– Bueno, a lo mejor heló…
Morley entró en el albergue a comprar aceite y le dijeron que no había helado nada, que había sido una de las noches más calientes del año.
– Tanta molestia para nada -dije. Pero ya no nos preocupaba nada. Estábamos hambrientos y añadí-: Vayamos hasta Bridgeport y tomemos una buena hamburguesa con patatas fritas y café muy caliente en cualquier sitio.
Seguimos la polvorienta carretera que bordeaba el lago bajo la luz de la luna, nos paramos en el albergue y Morley devolvió las mantas, y llegamos a un pueblecito y aparcamos. ¡Pobre Japhy! Fue entonces cuando descubrí su talón de Aquiles. Este hombre duro y pequeño que no se asustaba de nada y podía andar solo por el monte durante semanas enteras y dominar montañas, tenía miedo a entrar en un restaurante porque la gente que había dentro iba demasiado bien vestida. Morley y yo nos reímos y dijimos:
– ¿Qué importa eso? Vamos a entrar y comeremos ahí. Pero Japhy pensaba que el sitio que habíamos elegido parecía demasiado burgués e insistió en que fuéramos a un restaurante con pinta proletaria que había al otro lado de la carretera. Entramos allí y resultó ser un lugar improvisado con camareras perezosas que tardaron más de cinco minutos en venir a atendernos. Me enfadé y dije:
– Vamos al otro sitio. ¿De qué tienes miedo, Japhy? ¿Qué más te da? Quizá sepas muchas cosas de las montañas, pero de comer no tienes ni idea.
De hecho nos sentimos mutuamente un tanto molestos y me sentí mal. Pero entramos en el otro sitio, que era el mejor restaurante de los dos, con una barra a un lado y muchos cazadores bebiendo a la tenue luz del salón, y había muchas mesas con familias enteras alrededor comiendo tras haber elegido de entre una gran variedad de platos. El menú era amplio y apetitoso: había trucha de río y todo. A Japhy, me di cuenta, le asustaba además gastar diez centavos de mas en una buena comida. Fui a la barra y pedí una copa de oporto y la traje hasta donde nos habíamos sentado (y Japhy: "Ray, ¿estás seguro de que puedes permitirte este lujo?") y yo me burlé un poco de él. Ahora se sentía mejor.
– ¿Qué pasa contigo, Japhy? A lo mejor es que eres un viejo anarquista al que le asusta la sociedad. ¿Qué puede importarte todo esto? Las comparaciones son odiosas.
– Bien, Smith, sólo me pareció que este sitio estaba lleno de asquerosos ricachos de la mierda y que los precios serían demasiado altos. Te lo reconozco, me asusta todo este bienestar norteamericano. Sólo soy un viejo bikhu y no tengo nada que ver con este nivel de vida tan elevado, ¡maldita sea!, toda mi vida he sido pobre y no consigo acostumbrarme a ciertas cosas.
– Estupendo, tus debilidades son admirables. Te las compro.
Y cenamos muy bien con patatas al horno y chuletas de cerdo y ensalada y bollos y pastel de frambuesa y guarnición. Teníamos un hambre tan honrada que aquello no fue
una diversión, sino una necesidad. Después de cenar fuimos a una tienda de bebidas y compramos una botella de moscatel y el viejo propietario y un amigo suyo que estaba allí nos miraron y dijeron:
– ¿Dónde habéis estado, muchachos?
– Hemos subido al Matterhorn, hasta arriba del todo -dije orgullosamente. Se limitaron a observarnos atentamente, boquiabiertos. Me sentía muy orgulloso y compré un puro y añadí-: A más de tres mil quinientos metros, sí, señor, y hemos vuelto con tanta hambre y sintiéndonos tan bien que este vino nos va a venir de perlas.
Seguían boquiabiertos. Los tres estábamos quemados por el sol y sucios y con pinta montaraz. No dijeron nada pensando que estábamos locos.
