«Di a tu hijo -dijo Changez a Nasreen con voz áspera- que si se ha ido al extranjero para aprender a despreciar a los suyos, los suyos no tendrán para él más que desdén. ¿Qué se ha creído? ¿Que es un joven lord, un gran panjandrum? ¿Es que mi destino ha de ser perder a un hijo y encontrar a un petimetre?»
«Todo lo que yo soy, querido padre -dijo Saladin al anciano-, a ti te lo debo.»
Fue su última charla familiar. Durante todo el verano, los ánimos estuvieron muy excitados, pese a los intentos de mediación de Nasreen, tienes que pedir perdón a tu padre, vida mía, el pobre sufre como un condenado pero su orgullo no le permite darte un abrazo. Incluso Kasturba, el ayah y Vallabh, su marido, el criado, trataron de mediar, pero ni padre ni hijo cedían. «La misma madera -dijo Kasturba a Nasreen-. Y esto es lo malo. Padre e hijo son iguales.»
Aquel setiembre, cuando estalló la guerra contra Pakistán, Nasreen, con espíritu de desafío, decidió que ella no suspendería sus fiestas de los viernes «para demostrar que hindúes y musulmanes pueden amar además de odiar», explicó. Changez vio una cierta luz en sus ojos y no discutió, pero ordenó a los criados que pusieran cortinas de oscurecimiento en las ventanas. Aquella noche, por última vez, Saladin Chamchawala desempeñó su antigua función de portero, ataviado con smoking inglés, y cuando llegaron los invitados, los mismos invitados de siempre, con el polvo gris de los años, pero por lo demás los mismos, le obsequiaron con las mismas palmadas, los mismos besos y las nostálgicas bendiciones de su juventud. «Mira qué alto -decían-. Qué guapo, parece mentira.» Todos trataban de disimular el miedo a la guerra, peligro de ataques aéreos, decía la radio, y al acariciar el pelo de Saladin sus manos estaban o un poco temblonas o en exceso bruscas.
A última hora de la tarde, sonaron las sirenas y los invitados buscaron refugio, escondiéndose debajo de las camas, en los armarios, en cualquier sitio. Nasreen Chamchawala se encontró sola al lado de la mesa llena de comida y trató de tranquilizar a los invitados quedándose allí con su sari estampado de periódico, comiendo pescado como si nada. Por consiguiente, cuando empezó a ahogarse con la espina de su muerte, no tenía a su lado quien la ayudara: todos estaban escondidos por los rincones, con los ojos cerrados; el mismo Saladin, conquistador de arenques ahumados, Saladin, que había vuelto de Inglaterra con su flema, había perdido la serenidad. Nasreen Chamchawala cayó, se retorció, abrió la boca tratando de aspirar y murió, y cuando sonó el fin de la alarma y reaparecieron tímidamente los invitados, encontraron a su anfitriona extinta en medio del comedor, arrebatada por el ángel exterminador, khali-pili khalaas, como dicen en Bombay, muerta sin motivo, desaparecida para siempre.
Menos de un año después de la muerte de Nasreen Chamchawala, que no fue capaz de dominar las espinas como su hijo educado en el extranjero, Changez volvió a casarse sin avisar a nadie. Saladin, en su universidad inglesa, recibió una carta de su padre en la que éste, con la fraseología irritantemente ampulosa y trasnochada que Changez usaba en su correspondencia, le ordenaba que se alegrara. «Regocíjate -decía la carta- porque lo que se había perdido ha renacido.» La explicación de esta frase un tanto enigmática venía un poco más abajo, y cuando Saladin se enteró de que su madrastra también se llamaba Nasreen algo saltó en su cabeza y escribió a su padre una carta llena de crueldad y de furor, cuya violencia era del tipo que sólo se da entre padres e hijos y que difiere de la que existe entre hijas y madres en que encierra la posibilidad de una verdadera pelea a puñetazos rompiendo caras. Changez contestó a vuelta de correo; una carta breve, cuatro líneas de insulto arcaico, granuja sinvergüenza vagabundo canalla infame hijoputa bribón. «Ruego consideres vínculos familiares irreparablemente rotos -concluía-. Consecuencias, tu responsabilidad.»
Después de un año de silencio, Saladin recibió otra misiva, un perdón que era mucho más difícil de digerir que el anterior rayo anatematizador. «Cuando tú seas padre, oh hijo mío -confiaba Changez Chamchawala-, también conocerás esos momentos -¡ah!, ¡qué dulces!- en los que amorosamente haces saltar al precioso bebé sobre tus rodillas; y entonces, sin aviso ni provocación, la criaturita -¿puedo serte franco?- se te mea encima. Tal vez durante un momento sientes que te ahoga la ira y una descarga de furor te hace hervir la sangre, pero remite con la misma rapidez con que te acometió. Porque ¿acaso como adultos no comprendemos que el pequeño no tiene culpa alguna? Él no sabe lo que hace.»
