«¿No hay calor humano? -gritó él-. ¿Cómo puedes decir tal cosa? ¿Que no hay calor? ¿Por quién ando yo en esta estúpida peregrinación? ¿Para cuidar de quién? ¿Porque quiero a quién? ¿Quién me preocupa, quién me angustia, quién me llena de tristeza? ¿Es que no me conoces? ¿Cómo puedes decir eso?
«No hay más que oírte -dijo ella con una voz que empezaba a sonar turbia y sorda-. Siempre, la cólera. Una cólera fría, helada, como una fortaleza.»
«No es cólera -vociferó él-. Es angustia, es pena, es dolor, es aflicción. ¿Dónde está la cólera?»
«La oigo -dijo ella-. Cualquiera puede oírla, en kilómetros a la redonda.»
«Ven conmigo -suplicó él-. Te llevaré a las mejores clínicas de Europa, Canadá, Estados Unidos. Confía en la tecnología de Occidente. Hacen maravillas. A ti siempre te gustaron las cosas técnicas.”
«Yo voy en peregrinación a La Meca», dijo ella, dando media vuelta.
«Maldita zorra estúpida -rugió él-. Porque tú tengas que morir no has de arrastrar contigo a toda esta gente.» Pero ella se alejó por el campamento instalado al lado de la carretera, sin mirar atrás; y ahora que él le había dado la razón perdiendo el control y diciéndole lo indecible, cayó de rodillas, sollozando. Después de aquella pelea, Mishal se negó a dormir a su lado. Ella y su madre extendían las esterillas al lado de la profetisa cubierta de mariposas que los llevaba a La Meca.
Durante el día, Mishal trabajaba incansablemente para dar confianza y tranquilidad a los peregrinos, extendiendo sobre todos ellos el ala de su dulzura. Ayesha se encerraba más y más en el silencio, y Mishal Akhtar se convirtió en la consejera de los peregrinos. Pero una peregrina se sustraía a su influencia: Mrs. Qureishi, su madre, esposa del director del Banco del Estado.
La llegada de Mr. Qureishi, padre de Mishal, fue un acontecimiento. Los peregrinos se habían detenido a la sombra de una hilera de plátanos, y estaban atareados recogiendo leña y limpiando las ollas cuando apareció el cortejo motorizado. Inmediatamente, Mrs. Qureishi, que pesaba doce kilos menos que al comienzo de la caminata, se puso en pie de un salto, sacudiéndose el polvo de la ropa y arreglándose el pelo con movimientos frenéticos. Mishal, al ver a su madre manejar con dedos torpes un barra de labios semiderretida, dijo: «¿Qué te pasa, ma? Tranquila, va.»
Su madre, con débil movimiento de la mano, señaló los coches que se acercaban. Momentos después, la figura alta y severa del gran banquero estaba delante de ellas. «Si no lo veo, no lo creo -dijo-. Cuando vinieron a contármelo, dije bah, bah, no puede ser. Por eso he tardado tanto en enterarme. Marcharse de Peristan sin una palabra… Dime, ¿qué canastos significa esto?»
Mrs. Qureishi temblaba, indefensa, ante la mirada de su marido y empezó a llorar, sintiendo los callos de los pies y la fatiga en cada poro de su cuerpo. «Ay, Dios mío, no lo sé, perdona -dijo-. Sólo Dios sabe lo que pasó.»
«¿Es que no te das cuenta de que yo ocupo un puesto muy vulnerable? -exclamó Mr. Qureishi-. La confianza del público es esencial. ¿Qué pensará la gente si mi esposa anda vagando por ahí con unos bhangis?»
Mishal abrazó a su madre y dijo a su padre que dejara de regañarla. Mr. Qureishi advirtió por vez primera que su hija tenía la marca de la muerte en la frente y se desinfló bruscamente, como la cámara de un neumático. Mishal le habló del cáncer y de la promesa de la vidente Ayesha de que en La Meca se obraría un milagro y ella quedaría curada.
