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Ayesha, aquella noche, paseaba en las sombras, se echaba en el suelo, se levantaba y volvía a deambular. Había en ella un aire de vacilación; luego se quedó quieta y pareció disolverse en las sombras de la mezquita. Regresó al amanecer.

Después de la oración de la mañana, Ayesha preguntó a los peregrinos si podía hablarles; ellos, dudando, accedieron.

«Anoche el ángel no cantó -empezó-. Me habló, eso sí, de la duda y de cómo el diablo se sirve de ella. Yo le dije: es que ellos dudan de mí, ¿qué puedo hacer? Él respondió: sólo la evidencia puede acallar la duda.»

Ellos la escuchaban con toda atención. Después les dijo lo que Mirza Saeed le había propuesto la noche antes. «Él me dijo que preguntara a mi ángel, pero yo no necesito preguntar -exclamó-. ¿Cómo podría yo elegir entre vosotros? O vamos todos, o ninguno.»

«¿Por qué habíamos de seguirte? -preguntó el sarpanch-. Después de tantos muertos, y el recién nacido, y todo.»

«Porque cuando las aguas se retiren, estaréis salvados. Entraréis en la Gloria del Altísimo.»

«¿Qué aguas? -gritó Mirza Saeed-. ¿Cómo van a retirarse?»

«Seguidme -dijo Ayesha, terminante-, y, cuando se retiren, juzgadme.»

En su ofrecimiento estaba implícita una vieja pregunta: ¿Qué clase de idea eres tú? Y ella, a su vez, le había dado una vieja respuesta: Yo fui tentada, pero he sido renovada: soy inflexible; absoluta; pura.

* * *

La marea estaba alta cuando la Peregrinación Ayesha bajó por una avenida contigua al Holiday Inn, cuyas ventanas estaban llenas de admiradores de estrellas de cine que manejaban sus nuevas cámaras Polaroid, cuando los peregrinos sintieron que el asfalto de la ciudad rechinaba y se convertía en arena; cuando empezaron a pisar una gruesa alfombra de cocos podridos paquetes de cigarrillos caca de caballo botellas no degradables pieles de fruta medusas y papeles, sobre una arena color tostado que se extendía al pie de altos cocoteros inclinados y de las terrazas de lujosos apartamentos con vistas al mar; por entre grupos de jóvenes de músculos tan bien cultivados que parecían deformidades, que realizaban contorsiones gimnásticas de todas clases, al unísono, como un feroz cuerpo de ballet, y descuideros de playa, casinistas y familias, venidos a tomar el fresco, a hacer negocio o a buscarse la vida en la arena; entonces, por primera vez en su vida, contemplaron el mar de Arabia.

Mirza Saeed vio a Mishal, que se apoyaba en dos de los hombres del pueblo porque ya no tenía fuerzas para sostenerse sola. Ayesha estaba a su lado, y Saeed tuvo la idea de que, en cierta manera, la profetisa había emergido de la moribunda, que toda la vivacidad de Mishal había abandonado su cuerpo y adquirido esta forma mitológica, dejando atrás una carcasa moribunda. Luego se enfadó consigo mismo por dejarse contagiar de la metafísica de Ayesha.

Los vecinos de Titlipur, tras una larga discusión en la que le pidieron que no interviniera, acordaron seguir a Ayesha. Su sentido común les decía que era una tontería volverse atrás después de llegar tan lejos, cuando ya tenían a la vista su primer objetivo; pero las dudas adquiridas recientemente les minaban las fuerzas. Era como si hubieran emergido de una especie de Shangri-La construido por Ayesha, porque ahora que, en lugar de seguirla, sólo caminaban detrás de ella, parecían envejecer y debilitarse a cada paso que daban. Cuando avistaron el mar eran un puñado de individuos renqueantes, reumáticos y febriles, de ojos enrojecidos, y Mirza Saeed se preguntaba cuántos conseguirían recorrer los pocos metros que los separaban de la orilla.