Vivamente ofendido por ser comparado con un crío meón, Saladin mantuvo lo que él consideraba un silencio digno. Cuando iba a licenciarse, había adquirido pasaporte británico, habiendo llegado al país antes de que las leyes se hicieran más severas, por lo que pudo informar a Changez en una lacónica nota que tenía intención de quedarse en Londres y buscar trabajo de actor. La respuesta de Changez Chamchawala llegó por correo urgente. «Lo mismo podrías ser un condenado gigoló. Creo que un demonio ha penetrado en ti y te ha trastornado. Tú, a quien tanto se ha dado, ¿no crees que debes algo a los demás? ¿A tu país? ¿A la memoria de tu querida madre? ¿A tu propio espíritu? ¿Vas a pasarte la vida contoneándote y pavoneándote ante las luces, besando a mujeres rubias ante la mirada de desconocidos que han pagado para presenciar tu vergüenza? Tú no eres hijo mío, tú eres una aberración, un hoosh, un demonio del infierno. ¡Actor! Contesta a esto: ¿Qué les digo a mis amigos?»
Y, debajo de la firma, la posdata, patética y petulante. «Ahora que tienes tu propio djinni malo, no esperes heredar la lámpara mágica.»
Después de aquello, Changez Chamchawala escribía a su hijo a intervalos irregulares, y en cada una de sus cartas volvía sobre el tema de los demonios y la posesión: «El hombre que no es fiel a sí mismo se convierte en una mentira con dos patas, y estas bestias son la mejor obra de Shaitan», escribía, y también, en vena más sentimentaclass="underline" «Yo tengo tu alma bien guardada, hijo, aquí, en el nogal. El demonio sólo tiene tu cuerpo. Cuando estés libre de él, vuelve a reclamar tu espíritu inmortal. Ahora florece en el jardín.»
La letra de aquellas cartas cambió a lo largo de los años, perdiendo la florida confianza que la hiciera instantáneamente identificable y haciéndose más estrecha, más sobria, más pura. Al fin las cartas dejaron de llegar y Saladin supo por otros conductos que la preocupación de su padre por lo sobrenatural había ido profundizándose hasta hacer de él un recluso, quizá con el propósito de escapar de este mundo, en el que los demonios podían robarle a uno el cuerpo de su propio hijo, mundo inseguro para un hombre auténticamente religioso.
La transformación de su padre desconcertó a Saladin, aun a tan gran distancia. Sus padres eran musulmanes, a la manera superficial y perezosa de los bombayitas; Changez Chamchawala, a los ojos de su pequeño hijo, era más divino que cualquier Alá. Que este padre, que esta divinidad profana (aunque desacreditada ahora), a su vejez, se hubiera puesto de rodillas e inclinado hacia La Meca, era algo que el ateo de su hijo encontraba difícil de aceptar.
«La culpa la tiene esa bruja -se dijo, adoptando para sus fines retóricos el mismo lenguaje de conjuros y duendes que su padre utilizaba-, esa Nasreen Número Dos. ¿Soy yo el que está endemoniado, yo el poseso? No es mi letra la que ha cambiado.» Las cartas dejaron de llegar. Pasaron los años; y un día Saladin Chamcha, actor, hombre que todo lo debía a su propio esfuerzo, volvió a Bombay con la compañía de los Prospero Players, para interpretar el papel de médico indio en La millonaria de George Bernard Shaw. En escena, él adoptaba la voz y el acento que el papel requerían, pero aquellos giros tanto tiempo reprimidos, aquellas vocales y consonantes descartadas, empezaron a escapársele de la boca fuera del teatro. Su voz empezaba a traicionarle; y luego descubrió que otras partes de su cuerpo también eran capaces de la traición.
El hombre que decide cambiarse a sí mismo asume el papel del Creador, según una cierta manera de ver las cosas; es antinatural, es blasfemo, abominación de abominaciones. Desde otro ángulo, también podías ver patetismo en él, heroísmo en su lucha, en su voluntad de arriesgarse: no todos los mutantes sobreviven. O, considerándole desde el punto de vista sociopolítico: la mayoría de los emigrantes aprenden y pueden convertirse en disfraces. Nuestras propias falsas descripciones para contrarrestar las falsedades inventadas sobre nosotros esconden, por razones de seguridad, nuestra personalidad secreta.
El hombre que se inventa a sí mismo necesita a alguien que crea en él para demostrar que ha conseguido lo que se proponía. Otra vez haciendo de Dios, dirán ustedes. O también pueden bajar unos cuantos escalones y pensar en el Hada Campanilla; las hadas no existen si los niños no dan palmadas. O podrían decir, simplemente: es sólo ser un hombre. No es únicamente la necesidad de que otros crean en uno, sino la de creer en otro. Ahí lo tienen: el amor.
Saladin Chamcha conoció a Pamela Lovelace cinco días y medio antes del fin de los años sesenta, cuando las mujeres todavía llevaban pañuelos en la cabeza. Estaba en el centro de una sala llena de actrices trotskistas y le miraba con unos ojos tan brillantes, tan brillantes… Él la monopolizó toda la noche y ella nunca dejó de sonreír y se fue con otro. Él volvió a casa y se puso a soñar con los ojos, la sonrisa, la esbeltez y la piel de Pamela. La persiguió durante dos años. Inglaterra es reacia a entregar sus tesoros. Él estaba asombrado de su propia perseverancia y comprendió que ella se había convertido en artífice de su destino, que si ella no cedía, sus intentos de metamorfosis, fracasarían. «Permíteme -suplicaba él luchando cortésmente en la moqueta blanca que le dejaba cubierto de delatora pelusa en la parada del autobús de medianoche-. Créeme. Yo soy el hombre de tu vida.»