«Entonces deja que yo te lleve en avión a La Meca hoy mismo -suplicó el padre-. ¿Por qué caminar pudiendo ir en Airbus?»
Pero Mishal permaneció inflexible. «Tú debes marcharte -dijo a su padre-. Sólo los creyentes pueden hacer que ello ocurra. Mamá me cuidará.»
Mr. Qureishi, en su limousine, se unió a Mirza Saeed a la cola de la procesión, enviando constantemente a uno de los dos criados que le escoltaban en scooters, para preguntar a Mishal si quería comida, medicina, refresco, lo que fuera. Mishal rehusaba todas las ofertas, y al cabo de tres días -porque la banca es la banca- Mr. Qureishi partió hacia la ciudad, dejando a uno de los chaprassis de la scooter para que sirviera a las mujeres. «Está a vuestro servicio -les dijo-. No seais tontas. Haced el viaje lo más cómodo posible.» Al día siguiente de la marcha de Mr. Qureishi, el chaprassi Gul Muhammad dejó la scooter y se unió a los caminantes, anudándose un pañuelo a la cabeza para demostrar su devoción. Ayesha no dijo nada, pero al ver al scooter-wallah unirse a la peregrinación, sonrió con un aire de travesura que recordó a Mirza Saeed que, al fin y al cabo, ella no era sólo personaje de un sueño, sino también una muchacha de carne y hueso.
Mrs. Qureishi empezó a quejarse. El breve contacto con su antigua vida había minado su decisión y ahora, cuando ya era tarde, no hacía más que pensar en fiestas, y almohadones, y vasos de lima con soda helada. De pronto, le parecía un disparate que a una persona de su categoría se la obligara a ir descalza como un vulgar barrendero. Se presentó ante Mirza Saeed con una expresión de timidez en la cara.
«Saeed, hijo, ¿me odias?», preguntó con zalamería mientras en su cara carnosa se pintaba una parodia de coquetería.
Saeed quedó horrorizado por el mohín. «De ninguna manera», logró decir.
«Sí, sí, tú me odias, la mía es una causa perdida», insistió ella, empalagosa.
«Ammaji -Saeed tragó saliva-, pero ¿qué dices?» «Es que yo a veces te he hablado con dureza.» «Olvídalo, te lo ruego», dijo Saeed, intrigado por aquella actitud; pero ella no estaba dispuesta a olvidar: «Quiero que sepas que sólo me movía el amor -dijo-. El amor es algo maravilloso.»
«El amor mueve al mundo», convino Mirza Saeed, tratando de ponerse a su altura.
«El amor todo lo vence -confirmo Mrs. Qureishi-. Ha vencido mi enojo. Y quiero demostrártelo viajando contigo en tu coche.»
Mirza Saeed se inclinó. «Es tuyo, ammaji.»
«Entonces di a esos dos hombres del pueblo que se sienten delante contigo. Hay que proteger a las señoras, ¿no te parece?
«Me parece», respondió él.
