dábamos, nos sentíamos exhaustos.

– Eso es por la altura, Ray -dijo Japhy, sentándose a mi lado, jadeante-. Tomaremos unas pasas y unos cacahuetes y ya verás la fuerza que te dan.

Y cada vez que tomábamos aquel tremendo vigorizante, ambos trepábamos sin decir nada otros veinte o treinta pasos. Entonces nos sentábamos de nuevo, sudando en el viento frío, jadeando, en el techo del mundo, sorbiéndonos los mocos como chavales jugando a última hora de la tarde un sábado de invierno. Ahora el viento empezó a aullar como en las películas de La Mortaja del Tibet. La pendiente era demasiado para mí; ahora tenía miedo a mirar hacia abajo; lo hice: ni siquiera conseguí distinguir a Morley junto a la laguna.

– ¡Date prisa! -gritó Japhy, desde unos treinta metros más arriba-. Se está haciendo tardísimo.

Miré hacia la cumbre. Estaba allí mismo. Llegaría a ella en cinco minutos.

– Sólo nos queda media hora -gritó Japhy. No podía creerlo. Tras cinco minutos de rabiosa ascensión, me dejé caer y miré hacia arriba y la cumbre seguía donde antes. Lo que menos me gustaba de aquella cumbre era que todas las nubes del mundo pasaban a través de ella como si fueran niebla.

– En realidad yo no tengo nada que hacer allí arriba -murmuré-. ¿Por qué me dejaría enrollar en esto?

Japhy iba ahora mucho más adelante, me había dejado las pasas y los cacahuetes y, con una especie de solemnidad solitaria, había decidido llegar a la cumbre, aunque muriera en el empeño. No volvió a sentarse. Pronto estaba todo un campo de fútbol, unos cien metros, por delante de mí; cada vez era más pequeño. Volví la cabeza como la mujer de Loth.

– ¡Está demasiado alto! -aullé en dirección a Japhy, dominado por el pánico.

No me oyó. Avancé unos cuantos pasos más y caí exhausto panza abajo, resbalando un poco.

– ¡Está demasiado alto! -volví a gritar auténticamente asustado.

¿Qué pasaría si no podía evitar el seguir deslizándome hacia abajo por el pedregal? Esa maldita cabra montesa de Japhy seguía saltando por entre la hierba, allí delante, de roca en roca, cada vez más arriba. Sólo distinguía el brillo de sus suelas.