Subimos al coche y nos dirigimos a San Francisco bebiendo y riéndonos y contando largas historias y Morley conducía realmente bien aquella noche y rodábamos en silencio y atravesamos las calles de Berkeley grises al amanecer mientras Japhy y yo dormíamos como troncos en el asiento de atrás. En un determinado momento me desperté como un niño y me dijeron que estaba en casa y me apeé del coche tambaleante y crucé la hierba de la entrada y abrí mis mantas y me acurruqué y quedé dormido hasta muy avanzada la tarde con sueños muy bellos. Cuando me desperté al día siguiente, las venas de -los pies estaban totalmente deshinchadas. Había eliminado los coágulos de sangre. Me sentí muy feliz.
13
Cuando me levanté al día siguiente no pude evitar el sonreír pensando en Japhy encogido delante de aquel llamativo restaurante preguntándose si nos dejarían entrar o no. Era la primera vez que lo había visto asustado de algo. Pensé hablarle de esas cosas aquella misma noche. Pero aquella noche pasó de todo. En primer lugar, Alvah había salido por unas horas y yo estaba solo leyendo cuando de repente oí una bicicleta delante de la casa y miré y vi que era princess.
– ¿Dónde están los demás? -preguntó. -¿Cuánto puedes quedarte?
– Tengo que irme ahora mismo, a no ser que telefonee a mi madre.
– Vamos a llamarla. -Muy bien.
Fuimos al teléfono público de la estación de servicio de la esquina y dijo a su madre que volvería dentro de un par de horas, y cuando caminábamos por la acera le pasé el brazo por la cintura, pero apretándole con la mano el vientre, y ella exclamó:
– ¡Oohh! No puedo resistirlo. -Y casi nos caemos de la acera y me mordió la camisa justo cuando pasaba junto a nosotros una vieja que nos riñó enfadada y después de que se alejase nos dimos un larguísimo y loco beso apasionado bajo los árboles del atardecer. Corrimos a casa donde ella se pasó una hora literalmente retorciéndose entre mis brazos y Alvah entró en medio de nuestros ritos finales de bodhisattvas. Tomamos el habitual baño juntos. Era estupendo estar sentados en la bañera llena de agua caliente charlando y enjabonándonos mutuamente. ¡Pobre Princess! Era sincera en todo lo que decía. Me gustaba de verdad y me enternecía y hasta llegué a advertirle:
– No seas tan lanzada y evita las orgías con quince tipos en la cima de una montaña.
Japhy llegó después de que se fuera ella, y también vino Coughlin y, de repente (teníamos vino), se inició una fiesta enloquecida. Las cosas empezaron cuando Coughlin y yo, que ya estábamos borrachos, paseamos por una concurrida calle cogidos del brazo llevando enormes flores que habíamos encontrado en un jardín, y con una nueva garrafa de vino, soltando haikus y saludos y satoris a todo el que veíamos por la calle y todo el mundo nos sonreía. -Caminamos diez kilómetros llevando una flor enorme -gritaba Coughlin.
Yo iba encantado con él. Parecía una rata de biblioteca o un gordo a reventar, pero era un hombre de verdad. Fuimos a visitar a un profesor del Departamento de Inglés de la Universidad de California al que conocíamos y Coughlin dejó los zapatos en la puerta y entró bailando en casa del atónito profesor, asustándolo un poco, aunque de hecho por entonces Coughlin ya era un poeta bastante conocido. Después, descalzos y con nuestras enormes flores y nuestro garrafón, volvimos a casa hacia las diez de la noche. Yo acababa de recibir un giro postal aquel mismo día, una beca de trescientos dólares, y le dije a Japhy:
– Bueno, ahora ya lo he aprendido todo, estoy preparado. ¿Por qué no me acompañas mañana a Oakland y me ayudas a comprar una mochila y útiles y equipo para que pueda irme al desierto?
– Muy bien, conseguiré el coche de Morley y vendré por ti a primera hora de la mañana; pero ahora, ¿qué tal seguir con este vino?