Las mariposas estaban con ellos, a gran altura sobre sus cabezas.

«¿Y ahora qué, Ayesha? -le gritó Saeed, consternado por la idea de que su adorada esposa pudiera morir aquí, bajo los cascos de caballos de alquiler y ante la mirada de los vendedores de zumo de caña de azúcar-. Nos has puesto a todos al borde del agotamiento, pero aquí tenemos una realidad indiscutible: el mar. ¿Dónde está ahora tu ángel?»

Con ayuda de los peregrinos, ella se encaramó a un thela abandonado que estaba al lado de un puesto de refrescos, y no contestó a Saeed hasta que pudo mirarlo desde lo alto de su atalaya. «Gibreel dice que el mar es como nuestras almas. Cuando las abrimos podemos penetrar en la sabiduría. Si podemos abrir el corazón, podemos abrir el mar.»

«Aquí, en tierra, la partición fue un desastre -dijo él irónicamente-. Murieron bastantes, como recordarás. ¿Crees que en el agua será diferente?»

«Shh -hizo Ayesha de pronto-. Ahí llega el ángel.»

Desde luego, no dejaba de ser sorprendente que, después de toda la atención que había recibido la marcha, la multitud congregada en la playa no pasara de discreta; pero las autoridades habían tomado muchas precauciones, cerrado calles y desviado el tráfico; de manera que los curiosos reunidos en la playa no pasarían de los doscientos. Nada preocupante. Lo curioso, realmente, era que los espectadores no veían las mariposas ni lo que ahora hacían. Pero Mirza Saeed observó claramente cómo la gran nube luminosa volaba mar adentro, se detenía, suspendida en el aire, y formaba una figura colosal, un gigante resplandeciente construido enteramente de alitas temblorosas que se extendía por todo el horizonte, llenando el firmamento.

«¡El ángel! -gritó Ayesha a los peregrinos-. ¡Ahí lo tenéis! Estuvo con nosotros durante todo el viaje. ¿Me creéis ahora?» Mirza Saeed vio que la fe ciega volvía a los peregrinos. «Sí -sollozaban, pidiendo perdón-. ¡Gibreel! ¡Gibreel!

Ya Allah.»

Mirza Saeed hizo la última tentativa. «Las nubes adoptan cualquier forma -gritó-. Elefantes, estrellas de cine, cualquier cosa. Mirad, ya está cambiando.» Pero nadie le escuchaba; todos miraban, asombrados, cómo las mariposas se zambullían en el mar.

Los peregrinos gritaban y bailaban de alegría. «¡La división de las aguas! ¡La división de las aguas!», cantaban. Los espectadores preguntaban a Mirza Saeed: «¡Eh, oiga, ¿qué le pasa a esa gente? Nosotros no vemos nada de particular.» Ayesha había empezado a andar hacia el agua, y Mishal era arrastrada por sus dos compañeros. Saeed corrió hacia ella y empezó a forcejear con los dos hombres. «Soltad a mi esposa. ¡Ahora mismo! ¡Malditos! Yo soy vuestro zamindar. Soltadla. ¡Apartad vuestras sucias manos!» Pero Mishal susurró: «No me soltarán. Vete, Saeed. Tú estás cerrado. El mar sólo se abre para los que se abren.»

«¡Mishal!», gritó él, pero ella ya se mojaba los pies. Cuando Ayesha entró en el agua, los peregrinos empezaron a correr. Los que no podían correr saltaban sobre la espalda de los más fuertes. Las madres de Titlipur entraban rápidamente en el agua, con sus hijos en brazos; los nietos llevaban en hombros a sus abuelas y se precipitaban hacia las olas. En pocos minutos, todo el pueblo estuvo en el agua, chapoteando, cayendo, levantándose, avanzando hacia el horizonte, sin parar ni volver la cabeza hacia la playa. Mirza Saeed también estaba en el agua. «Vuelve -suplicaba a su esposa-. No hay milagro, vuelve.»