El caso del pueblo que caminaba hacia el mar era comentado en todo el país y, a la novena semana, los peregrinos eran acosados por periodistas, políticos locales a la caza de votos, comerciantes que se ofrecían a patrocinar la marcha si los yatris se avenían a portar carteles sándwich anunciando diversos artículos y servicios, turistas extranjeros en busca de los misterios de Oriente, nostálgicos de Gandhi y la clase de buitres humanos que va a las carreras de coches para ver los accidentes. Pero, cuando veían la nube de mariposas-camaleón que vestían a la joven Ayesha y le proporcionaban su único sustento sólido, los visitantes quedaban atónitos y se retiraban confusos, llevando consigo una experiencia que nunca podrían hacer encajar en su concepto del mundo. En todos los periódicos aparecían fotos de Ayesha, y a veces los peregrinos hasta tenían que pasar por delante de carteles publicitarios en los que la beldad de los lepidópteros había sido pintada a tamaño triple del natural junto a slogans que proclamaban: También nuestros tejidos son tan suaves como alas de mariposa y cosas por el estilo. Pero un día llegó una noticia alarmante. Ciertos grupos religiosos extremistas habían facilitado comunicados en los que se denunciaba la «Ayesha Haj» como un intento de «secuestrar» la atención pública y una incitación al comunalismo, o sea, la mezcla de hindúes y musulmanes. Se distribuían folletos – Mishal recogió varios en la carretera- en los que se declaraba que «Padyatra o peregrinación a pie es una tradición antigua de la cultura nacional preislámica, no una importación de los inmigrantes mogoles.» Y también: «La apropiación de esta tradición por la llamada Ayesha Bibiji es una flagrante y deliberada tentativa de agravar una situación ya de por sí delicada.»
«No habrá problemas», anunció la kahin rompiendo su silencio.
Gibreel soñó con un suburbio:
Cuando la «Ayesha Haj» se acercaba a Sarang, localidad situada en el extrarradio de la gran metrópoli de orillas del mar de Arabia hacia la que la visionaria los conducía, periodistas, políticos y policías redoblaron sus visitas. En un principio, los policías amenazaron con dispersar la comitiva por la fuerza; los políticos, sin embargo, advirtieron que ello sería considerado como un acto de sectarismo y podía provocar brotes de violencia religiosa en todo el país. Al fin, la autoridad policial accedió a permitir la marcha, pero agregando, en tono entre quejumbroso y amenazador, que «no podían garantizar la integridad» de los peregrinos. Mishal Akhtar dijo: «Seguiremos adelante.»
La población de Sarang debía su relativa riqueza a la presencia de grandes yacimientos de carbón en sus proximidades. Y resultó que los mineros de Sarang, hombres que pasaban la vida horadando las entrañas de la tierra -«abriéndola» como si dijéramos-, no podían aceptar la idea de que una muchachita pudiera hacer otro tanto con el mar sólo moviendo una mano. Los jefes de ciertos grupos comunales habían incitado a los mineros a la violencia y, a consecuencia de las actividades de estos agents provocateurs, estaba congregándose una muchedumbre que portaba pancartas en las que se exigía: ¡FUERA LA PADYATRA ISLÁMICA! BRUJA DE LAS MARIPOSAS, VUELVE A TU PUEBLO.
La víspera de la entrada en Sarang por la noche, Mirza Saeed hizo otro inútil llamamiento a los peregrinos. «Abandonad -les imploraba inútilmente-. Mañana nos matarán a todos.» Ayesha dijo unas palabras al oído de Mishal y ésta respondió por ella: «Es mejor ser mártir que cobarde. ¿Hay aquí algún cobarde?»
Uno había. Sri Srinivas, explorador del Gran Cañón, propietario de Juguetes Univas, cuyo lema era creatividad y sinceridad, se alineó con Mirza Saeed. Por su condición de devoto de la diosa Lakshmi, cuyo rostro se parecía al de Ayesha de modo asombroso, era incapaz de participar en las inminentes hostilidades en cualquiera de los bandos. «Yo soy débil -confesó a Saeed-. Yo he amado a Miss Ayesha, y un hombre debe luchar por aquello que ama; pero, sintiéndolo mucho, he de pedir status neutral.» Srinivas era el quinto miembro del grupo disidente que viajaba en el Mercedes-Benz. Mrs. Qureishi no tuvo más remedio que compartir el asiento de atrás con aquel plebeyo. Srinivas la saludó tristemente y, al observar que ella se apartaba malhumorada, rebotando en el asiento, trató de apaciguarla. «Le ruego que acepte esta pequeña muestra de mi consideración.» Y de un bolsillo interior sacó un muñeco de Planificación Familiar.