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Aquella noche, los desertores permanecieron en el «combi» mientras los creyentes rezaban al aire libre. Se les había autorizado a acampar en un viejo patio de expedición de mercancías en desuso, bajo la protección de la policía militar. Mirza Saeed no podía dormir. Pensaba lo que le había dicho Srinivas de que, interiormente, él se sentía adepto de Gandhi, «pero soy muy débil para poner en práctica tales ideas. Perdón, es la verdad, yo no soporto el sufrimiento, Sethji. Yo hubiera tenido que quedarme con mi mujer y mis hijos y olvidarme de esta enfermedad de la sed de aventuras que me ha traído a esta situación.»

También en mi familia hemos sufrido una especie de enfermedad, respondió Mirza Saeed, en su insomnio, al fabricante de juguetes dormido. Nuestra enfermedad ha sido la inhibición, la incapacidad de conectar con las cosas, los hechos, los sentimientos. La mayoría de las personas se definen por su trabajo, o por su procedencia, o cosa por el estilo; nosotros hemos vivido encerrados en nosotros mismos. Ello hace que la actualidad nos resulte tremendamente difícil de manejar.

Lo cual equivalía decir que se le hacía difícil creer que todo esto estuviera ocurriendo realmente; pero ocurría.

* * *

A la mañana siguiente, cuando los Peregrinos de Ayesha se disponían a partir, las grandes nubes de mariposas que habían viajado con ellos desde Titlipur se disiparon bruscamente y desaparecieron de su vista, dejando al descubierto un cielo en el que se acumulaban rápidamente otras nubes más prosaicas. Hasta las criaturas que vestían a Ayesha -el cuerpo de élite, como si dijéramos- se dispersaron y ella tuvo que presidir el cortejo vestida con un mundano y viejo sari de algodón con orla de hojas estampada. La desaparición del milagro que parecía sancionar la peregrinación entristeció a los caminantes de tal manera que, a pesar de las exhortaciones de Mishal Akhtar, al verse privados de la bendición de las mariposas, eran incapaces de cantar mientras avanzaban al encuentro de su destino.

* * *

La muchedumbre de Fuera la Padyatra Islámica había preparado un recibimiento a Ayesha en una calle bordeada a uno y otro lado de chamizos de reparación de bicicletas. Habían cortado la ruta de los peregrinos con bicicletas muertas, y se hallaban apostados detrás de esta barricada de ruedas rotas, manillares torcidos y timbres mudos cuando la Ayesha Haj entró en el sector norte de la ciudad. Ayesha avanzaba hacia la multitud como si no existiera, y cuando llegó al último cruce, después del cual le aguardaban los palos y los cuchillos del enemigo, retumbó un trueno como la trompeta del Juicio Final y del cielo cayó un océano. La sequía había terminado muy tarde para que se salvaran las cosechas; después, muchos de los peregrinos creerían que Dios había estado guardando el agua para este fin, acumulándola en el cielo, hasta que fue tan grande como el mar, sacrificando las cosechas del año, a fin de salvar a su profetisa y a su pueblo. La fuerza del diluvio acobardó tanto a los peregrinos como a sus adversarios. En medio de la confusión creada por las aguas se oyó otra trompeta. En realidad, era el claxon del Mercedes-Benz «combi» de Mirza Saeed, que él había conducido a toda velocidad por las inundadas calles laterales del suburbio, derribando tendederos con hileras de camisas, carretillas cargadas de calabazas y tenderetes de baratijas de plástico, hasta llegar a la calle de los cesteros, que salía a la calle de los reparadores de bicicletas, un poco al norte de la barricada. Allí pisó a fondo el acelerador y embistió hacia el cruce, diseminando en todas direcciones a viandantes y taburetes de mimbre. Llegó al cruce inmediatamente después de que el mar cayera del cielo y frenó bruscamente. Sri Srinivas y Osman saltaron a tierra, agarraron a Mishal y a la profetisa y las metieron en el Mercedes, entre mucho pataleo, griterío e insultos. Saeed salió disparado del lugar antes de que alguien tuviera tiempo de enjugarse de los ojos el agua que los cegaba.

Dentro del coche, cuerpos amontonados en feroz revoltijo. Mishal Akhtar, desde el fondo del montón, lanzaba insultos a su marido: «¡Saboteador! ¡Traidor! ¡Escoria de ya sabes dónde! ¡Mula!» A lo que Saeed repuso sarcásticamente: «El martirio es muy fácil, Mishal. ¿Es que no quieres ver cómo se abre el océano cual una flor?»

Y Mrs. Qureishi, asomando la cabeza por entre las piernas invertidas de Osman, agregó, jadeando y colorada: «Basta, Mishu. Lo hicimos con la mejor intención.»

* * *

Gibreel soñó con una inundación.

Cuando llegaron las lluvias, los mineros de Sarang esperaban a los peregrinos con el pico en la mano; pero cuando la barricada de bicicletas fue arrastrada por las aguas, no pudieron pensar sino que Dios había tomado partido por Ayesha. El sistema de desagües de la ciudad se rindió instantáneamente al diluvio arrollador, y muy pronto los mineros estaban hundidos hasta el pecho en un agua terrosa. Algunos trataron de avanzar hacia los peregrinos, que también se esforzaban en caminar. Pero la lluvia redobló su fuerza, y luego volvió a redoblarla, cayendo del cielo en unas masas gruesas que dificultaban la respiración, como si la tierra fuera a sumergirse y el firmamento superior fuera a unirse con el firmamento inferior.