En la orilla estaban Mrs. Qureishi, Osman, el sarpanch y Sri Srinivas. La madre de Mishal sollozaba teatralmente: «Ay, mi niña, mi niña. ¿Qué será de ti?» Osman dijo: «Cuando vean que no hay milagro, volverán.» «¿Y las mariposas? -le preguntó Srinivas en tono quejumbroso-. ¿Qué eran las mariposas? ¿Una ilusión?»

Entonces comprendieron que los peregrinos no volverían.

«Deben de estar a punto de perder pie», dijo el sarpanch. «¿Cuántos saben nadar?», preguntó la llorosa Mrs. Qureishi. «¿Nadar? -gritó Srinivas-. ¿Desde cuándo sabe nadar la gente del campo?» Se gritaban como si estuvieran a kilómetros de distancia, saltando de un pie al otro, porque el cuerpo les instaba a entrar en el agua, a hacer algo. Parecían estar bailando sobre fuego. La unidad de policía enviada al lugar para prevenir disturbios llegaba en el momento en que Saeed salía corriendo del agua.

«¿Qué sucede? -preguntó el oficial-. ¿A qué se debe la agitación?»

«Deténganlos», jadeó Mirza Saeed señalando al mar.

«¿Son malhechores?», preguntó el policía.

«Van a morir», respondió Saeed.

Ya era tarde. Los peregrinos, cuyas cabezas oscilaban a lo lejos, habían llegado al borde del escalón litoral. Casi todos a la vez, sin hacer esfuerzos visibles para salvarse, se hundieron bajo la superficie del agua. En pocos momentos, todos los Peregrinos de Ayesha habían desaparecido.

Ninguno reapareció. No se vio ni una cabeza que subiera a respirar, ni un brazo que se agitara.

Saeed, Osman, Srinivas, el sarpanch y hasta la gorda Mrs. Qureishi se metieron en el agua gritando: «Dios, ten piedad; vengan todos, socorro.»

Las personas que están en peligro de ahogarse se debaten en el agua. Va contra la naturaleza humana caminar hasta que el mar se te traga. Pero Ayesha, Mishal Akhtar y los vecinos de Titlipur se hundieron bajo las aguas, y no volvieron a ser vistos.

Mrs. Qureishi fue sacada del agua por los policías, con la cara morada y los pulmones anegados, y hubo que hacerle el boca a boca. Osman, Srinivas y el sarpanch fueron extraídos poco después. Sólo Mirza Saeed Akhtar siguió buceando, más y más lejos de la costa y durante más y más tiempo, hasta que también él fue rescatado del mar de Arabia, exhausto y desfallecido. La peregrinación había terminado.

Mirza Saeed despertó en una sala de hospital con un funcionario del departamento del Interior al lado de la cama. Las autoridades consideraban la posibilidad de acusar a los supervivientes de la expedición Ayesha de intento de emigración ilegal, y se habían dado órdenes a los detectives de que se les tomara declaración antes de que tuvieran ocasión de ponerse de acuerdo.

Ésta fue la declaración de Muhammad Din, sarpanch de Titlipur: «En el momento en que me abandonaban las fuerzas, cuando creí que iba a morir en el agua, lo vi con mis propios ojos: vi que el mar se dividía como el pelo bajo el peine, y todos estaban allí, un buen trecho por delante de mí, y se alejaban. Con ellos estaba Khadija, mi esposa, a la que tanto quise.»

Esto es lo que Osman, el chico del toro, dijo a los detectives, que estaban muy impresionados por la declaración del sarpanch: «Al principio, yo tenía mucho miedo de ahogarme. Pero buscaba y buscaba, la buscaba sobre todo a ella, Ayesha, a la que conocía antes de que cambiara. Y en el último momento lo vi, vi la maravilla. Las aguas se abrieron y los vi avanzar por el fondo del océano, entre los peces agonizantes.»