– Bueno, esa luna será nuestra salvación, todavía tenemos que andar unos doce kilómetros cuesta abajo. Comimos un poco y tomamos mucho té y preparamos las mochilas con todas nuestras cosas. Nunca había pasado momentos más felices en mi vida que aquellos solitarios instantes en los que bajaba por el sendero de venados, y cuando cargamos las mochilas, me volví y lancé una última mirada en aquella dirección. Ya había oscurecido y tuve la esperanza de ver alguno de los venados, pero no había nada a la vista y sentí una gran gratitud por todo aquello. Había sido como cuando uno es niño y ha pasado el día entero correteando por bosques y prados y vuelve a casa al atardecer con los ojos clavados en el suelo, arrastrando los pies, pensando y silbando, tal y como debían de sentirse los niños indios cuando seguían a sus padres desde el río Russian al Shasta doscientos años atrás, y como los niños árabes que siguen a sus padres, las huellas de sus padres; era un sonsonete de gozosa soledad, sorbiéndome los mocos como una niña llevando a casa a su hermanito en el trineo y los dos van cantando aires imaginarios y hacen muecas al suelo y son ellos mismos antes de entrar en la cocina y poner la cara seria del mundo de los mayores. Pero ¿puede haber algo más serio que seguir el rastro de unos venados hasta encontrar el agua?
Llegamos a la escarpadura y bajamos por el valle de piedras durante unos ocho kilómetros a la clara luz de la luna, lo que hacía fácil saltar de piedra en piedra, unas piedras ahora blancas, con manchas de negra sombra. Todo era limpio y claro y bello a la luz de la luna. A veces se veía el relámpago de plata de un arroyo. Más abajo estaban los pinos y el prado y la laguna.
En esto, mis pies se negaron a seguir. Llamé a Japhy y pedí disculpas. No podía seguir saltando. Tenía ampollas, no sólo en las plantas, sino a los lados de los pies que carecían de protección. Así que hizo un cambio conmigo y me dejó sus botas.
Con aquellas botas fuertes, ligeras y protectoras, sabía que podría caminar bien. Fue una magnífica sensación nueva ser capaz de saltar de roca en roca sin sentir el dolor a través de las finas playeras. Por otra parte, también fue un alivio para Japhy sentir de repente su ligereza y disfrutó de ella. Nos apresuramos valle abajo. Pero según íbamos avanzando nos inclinábamos más y más: estábamos realmente cansados. Con las pesadas mochilas resultaba dificil controlar los músculos necesarios para seguir montaña abajo, lo que en ocasiones es más dificil que subirla. Y había todas aquellas rocas a las que teníamos que subir y saltar de una a otra; y a veces, tras haber caminado por arena, debíamos escalar o bordear algún risco. También nos encontrábamos a veces bloqueados por malezas infranqueables y era preciso rodearlas o abrirnos paso aplastándolas y en ocasiones se me enganchaba la mochila en esas malezas y me quedaba desenredándola mientras maldecía y soltaba tacos bajo la luz de la luna. Ninguno de nosotros hablaba. Yo también estaba enfadado porque Japhy y Morley temían detenerse a descansar, decían que resultaba peligroso.
– Pero ¿por qué? Hay luna, hasta podríamos dormir por aquí.
– No, tenemos que llegar al coche esta misma noche. -Bueno, pero paremos aquí un minuto. Las piernas ya no me sostienen.
– De acuerdo, pero sólo un minuto.
Pero nunca descansaban lo suficiente y me pareció que iba a ponerme histérico. Incluso empecé a maldecirles y, en un determinado momento, le grité a Japhy:
– ¿Qué sentido tiene matarse de este modo? ¿Llamas divertirse a esto? -(Tus ideas son estupideces, añadí para mis adentros).
Un poco de cansancio cambia muchas cosas. Eternidades de rocas iluminadas por la luna y matorrales y rocas e hitos y aquel terrorífico valle con las dos murallas de monte y finalmente parecía que todo había terminado, pero nada, todavía quedaba… Y mis piernas pedían a gritos un alto, y yo maldecía y daba patadas a las ramas y acabé tirándome al suelo para descansar un minuto.
– Vamos, Ray, que todo termina. -De hecho comprendí que lo que me faltaba eran ánimos, y que lo sabía desde hacía tiempo. Pero estaba gozoso. Y cuando llegamos al prado alpino me tumbé boca abajo y bebí agua y disfruté pacíficamente en silencio mientras Japhy y Morley hablaban y se preocupaban por recorrer el resto del camino a tiempo.
– No os preocupéis de eso, es una noche hermosísima y hemos caminado mucho. Bebed un poco de agua y tumbaos por aquí unos cinco o diez minutos, y todo se arreglará por sí mismo.
Ahora el filósofo era yo. Y de hecho, Japhy se mostró de acuerdo conmigo y descansamos pacíficamente. Aquel largo y maravilloso descanso proporcionó a mis huesos la seguridad de que me llevarían perfectamente hasta el lago. Era maravilloso bajar por el sendero. La luz de la luna se filtraba a través del follaje y moteaba las espaldas de Japhy y Morley que caminaban delante de mí. Adoptamos con nuestras mochilas una buena marcha rítmica y disfrutábamos mientras bajábamos en zigzag por el sendero, siempre con una marcha rítmica. Y aquel rumoroso arroyo era bellísimo a la luz de la luna, aquellos destellos de luna en el agua, aquella espuma blanca como la nieve, aquellos árboles negrísimos, propios de un paraíso mágico de sombra y luna. El aire empezó a ser más cálido y agradable y de hecho pensé que ya podía oler de nuevo a seres humanos. Sentíamos ya el agradable y rancio olor de las aguas del lago, y de las flores, y del polvo blando del llano. Allí arriba sólo olía a nieve y a hielo y a roca muerta. Aquí, en cambio, estaba el olor a madera calentada por el sol, a polvo soleado que descansaba a la luz de la luna, a barro del lago, a flores, a paja, a todas esas cosas buenas de la tierra. Era agradable bajar por el sendero. Hubo un momento en que me sentí más cansado que nunca, mucho más que en aquel interminable valle de piedra, pero ya se podía ver allí abajo el refugio del lago, una agradable luz, v por lo tanto ya no me importaba nada. Morley y Japhy hablaban sin parar y sólo nos quedaba llegar hasta el coche. De pronto, como en un sueño agradable, despertando súbitamente de una pesadilla interminable que se acabó, estábamos caminando por la carretera y había casas y había automóviles aparcados bajo los árboles y el coche de Morley estaba también allí.
– Por la tibieza del aire -dijo Morley, inclinándose sobre el coche una vez que dejamos las mochilas en el suelo-, deduzco que la noche pasada no ha helado. Volví a vaciar el cárter para nada.