Gibreel, mientras soñaba, notó que el agua le nublaba la visión.

* * *

Cesó la lluvia y un sol acuoso iluminó una escena de devastación veneciana. Las calles de Sarang eran canales por los que viajaban toda clase de restos. Por donde hasta hacía poco sólo circulaban scooter-rickshaws, carros de camellos y bicicletas reparadas, ahora flotaban periódicos, flores, ajorcas, sandías, paraguas, babuchas, gafas de sol, cestos, excrementos, frascos de medicina, naipes, dupattas, buñuelos, lámparas. El agua tenía un extraño tinte rojizo que hacía imaginar al empapado populacho que lo que corría por las calles era sangre. No había rastro de los pendencieros mineros ni de los Peregrinos de Ayesha. Un perro cruzó nadando la intersección junto a la derrumbada barricada de bicicletas, y en todas partes reinaba el húmedo silencio de la inundación cuyas aguas lamían autobuses atascados, mientras los niños miraban desde los tejados que bordeaban delicuescentes torrenteras, muy sobrecogidos para salir a jugar.

Entonces volvieron las mariposas.

No se supo de dónde, como si hubieran estado escondidas detrás del sol; y, para celebrar el fin de la lluvia, todas habían tomado el color del sol. La aparición en el cielo de esta inmensa alfombra de luz desconcertó vivamente a los habitantes de Sarang, impresionados por la tormenta; temiendo la llegada del apocalipsis, se escondieron en sus casas y cerraron los postigos. En una colina cercana, empero, Mirza Saeed Akhtar y sus pasajeros observaban el regreso del milagro y todos, incluido el zamindar, sentían gran respeto.

Mirza Saeed Akhtar había conducido a la desesperada, a pesar de que le cegaba la lluvia que entraba por el boquete del parabrisas, hasta una carretera que subía por una montaña y se detuvo a las puertas del Yacimiento de Carbón N.° 1 de Sarang. A través de la lluvia se distinguían débilmente las entradas de los pozos. «Estúpido -le insultó débilmente Mishal-. Nos has traído a ver a los camaradas de los que nos esperaban ahí abajo. Una idea brillante, Saeed. Superior.» Pero los mineros ya no les causaron más problemas. Aquel día ocurrió la catástrofe que dejó a mil quinientos mineros enterrados vivos bajo el monte Sarangi. Saeed, Mishal, el sarpanch, Osman, Mrs. Qureishi, Srinivas y Ayesha, exhaustos y empapados, miraban desde el borde de la carretera a las ambulancias, los coches de bomberos, los equipos de salvamento y los jefes de la mina, que llegaban en gran cantidad y, mucho después, se marchaban moviendo la cabeza. El sarpanch se cogió los lóbulos de las orejas entre el índice y el pulgar. «La vida es dolor -dijo-. La vida es dolor y es pérdida; es una moneda que no vale nada, menos que un kauri o un dam.»

Osman, el del toro muerto, que, al igual que el sarpanch, había perdido a un ser querido durante la peregrinación, también lloraba. Mrs. Qureishi trató de ver el lado bueno: «Lo que importa es que a nosotros no nos ha pasado nada.» Pero no obtuvo respuesta. Entonces, Ayesha cerró los ojos y declamó con la cantilena de la profecía: «Es un castigo por el mal que querían hacer.»

Mirza Saeed se indignó. «Esa gente no estaba en la maldita barricada -gritó-. Éstos estaban trabajando bajo la maldita tierra.»

«Cavaron sus propias tumbas», respondió Ayesha.

* * *

Entonces avistaron las mariposas que regresaban. Saeed contemplaba la nube dorada con incredulidad, viendo cómo se congregaba y luego enviaba alada luz dorada en todas las direcciones. Ayesha quería volver al cruce de caminos. Saeed argumentaba: «Aquello está inundado. No tenemos más remedio que bajar por el otro lado de esta montaña sin pasar por la ciudad.» Pero Ayesha y Mishal ya volvían atrás; la profetisa sostenía por la cintura a la mujer de la cara cenicienta.

«Mishal, por Dios -gritó Mirza Saeed a su mujer-. Por el amor de Dios. ¿Qué hago con el coche?»

Pero ella siguió bajando la cuesta, hacia la inundación, apoyándose pesadamente en Ayesha, la vidente, sin mirar atrás.

Así fue cómo Mirza Saeed Akhtar abandonó su adorado Mercedes-Benz combinable cerca de la entrada de las inundadas minas de Sarang, y se unió a los caminantes que se dirigían al mar de Arabia.

Los siete viajeros estaban con el agua hasta los muslos, en el cruce de la calle de los reparadores de bicicletas y el callejón de los cesteros. Despacio, despacio, el agua había empezado a bajar. «Admítelo -argumentó Mirza Saeed-. La peregrinación ha terminado. Los vecinos del pueblo están Dios sabe dónde, quizás ahogados, quizás asesinados y, desde luego, extraviados. No queda nadie más que nosotros. -Se encaró con Ayesha-. De manera que olvídalo, hermana; estás acabada.»